6 oct 2012

Reseña: Oscura monótona sangre, de Sergio Olguín


Sergio Olguín, Oscura monótona sangre (Barcelona: Tusquets Editores, 2010). 184 páginas.

Que el dinero no da la felicidad es algo tan evidente que cae por su propio peso. Sin embargo, los que ostentan posiciones de poder y tienen muchos ceros detrás de la primera cifra de su saldo en la cuenta corriente pueden permitirse a veces crear un mundo aparte, e incluso darle ciertos visos de realidad a cualquier fantasía que alberguen, hasta el punto de vender su alma en pos de la consecución de ese sueño que se resiste a hacerse realidad. Está claro, no obstante, que hay un precio muy alto a pagar: la degradación moral que conlleva esa actitud de no detenerse ante nada les pasará factura, antes o después.

El dibujo bastante esquemático que presenta Olguín de la ciudad de Buenos Aires en Oscura monótona sangre no debe confundirnos. Es una ciudad donde hay una encarnizada lucha de clases, y Olguín transmite bien la tensión que se palpa en las calles (“Al pasar la cancha de Huracán, el paisaje comienza a cambiar: descampados del lado sur, galpones que parecen abandonados a mano norte. … [los automovilistas] disminuyen la velocidad unos metros antes para intentar no pararse del todo o dejan una distancia considerable entre auto y auto para poder arrancar de improviso. Tienen miedo de que alguien se acerque y les robe.”)

Julio Andrada es un empresario de origen muy humilde, que heredó un negocio a partir del cual hizo una gran fortuna y escaló muchos peldaños en la escala social. Olguín nos dice que “hacía ya como treinta años que había tomado por última vez un colectivo y jamás se había subido a un tren de superficie o subterráneo.”Andrada tiene todo a lo que podría haber aspirado cuando era un joven operario que laburaba muchas horas en la fábrica; pero la naturaleza humana es débil e inconformista, y quien tiene mucho dinero se acostumbra a conseguir siempre lo que quiere, sin que le importen las consecuencias para los demás. Pero su realidad le aburre, no le satisface.

Sabiendo que un billete de cien pesos compra varias veces el cuerpo de una adolescente que hace la calle, Andrada se sube a su coche de recio motor alemán y conduce hasta las inmediaciones de la villa 21, una villa miseria más de las que decoran el paisaje conurbano del gran Buenos Aires. A la ventanilla se acerca Daiana, de quince años, que sube al coche y se gana su platita para comprarse paco. Pero eso no le basta a Andrada, que a los pocos días añora a Daiana. De modo que vuelve a la avenida a buscarla, y al no encontrarla, contrata a la Luli. Ella le intenta robar, pero Andrada la persigue y recupera su billetera. Al volver al auto, se encuentra con otro joven ladronzuelo en el coche. En la pelea, lo mata con el extintor de fuegos.

Andrada se ha metido en una espiral obsesiva e insiste en seguir adelante, cueste lo que cueste. Olguín utiliza los estereotipos humanos para crear personajes que podrían sin duda alguna reconocerse entre la abundante fauna humana bonaerense: Atilio, el conserje y confidente; Arizmendi, policía federal retirado que hará cualquier trabajito que le paguen; Florencia, la hija de papi rico, y un tanto caprichosa. Es un mundo verosímil, el de Andrada. Oscura monótona sangre no va más allá de la crónica de unos sucesos: ni explora sus causas ni busca convertirse en juicio moral de los actos de Andrada.

La trama plantea una versión apenas remozada del ya manido tema del viejo enamorado de una niña. La obsesión de Andrada por tener a Daiana para sí solo raya lo ridículo: en realidad, lo que Andrada quiere es el cuerpo de la chica. Y como tiene el dinero para comprarlo, se encasqueta en esa idea y la lleva hasta sus últimas consecuencias. La voz omnisciente del narrador nos dice de Andrada que “su hija, su mujer y Daiana formaban parte de su mismo universo. Él lo veía ahora claro y no le importaba lo que pensaran los demás. Él podía hacer convivir esa escena familiar con su boca besando el sexo de la chica sobre una grúa.” Lo que salva esta novela de Olguín es su ritmo narrativo, rápido y certero, que ciertamente atrapa al lector y le lleva por las calles de Buenos Aires, en pos de la siguiente temeridad o estupidez de Andrada.

No quiero dar a conocer el final, pero sí diré que me decepcionó un poco. En aras de proseguir con el hilo argumental a un ritmo cada vez más acelerado – que la novela se aproxime a su desenlace no debiera implicar que el narrador pierda de vista el control de su trama – Oscura monótona sangre parece en la última parte (de las cinco que componen la novela) un caballo desbocado. Es cierto, no obstante, que es Andrada el que avanza ciegamente hacia el final, ya anunciado en el primer capítulo.

Por último, dado que Oscura monótona sangre le valió a Olguín el Premio Tusquets Editores de Novela del año 2009, al libro no le habría nada mal que esos mismos editores le pusieran un poco de empeño a su trabajo. Aparte de algunos errores de edición (“pero el whisky habían hecho su efecto”, p. 100), cabe preguntarse si frases como “alerta meteorológico” o “aplicar para” son ejemplos de un correcto castellano. Que yo sepa, no lo son.

2 oct 2012

Reseña: Gats al parc, de Alba Dedeu


Alba Dedeu, Gats al parc (Barcelona: Proa, 2011). 197 páginas.


Cuando leo un volumen de cuentos, espero que cada uno de los relatos que componen el libro contenga los suficientes alicientes y sea lo bastante interesante como para no solamente terminar ese relato sino acrecentar mis ganas de leer el siguiente. Conforme avanzaba (a veces a trompicones) en la lectura de Gats al parc, la sensación de insatisfacción y decepción fue creciendo, y en algún momento me rondó la cabeza la idea de dejar el libro a medias.

Gats al parc se compone de siete relatos elegantemente decorados en cada una de las páginas de título con una ilustración a cargo de Gisela Bombilà. El principal problema de Gats al parc es que, en su mayoría, son relatos sin ímpetu, sin fuerza narrativa, desangelados. Los relatos nos muestran a personas corrientes en situaciones nada extraordinarias: una chica que se pasa el día laboral cortando carne en una factoría y que antes vendía ella la carne en su propia carnicería. La suya es una tarea anodina, y por momentos la narración cae en la insustancialidad, y peca de repetición de detalles que no aportan casi nada al relato – sí, es verdad, el sabor del café de máquina es muy inferior al hecho en casa, pero eso ni constituye una historia ni añade prácticamente nada de interés a una trama de por sí coja.

Decepcionante me resultó también el segundo relato, ‘El balneari’, que narra la visita a un balneario de una anciana a la que se le aparecen los espíritus de las personas que significaron algo en su vida. En su conclusión, el cuento no explota las posibilidades de esa puerta a la fantasía que la autora había abierto, y el desenlace es un tanto ambiguo y falto de tensión narrativa.

El siguiente cuento del volumen, ‘Maniquins’, me pareció bastante flojo; es una narración sin un propósito definido, y un final tan previsible como mediocre. La realidad es que no basta con escribir una prosa pulcra, limpia y elegante para captar a un lector: se necesita tensión, hace falta una chispa de imaginación, es necesario proponer un mínimo reto al lector; en mi opinión, ni esa imaginación ni ese reto se hacen presentes en casi ninguno de los relatos que componen Gats al parc.

Posiblemente, los dos mejores cuentos sean ‘Madeleine’ y ‘Nadal’. En el primero, un jovenzuelo inexperto y algo presuntuoso venido de un pueblo se presenta en la casa de su tía Madeleine en la gran ciudad. Su difunto padre y su tía no se hablaban desde hacía años; el chico llega a la ciudad a matricularse en derecho y alberga grandes sueños sobre su futuro, sobre la base del apoyo financiero que le va a prestar su padrastro. La tía Madeleine vive sola – bueno, no sola, sino en compañía de muchos gatos. Es un buen relato con un final algo insulso.

El mejor de los siete relatos es sin duda, y de lejos, ‘Nadal’, una mirada muy crítica al contexto de las típicas y obligadas reuniones familiares por Navidad, y que la narradora describe con mucha gracia y acertada ironía. Alrededor de la mesa y en la cocina se suceden diálogos muy bien trabajados, y los distintos personajes quedan muy retratados con sus propias palabras y las observaciones de la narradora.

Los otros dos relatos exploran temas muy diferentes. ‘Les últimes pàgines del quadern groc’ adopta el formato de un diario personal, en el que una jovencita marroquí con mucha imaginación altera la realidad de su vida y la de sus amigas. ‘Un dia’, por el contrario, no termina de profundizar en los sentimientos de la mujer cuya vida describe, y que está a la espera de un juicio por algo que hizo y que tuvo consecuencias irreparables. El hecho de que no queden explicitadas las causas de su zozobra no ayuda a darle una estructura plausible al cuento, que se pierde en vaguedades sin demasiado interés.

Gats al parc se hizo merecedor en su día del Premi Mercé Rodoreda de 2010. Y cabe preguntarse por qué. Es innegable que la autora tiene un potencial amplio: en algunos pasajes, Dedeu deleita con una prosa pulida, bien escrita. Pero eso no alcanza nunca para crear interés en el lector. Al menos para mí, la principal virtud de un relato breve estriba en que el desenlace te haga paladear el camino recorrido hasta allí. Excepto en el caso de ‘Nadal’, ninguno de los relatos de Gats al parc lo consigue.

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