¿Y si alguien me
hubiera preguntado mi opinión en el preciso momento de terminar de leer Taipei? Podría haberle dado una
respuesta algo así como “I don’t know”, o “I don’t remember”. Son frases que Tao
Lin repite hasta la náusea en Taipei.
O puede que, para poder escribir una reseña que valiera la pena, podría haber esperado
a administrarme una dosis de Adderall, o MDMA, o Xanax, o una de las diferentes
drogas que toman sus personajes, y a ver qué pasa. En todo caso, puestos a
escribir una reseña sobre Taipei, debería
en todo momento centrarme en mí mismo, no en el libro. Al fin y al cabo, ¿a quién
le puede interesar Taipei cuando lo
que realmente importa del libro es… “uh, I don’t know”.
En fin, el argumento:
un jovencito con aspiraciones literarias cuenta su vida (!?) en Nueva York
mientras se halla en un “periodo provisional” a la espera de iniciar el tour
promocional de su último libro por varias ciudades de los EE.UU. y Canadá; a
falta de algo de más enjundia, va de fiesta en fiesta, ingiriendo drogas de
diseño un día sí y otro también, mirando mucho, comiendo guacamole y papas, pero
hablando bien poco con la gente. Paul, de padres taiwaneses, lleva varios
libros publicados (no me preguntes por qué). Dada su complicadísima existencia (¿a
qué fiesta voy esta noche?), tiene mucho tiempo para pensar. ¿Pero en qué? He
ahí la cuestión. Realmente, son terribles los problemas del primer mundo…
Tras conocer a
Erin durante el tour, Paul y ella se van a Las Vegas, donde se casan. Los
padres de Paul los invitan a ir a Taipei en un viaje de luna de miel, y para
allí se van, escondiendo un buen cargamento de drogas en el equipaje. En Taipei
se pasean por la ciudad filmando restaurantes de McDonalds con un MacBook.
Mi opinión personal
es que el libro está escrito en un estilo absurdo, insufrible e insustancial; demasiados
párrafos se reducen a interminables disquisiciones sobre auténticas estupideces
y sobre las obsesiones de Paul, escritos en un lenguaje por lo general bastante
pobre, y sin un sentido real. La narración es tediosa en su mayor parte, como
si el narrador estuviera permanentemente cansado o desconectado de la realidad
(y no me extrañaría que así fuera, a juzgar por la cantidad de drogas que “ingiere”).
Taipei es una novela (y uso la
palabra en una acepción más o menos vaga del término) vacua, frívola, estúpida,
pretenciosa, egocéntrica y cargante.
Aparentemente,
Tao Lin se ha labrado un nombre entre la generación de veinteañeros estadounidenses
que han mamado internet junto con el biberón, y a los que se les recetó drogas por
principio tan pronto algún psiquiatra les diagnosticaba un Trastorno por
Déficit de Atención e Hiperactividad. Al menos a mí me ha resultado curioso constatar
que los mochileros contemporáneos, aunque viajen juntos y se sienten juntos en cafés
y restaurantes, no hablan apenas entre sí ni con la población local, sino que mantienen
largas conversaciones con otros que están a miles de kilómetros de distancia,
mediante el chat de Gmail o por SMS. Este comportamiento se extrema en Taipei, donde Paul y Erin, la pareja de protagonistas,
están tan atiborrados de drogas que, aun estando en la misma habitación, se
comunican por email o por SMS. Todo un síntoma de que algo no funciona.
248 páginas de
verborrea que no lleva a nadie a ninguna parte, ni siquiera a su autor. Varias
horas de mi tiempo que podría haber empleado de forma, si no un poco productiva,
al menos más placentera. Pero qué pérdida de tiempo.