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9 ago 2011

Después de Lalomanu



La revista Hermano Cerdo publica esta semana un breve ensayo que comencé a escribir ahora hace unos cuantos meses, y que finalmente, tras barajar varias opciones imposibles, he titulado ‘Después de Lalomanu’. En él quise hacer una reflexión pública sobre ese silencio al que se enfrentan las personas, a la falta de respuestas, tanto propias como externas, no solamente ante la pérdida de un ser querido sino también tras una experiencia traumática, como fue mi caso.





Quiero expresar mi agradecimiento a René López Villamar, uno de los editores de la revista, por sus valiosas sugerencias y consejos, que me permitieron elaborar la versión definitiva del ensayo. Gracias asimismo a Anthea Wykes por las fotos de la playa de Lalomanu, que tomó en octubre de 2009. Y gracias también, por último, a Joan Margarit, poeta catalán con quien he tenido el privilegio de mantener correspondencia, por la inspiración que me proporcionaron estos dos versos de su poema ‘L’origen de la tragèdia’, perteneciente al libro No era lluny ni difícil, que reseñé en su día:

Viure, al cap i a la fi, és buscar consol.
Buscar-ho en el dolor de les paraules.

Life is ultimately a quest for consolation.
We search for comfort in the hurt of words.

Mientras siga vivo, cosa que muchos días hago por pura inercia, a mí me faltará el consuelo; en algún rincón recóndito, profundo, de nuestro ser tienen que estar esas palabras; aunque nos duela, debemos hacer el esfuerzo de encontrarlas. No hacer ese esfuerzo nos rebaja como humanos.

26 ene 2011

Una foto y un poema - A photograph and a poem



Lalomanu Beach, October 2010



Our pain and our hearts have brought us back here,
to this idyllic beach, a superb place.
There’s a hint of chaos, some deathly trace:
countless shards of green broken glass appear


everywhere. Behind the road some remains
display the marks of the lethal sea-beast;
childhoods were stolen; lives suddenly ceased.
Sadly bent palm-trees heave a sigh of pain.


But further west, half-buried in the sand,
a strange white apparition has emerged.
Its presence many will not understand.


A year ago the machine was submerged:
a white-toothed monster rushed towards the land.
Lalomanu’s been since a mournful dirge.

 
Recordando a todas las personas que murieron el 29 de septiembre de 2009 en la playa de Lalomanu, y muy especialmente a Clea Salavert (6) y Alfie Cunliffe (2).


In memory of all those who perished on Lalomanu Beach on 29 September 2009, particularly Clea Salavert (6) and Alfie Cunliffe (2).

(c) Jorge Salavert, 2010.

15 nov 2010

Galu Afi


Lani Wendt-Young. Pacific Tsunami: Galu Afi. 2010. Editado por Hans Joachim Keil.

La impresión de este libro fue subvencionada por el Programa de Ayuda Exterior del Gobierno de Australia.


Vaya por delante una aclaración: Esto no es una reseña. No puede serlo. No me es posible hacer una reseña de Galu Afi, y no me es posible por razones que son muy obvias para mí y para quienes me conocen. Pues este es un libro que yo he vivido, como se suele decir, en carne propia; y aunque no haya contribuido, nuestra historia está en el libro. Y me reconozco en cada una de las historias que ha recogido Lani Young-Wendt.
Ha sido muy difícil, increíblemente difícil, leer este libro. En ocasiones lo he cerrado de golpe, con lágrimas en los ojos, maldiciendo mi sino. A veces lo leído me ha despertado en mitad de la madrugada, todavía aterrado, otra vez más huyendo del monstruo, de la bestia asesina surgida de las profundidades del mar. Pero ante todo Galu Afi, con toda la tristeza que es ahora parte de mi ser, me ha enseñado a admirar a la gente de Samoa, a respetar su milenaria cultura y querer descubrir más cosas acerca de esas pequeñas y hermosas islas en mitad del océano Pacífico, a aprender, en la medida de lo posible y dada la distancia, su lengua.
Galu Afi. La ola de fuego. A la pérdida de la rica tradición oral de la cultura samoana, en gran parte debida a la conversión al cristianismo infligida en su población durante el periodo colonial, puede atribuirse que a muchos samoanos no les pasara por la cabeza que aquella fatídica estuvieran en peligro. Ciertamente, a muchos de ellos (y también para quien escribe) el terremoto – o mejor dicho, los tres terremotos, según explicaron muchos meses más tarde los expertos en sismología – que sacudió esa parte del Pacífico no les pareció excesivamente fuerte.
Cuando el explorador francés La Perouse (epónimo de un barrio de la ciudad de Sydney, donde también estuvo la expedición gala) llegó a Samoa en 1787 – nos cuenta Lani – observó que los pobladores de la isla construían sus casas en las colinas, alejadas de las playas. La Perouse asumió que lo hacían porque en esa ubicación las viviendas eran más frescas. Cuando el misionero Tuner les preguntó a los habitantes por qué no vivían cerca de la costa, le respondieron: ‘Galu Afi’. La ola de fuego.
Galu Afi es un libro único. Es un compendio de testimonios personales, y la mayoría de ellos cuenta con detalles absolutamente espeluznantes. Cada una de las historias de los supervivientes del 29 de septiembre de 2009 incluye algunas pinceladas del terror de aquellos cuatro o cinco minutos indescriptibles, y del horror de las horas y los días que les siguieron.
No voy a comentar ninguna de las terribles historias que componen Galu Afi. No puedo hacerlo. El dolor es demasiado intenso cuando intento pensar en qué podría escribir sobre esas historias de terror y horror que son, al fin y al cabo, la mía.
Pero sí quiero poner por escrito algunos comentarios sobre el libro. Narrar una catástrofe como la del tsunami del 29 de septiembre de 2009 no puede ser fácil, pero Lani Young-Wendt lo hizo, y sufrió al hacerlo. Entre los distintos capítulos de las narraciones de los supervivientes, Lani intercala sus reflexiones y emociones, sus confesiones. Estas le añaden un valor todavía mayor a este libro. Nos confiesa Lani en la página 73, en la celebración del día de los niños en Samoa, el White Sunday de octubre:
“Ver a mis hijos subidos al estrado el domingo de los niños siempre me hace llorar. Pero hoy ha sido diferente. Hoy mis ojos se posaron en un pareja que ha entrado un poco tarde hacia la parte de detrás de la capilla, como a escondidas. Un hombre joven de ojos y cabellos oscuros, que iba empujando con cuidado una silla de ruedas en la que iba su mujer. Cada uno de sus movimientos expresaba protección. Ella estaba delgada. La silla de ruedas era demasiado grande para su cuerpo encogido. Tenía la pierna vendada, y en el rostro se veían cortes que comenzaban a sanar. He reconocido a esa pareja − y al hacerlo, se me ha caído el alma a los pies. No, este era el peor día posible que podían haber escogido para venir a misa. No. Hoy no.
Los hemos observado subrepticiamente. Los niños estaban cantando, y los ojos de la mujer se han inundado de lágrimas. El marido le ha cogido la mano entre las suyas. Un muchachito ha sonreído picaruelo al enredarse con las palabras que tenía que decir, y luego ha dejado escapar una sonora carcajada, en señal de triunfo cuando ha terminado. Y el hombre se ha puesto a llorar. Le temblaban los hombros en silencio mientras se cubría la cara con las manos. Y esta vez ha sido la mujer quien ha hecho por consolarle.
Ojalá alguien les hubiera avisado. Haberles dicho que no se acercaran hoy, de todos los días del año. Alrededor de ellos, otros padres sonreían al mirar a sus pequeños. Niños que cantaban, que se no se estaban quietos ante la atenta mirada de su maestra, niños que sonreían y saludaban cuando veían a su papá y a su mamá entre el público asistente.
No me pareció correcto estar tan feliz cuando otros sufrían tanto. No pareció correcto que se regocijaran con sus hijos cuando a otros se los habían arrancado. Al final de la misa, hemos hablado con esa joven pareja, pero las palabras me parecían tan inadecuadas. Perdón, quería decirles. Perdón porque, yo todavía tengo a mis hijos, pero los vuestros ya no están. Siento mucho que no puedan estar aquí hoy. Perdón, porque para nosotros, la felicidad es todavía una opción.
Perdón.”
Albert Wendt, el celebrado poeta samoano, y tío de Lani Young-Wendt, ha descrito Galu Afi como un ‘ie toga’, la fina esterilla que es el objeto más valioso y significativo de la cultura samoana: “Este libro es un tributo a los que perecieron, a sus vidas y su valentía, y a sus seres queridos – a sus familiares y amigos – que ahora tienen que vivir, con sus profundas ausencias y el dolor”.
Se necesita mucho coraje, mucha fibra, para hacer lo que ha hecho Lani. Y sin embargo, ella misma confiesa que hubo momentos en que pensaba que no podía cumplir con el compromiso de escribir este libro. Como en estos párrafos de las páginas 150-1, que escribió en noviembre de 2009:
“Hace ya un mes que comencé a trabajar a tiempo completo en este proyecto. Me he reunido con supervivientes de Saleaumua, Satitoa, Lalomanu, Saleapaga, Malaela, Lepa, Vavau. Y de Poutasi. He visto a niños que fueron salvados por sus padres, que los mantuvieron con los brazos en vilo por encima del agua mientras ellos estaban sumergidos [y tragando agua, debiera añadir]. He tocado árboles a los que la gente se subió para escapar de las aguas. He hecho fotos de un pequeño armario de madera al cual se subió un niño y en el cual flotó hasta ponerse a salvo. He conocido a delicadas ancianas octogenarias a quienes sus nietos se las cargaron a las espaldas y las pusieron a salvo. H escuchado a madres que lloran porque no pudieron salvar a sus pequeños. He sentido la rabia de padres que no pudieron luchar contra el tsunami. Y quiero escuchar. Quiero dejar constancia de sus historias. Y honrar sus vivencias.
Pero hoy no. Porque hoy he tenido miedo. […]
Hoy estaba desesperada por marcharme de Poutasi. He sentido cómo el pánico iba haciendo presa en mi pecho mientras cruzaba el estrecho puente con el coche. Iba pensando en olas. Tan fuertes que harían rodar a los coches varias vueltas de campana. Como una planta rodadora. Hoy solo hemos hecho tres entrevistas. Pero ha sido suficiente.
Hoy le tenía miedo al mar. Y de imaginarias olas asesinas que venían a por mí. […] Y pido perdón porque hoy no he estado a la altura. Estoy avergonzada, también. Porque no he tenido que sobrevivir a un tsunami. […] ¿Qué narices me pasa?”
Pienso que es normal tenerle miedo al mar, Lani. Es normal porque los seres humanos no debiéramos tenerle miedo a ningún otro ser humano, pero sí a lo que este planeta puede hacernos. Podemos sentir asco y desprecio por otras personas, como los que se dedicaron al robo y al saqueo a los pocos minutos de la catástrofe, pero no debemos tenerles miedo. Al océano sí podemos temerle.

Sin que sirva de precedente, he decidido incluir una versión del comentario anterior en inglés. He pensado que habrá algunas personas que quieran leer esto, y que no entenderán el castellano. 


Let me start with an explanation: This is not a review. It cannot be. I just cannot write a review of Galu Afi. It’s not possible for me to do so for reasons which are very obvious to myself and for those who know me. For this is a book I have lived, as the saying goes, in my own flesh; and even though I did not contribute to it, our story is there. I do recognise myself in each and every story Lani Young-Wendt has recorded.
I have found it very hard, incredibly difficult, to read this book. I have often snapped it shut, with tears in my eyes, cursing my fate. Sometimes what I have read has woken me up in the middle of the night, still terrified, once again fleeing the monster, the killer beast that came from the depths of the sea. But first and foremost, Galu Afi, with all this sadness that is now part of my self, has taught me to admire the Samoan people, to feel a deep respect for their ancient culture and a wish to discover further things about those small, beautiful islands in the middle of the Pacific Ocean, to learn, as far as it is possible given the distance, their language.
Galu Afi. The wave of fire. The loss of the rich oral tradition in the Samoan culture, largely due to the conversion to Christian cults inflicted by missionaries on the population during the colonial period, may be the reason why many Samoans did not even think they might be in danger that fateful morning. Indeed, to many of them (and yours truly, too) the earthquake – or rather, the three earthquakes, as we were told later by the expert seismologists – that shook that part of the Pacific did not seem excessively powerful.
When French explorer La Perouse (eponymous of a Sydney suburb, where the French expedition went, too) arrived in Samoa in 1787 – Lani tells us in the book – he remarked that the islanders had built their houses on the hills, far from the beaches. La Perouse assumed they did so because the dwellings would feel cooler in such locations. When missionary Turner asked them why they did not live closer to the sea, they would reply to him: ‘Galu Afi’. The wave of fire.
Galu Afi is a truly unique book. It is a gathering of personal accounts, and most of them include absolutely hair-raising details. Each of the 29/09/2009 survivors’ stories has some touches of the terror of those four to five unspeakable minutes, of the horror of the hours and days that followed.
I will not comment on any of those terrible stories that make up Galu Afi. I cannot. The pain is too intense, when I try to think what I could say about the stories of terror and horror, which are ultimately my own story.
Yet I do want to write a few comments on the book. Telling the story of a catastrophe such as the 29 September 2009 tsunami cannot be an easy task, yet Lani Young-Wendt did it, and suffered in doing so. Between the different chapters of the survivors’ narratives, Lani has inserted her reflections, her emotions, her confessions. They add an even greater value to this book. Lani tells us on page 73 about the celebration of children’s day in Samoa, the October 2009 White Sunday:
“Watching my children up on the stand on Children’s Sunday, always makes me cry. But today was different. Today, my eyes were on the couple who had edged into the back of the chapel a little late. A young man with dark hair and eyes, carefully pushing his wife in a wheelchair. His every movement spoke of protectiveness. She was thin. The chair was too big for her huddled frame. Her leg was bandaged, there were healing cuts on her face. I recognized the couple – and as I did so, my heart sank. No, this was the worst possible day they could have chosen to come to church. No. Not today.
I watched them furtively. The children sang and the woman’s eyes filled with tears. Her husband gripped her hand in his. A little boy grinned mischievously as he stumbled over his words then laughed aloud triumphantly when he was done. And the man started to cry. His shoulders shook quietly as he covered his face with his hands. It was the woman’s turn to comfort him.
I wished someone could have warned them. Told them to stay away on this day of all days. Other parents all around them were smiling as they gazed upon their little ones. Children singing, wriggling under a teacher’s watchful eye. Children smiling and waving when they caught sight of their mum and dad in the audience.
It did not seem right to be so happy when another was suffering so much.  It did not seem right to rejoice in one’s children when another’s had been ripped from them. At the end of the service, we talked to the young couple, but words seemed so inadequate. I’m sorry, I wanted to say. I’m sorry that while I have my children, yours are gone. I’m sorry that they can’t be here today. I’m sorry that happiness is even an option for us.
I’m sorry.”
Albert Wendt, the prestigious Samoan poet and Lani Young-Wendt’s uncle, has described Galu Afi as a ‘ie toga’, the fine mat that is the most valuable and significant object in Samoan culture: “This book is a tribute to those who died, to their lives and courage, and to their loved ones – their relatives and friends – who now have to live with their profound absences and sorrow”.
One needs a lot of courage, a lot of guts to do what Lani has done. She herself has however confessed there were times when she thought she would not be able to keep her commitment to write this book. As in these paragraphs on pages 150-1, which she wrote in November 2009:
“It’s been a month now since I started working fulltime on this project. I have met with survivors from Saleaumua, Satitoa, Lalomanu, Saleapaga, Malaela, Lepa, Vavau. And Poutasi. I have seen children who were saved by parents who held them above the water while they were submerged. I have touched trees that people climbed up to evade the waters. I have taken photos of the wooden cabinet a little boy sat on and floated to safety. I have met frail old ladies in their eighties who were carried on the back of their grandsons to safety. I have listened to mothers weep because they could not save their little ones. I have felt the anger of fathers who could not fight against a tsunami. And I want to listen. And record their stories. And honour their experiences.
But not today. Because today I was afraid. […]
I was desperate to leave Poutasi today. I felt panic claw its way up through my chest as I drove back over the narrow bridge. Thinking about waves. Strong enough to roll cars. Like tumbleweed. We only did three interviews today. But it was enough.
Today I was afraid of the sea. And imaginary killer waves out to get me. […] And I am sorry that I wasn’t up to it today. And I am ashamed too. Because I didn’t have to live through a tsunami. […] So what the heck is my problem?”
I think it’s quite normal to be afraid of the sea, Lani. It is normal, because human beings should not be afraid of any other human being, but we should be afraid of what this planet can do to us. We may feel disgust and contempt for other people, such as those who took to thieving and looting just minutes after the catastrophe, but we must not be afraid of them. The ocean, we can fear indeed.

16 oct 2010

Un cuento: La dentellada

La dentellada

J. Salavert

Había visto las primeras señales unas dos horas antes, pero no las interpretó como algo extraño y terrible.

Ocurrió todo muy rápido. Los pájaros subieron desde la falda de la colina en un hervidero frenético y salvaje; nerviosos, se posaron en las ramas de los árboles de la plantación. Poco antes, los perros habían comenzado a aullar con un lamento extraño e insólito; les había conminado al silencio.

Cinco minutos antes, la tierra había temblado. Fue un largo temblor para lo que acostumbraban a sentir en la isla. Al temblor le siguió apenas cinco minutos más tarde un estruendo sordo, amortiguado por la distancia. Un fragor inhumano avanzó desde el océano a velocidad de vértigo y se abalanzó contra la isla.

Desde su humilde fale no se veía la playa. Le pareció escuchar un rumor difuso, que en realidad era el rugido salvaje de una bestia sedienta de muerte y destrucción. Una masa inimaginable de océano procedente del sur se estaba estampando contra la isla. Desde la cima de la colina, sin embargo, no le pareció que algo extraordinario hubiera sucedido.

Su familia había malvivido toda la vida en esa tierra. Unos años habían sido mejor que otros, saliendo adelante con las cosechas de taro, su pequeña piara de cochinos, algunas gallinas y pollos. Era una existencia muy pobre, que a veces rozaba la miseria. Habían sobrevivido con estrecheces hasta que pudieron convertir una buena parte de aquella selva que les rodeaba en plantación de bananas, que se pagaban mejor que el taro. Tenía también algunos papayos y mangos, y había ampliado el huertecillo para plantar tomates, pepinos y otras verduras. No vivían mucho mejor que lo habían hecho las generaciones de sus padres o sus abuelos, pero al menos ya no pasaban hambre, como había sido el caso durante años, cuando él era apenas un niño.

Era cierto que las familias de la playa vivían mucho mejor, no le cabía ninguna duda. Vivían mejor gracias al dinero palagi. Los Fautua, por ejemplo, habían consolidado ya su negocio turístico, expandido con el paso de los años hasta poder dar alojamiento y comidas a más de doscientos turistas. Habían abierto un restaurante en el que también recalaban muchos extranjeros para saciar su sed con una Vailima fría o un refresco, o para comerse un sándwich mientras contemplaban aquella extraordinaria y hermosa vista del océano Pacifico: la permanente línea blanca del arrecife de coral, y pasada la hermosa blancura del arrecife, otra isla, más pequeña, que destacaba con su verdor exuberante en el este en medio del azul más puro y grandioso.

En realidad no les tenía envidia; prefería su modesta choza a vivir con  el trajín diario de la carretera paralela a la playa, por la que circulaban coches, camionetas y camiones, y algunos de los pequeños autobuses de transporte local, siempre atiborrados de gente camino de la capital o de otros pueblecitos o asentamientos desperdigados por la isla. Y lo cierto era que desconfiaba de los extranjeros. No entendía su idioma ni sus costumbres, tan distintas de las tradiciones ancestrales de su gente.

Durante la temporada seca muchas veces corría el riesgo de quedarse sin agua, pero el pueblo no le quedaba demasiado lejos, y sus vecinos podían echarle una mano siempre que la situación se volviera crítica. Como muchos de los hombres de su generación, había sentido la tentación de emigrar durante muchos años. Pero no lo hizo cuando tuvo la ocasión, y ahora ya no estaba en edad de dejar la isla, la tierra de sus antepasados.

Pues ésa era en realidad la historia de su tierra, de esa isla en medio del Pacífico donde la gente entierra a sus muertos en el jardín, delante de sus casas. Él había oído las historias y anécdotas que contaban los del pueblo acerca de los que años atrás habían partido rumbo a Nueva Zelanda o Australia. Regresaban a veces en esos ruidosos pájaros de hierro que de vez en cuando veía en la distancia. Tenían siempre los bolsillos repletos de dinero, vestían ropas vistosas y calzaban hermosos zapatos de cuero. Hubo alguno que incluso les había mostrado a los lugareños de manera bien ostentosa un reloj de oro. Con él exhibía su poderío económico. También era cierto que muchos de ellos mantenían a flote a sus familias mediante las remesas que les hacían llegar regularmente desde Auckland, Wellington, Sydney, Brisbane.

Minutos después cruzó la plantación y se asomó con un poco de aprensión. La playa había desaparecido. Todas las casas, el restaurante, los fales para turistas en la primera línea de playa, todo había sido arrasado por el agua. En su mayor parte, el agua había regresado al océano igual que un niño pequeño vuelve a las faldas de su madre tras haber hecho alguna travesura. Entre la carretera y el pie de la colina el agua había quedado estancada, formando una laguna donde antes vivían las familias de los que trabajaban en los restaurantes. Todo había sido arrasado; solamente algunos árboles habían podido resistir la embestida de aquel monstruo que se había arrojado con toda su furia y hambre de muerte desde las entrañas del mar.

No le extrañó demasiado que unas dos o tres horas más tarde, cuando ya el asfixiante calor del mediodía se intuía en el aire, surgieran caminando desde el límite de su plantación cuatro turistas. Primero divisó a una mujer que a duras penas llevaba en sus brazos a un niño de unos cinco años; su mirada ida, perdida en otro lugar, que no era aquel donde se encontraba.

La palagi se había cubierto los pies descalzos con una especie de tela colorida, pero de la pierna derecha le brotaba sangre, tenía un corte profundo en forma de V mal trazada y bocabajo. Detrás de ellos venía un hombre, también descalzo; cojeaba del pie derecho y llevaba en brazos a otro niño, de edad similar.

Cuando se le acercaron un poco más, pudo ver los restos de arena en el pelo de la mujer y los niños. Sus rostros estaban desencajados, sucios. Las ropas estaban también muy sucias, como si hubieran cruzado una marisma. La mujer se paró y le dijo algo al palagi que venía detrás, en un idioma que reconoció como inglés, aunque él apenas lo hablaba y en realidad no lo entendía. Nunca había tenido la tentación ni la necesidad de conversar con ninguno.

El palagi se acercó hasta el fale e hizo un gesto. Le estaba pidiendo agua. A pesar de su desconfianza, él se apresuró a buscar un cazo y lo llenó. Se dio la vuelta y se lo ofreció al hombre, quien primero le dio de beber al niño. Luego el hombre se lo pasó a la mujer, quien primero le dio de beber al otro niño y luego tomó un largo sorbo.

Volvió a llenarles el cazo de agua. El palagi tomó entre sus manos el cazo y bebió. Dio un largo sorbo y por fin levantó la vista para devolverle el cazo. Le dio las gracias.

Los ojos del palagi se clavaron por primera vez en los suyos, y él vio en ellos una señal imborrable. Era una rúbrica atroz, aterradora. La marca de una saña violenta, imposible de olvidar. El hombre portaba en sus ojos la dentellada de la muerte, una dentellada profunda, aterradora.

Supo que aquel hombre había quedado herido de por vida por la muerte. Y aquella noche, mientras repasaba los sucesos de aquel día con su familia, comprendió el terror que había visto marcado a fuego y sangre en los ojos del palagi, y supo que iban a reportarle silencio y soledad. Mucho tiempo.

11 oct 2010

Lalomanu en el corazón

El gobierno de Samoa publicó el 29 de septiembre pasado el informe oficial del tsunami del año anterior. El informe da cuenta del desastre, de la respuesta al desastre y de las consecuencias para Samoa, rinde tributo a las víctimas y explica el camino a seguir en la recuperación de Samoa.

El informe está disponible en PDF de baja resolución (1,2 MB) en esta dirección de internet: http://www.mof.gov.ws/uploads/tsunami_publication2_wf_blanks.pdf . (Añadido el 12 de octubre, JS).


De especial interés y orgullo para mí es la inclusión de unos cuantos versos de mi poema 'On Lalomanu Beach' en un lugar muy destacado del informe, nada menos que después de la introducción del Primer Ministro de Samoa, el Honorable Tuilaepa Sailele Malielegaoi.



Las fotografías, tanto la de la portada del informe como la que acompaña mis versos, son el testimonio de lo hermoso que es el lugar. Lalomanu es y será para los samoanos sinónimo de belleza, aunque el casi paraíso que era antes del 29 de septiembre de 2009 haya quedado gravemente dañado. Poco a poco Lalomanu va recuperando su hermosura, pero las marcas de la destrucción que causó el agua asesina siguen muy presentes y visibles.

También en un artículo publicado el domingo 3 de octubre en el Samoa Observer, el Vice-Primer Ministro de Samoa, el Honorable Misa Telefoni, rindió tributo a los niños que perecieron en el tsunami, y citó mi poema 'Lalomanu Sunrise' dentro de su tributo a todas las víctimas de aquel monstruo sediento de muerte y destrucción. Misa Telefoni es también un hombre de letras, y ver mi obra citada en su columna me llena de orgullo, un orgullo que para nada atenúa el dolor y la desesperación del padre que pierde a su hija.

Lo queramos o no, llevamos a Lalomanu en el corazón. Mi familia, mi nombre, mi apellido, han quedado para siempre unidos con dolor y con amor a ese hermoso rinconcito rodeado por las aguas limpias y transparentes del océano Pacífico, y en cuyas orillas crecen palmeras que te hacen soñar con las aventuras de Jim Hawkins, Long John Silver y el simpático locuelo Ben Gunn.

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