Hace unos años, en el transcurso de una cena de celebración del cumpleaños de un buen amigo mío, y a raíz de una conversación que versaba sobre las lenguas peninsulares y su dispar implantación y cuidado en diferentes partes del territorio del estado español, un par de sabelotodos (uno de ellos profesor en una prestigiosa universidad australiana, aunque no necesariamente prestigioso, más bien todo lo contrario) se miraron entre sí con una sonrisita de sarcástica complicidad cuando comenté — de una forma que debiera haber resultado enigmática para ellos, desconocedores de la realidad del estado español, pero la cual no consiguió otra cosa que la típica sonrisita sardónica de quien se escuda en su privilegiada poltrona de dominio administrativo para sentar cátedra — que España es Cataluña, mas la inversión del silogismo terminaba ahí: Cataluña no es España.
La ignorancia, petulancia y engreimiento del antedicho mediocre calculador de horas y dineros, aunque hábilmente escurridizo a la hora de tener que hacer cualquier trabajo que suponga un esfuerzo real, han quedado ahora, unos tres años después, patentemente demostradas. Y es que el tiempo es el único y verdadero juez, que pone a cada cual en su sitio. El Parlament de Catalunya ha aprobado la prohibición del mal llamado ‘arte’ taurino en una clara votación de los representantes elegidos por los catalanes. La decisión, que refrenda el sentimiento de la mayoría de la población catalana, se ha producido apenas dos semanas después de la polémica sentencia del Tribunal Constitucional español.
Que Cataluña quiere distanciarse en su ámbito cultural y social de la barbarie que caracteriza la lamentablemente llamada fiesta nacional debe leerse como algo muy positivo para los catalanes y para el resto de Europa. Es el reflejo de una realidad inequívoca: Cataluña (la mayoría de los catalanes) no se identifica (ni quiere que se la identifique) con las expresiones, signos y símbolos reaccionarios, casposos y atávicos de la España profunda, tenebrosa y lóbrega que se vanagloria de tener la absurda crueldad de torturar a un noble animal como divisa. ¿Matan al animal para que un público sediento de sangre pueda luego emitir un juicio ‘estético’? "¡Que le den la oreja!", dicen. Que les den educación, digo yo.
Con el tiempo es probable que haya más gestos de distanciamiento, incluso más serios e impactantes. Puede que éste sea solamente el primero de muchos. Lástima que en el País Valencià no haya ninguna intención oficial ni popular de tomar pasos para erradicar las brutales e inhumanas prácticas lúdicas que aderezan sus pueblos en las fiestas de verano.