17 ene 2017

Reseña: The Boy Behind the Curtain, de Tim Winton

Tim Winton, The Boy Behind the Curtain (Australia: Penguin, 2016). 299 páginas.

Una mañana de verano (rondaría yo los 14 años de edad) iba en bicicleta a hacerle un pequeño recado a mi madre cuando pasé al lado de un grupo de chicos conocidos (con los que mi pandilla de amigos habíamos tenido nuestros más y nuestros menos). Uno de ellos llevaba un rifle de perdigones. Bajaba yo tranquilamente la cuesta cuando un perdigón me impactó en la espalda. Desde ese día he odiado las armas. Todas y cada una de ellas.

En el relato autobiográfico que da título a esta colección de ensayos y variados retazos personales del escritor natural de Perth, Winton cuenta cómo durante meses aprovechó las ausencias de sus padres en casa para apostarse en la ventana, armado de un viejo rifle de calibre 22 que había en la casa, y escondido tras la cortina, apuntaba a los transeúntes con él. “Cuando pienso en el muchacho que estaba en la ventana, en el chico que yo era, siento un persistente escalofrío. Por aquel entonces solo tenía una oscurísima noción de los problemas que me estaba buscando. No me imaginaba ni por un momento ser uno de esos desprevenidos transeúntes o conductores, qué habría sentido si al levantar la vista hubiera visto a un pistolero que me apuntaba con un arma. Nunca me había apuntado nadie con un arma.” (p. 6, mi traducción) El chico que me disparó no se ocultaba tras una cortina, sino en el grupo tribal en el que los cobardes suelen esconderse. Quise romperle la escopeta en la cabeza, pero no lo hice.

En este volumen se recogen la mayoría de los artículos y ensayos que Winton ha publicado en diversas revistas y medios en los últimos quince años. La lectura del conjunto nos da una visión muy completa de quién es Tim Winton el escritor, el padre de familia, el surfista, el ecologista comprometido, el observador de la sociedad australiana y la clase política que la rige y la engaña.

Es una colección variopinta, pues los temas que trata son muchos y, en algunos casos, en cierto modo inconexos. Desde el papel que juegan las armas de fuego en la Australia del siglo XXI hasta la absurda y mezquina persecución que sufren los tiburones en las playas australianas, pasando por la influencia de la religión en su formación personal o dos episodios (ambos relacionados con motos) de su infancia que más le marcaron: por un lado, el accidente que sufrió su padre, oficial de policía, y por otro, otro accidente distinto, que presenció con su padre una noche, unos cuantos años después, cuando volvían de una tarde de pesca.

Hay también escritos de carácter esencialmente político, como ‘Using the C-Word’, en el que desmorona con sencillez y conocimiento el mito de que no existen las clases sociales en Australia. Son tremendamente reveladores los ensayos en los que revela su significativa participación en la campaña para salvar los arrecifes de Ningaloo, ‘The Battle for Ningaloo Reef’ (Winton donó el dinero del premio Miles Franklin que ganó con Dirt Music para sostenerla), y ‘Lighting Out’, un relato autobiográfico y metaliterario en el que explica por qué y cómo decidió rescribir esa misma novela y reducirla desde las casi 1200 páginas del manuscrito que se negó a enviar a la editorial a menos de la mitad. Qué pena que después Destino la arruinara al publicarla en castellano.

Escrita en su acostumbrado lenguaje coloquial, la prosa de Winton posee un singular tono que combina el lirismo con la sencillez y la candidez y que a ratos suena a poesía íntima, bastas confesiones sin refinar, pero quizás por ello más redondas por lo que consiguen comunicar. Tanto en el agua como en la tierra Winton es un maestro de la descripción, capturando en imágenes brevemente expresadas el momento, el lugar, la esencia.

Otro de los ensayos en esta recopilación ofrece una curiosísima anécdota sobre la visión del clásico de Kubrick (basada en el libro de A.C. Clarke), 2001: Una odisea del espacio, cuando tenía ocho años, y la duradera influencia que ha tenido en su personalidad y en su escritura. Como con el resto de la ouvre de Winton, me parece difícil que vaya a ver la luz en castellano, o en catalán, lo cual es una lástima. A ver si hay algún editor que se anima.

La lucha por el arrecife de Ningaloo resultó ser algo más que una riña en torno a un proyecto de complejo turístico: fue un combate entre dos formas de ver la vida. En una esquina, el persistente ethos del colonizador, la suposición colonial de que la naturaleza existe para ser explotada – que no tiene un valor intrínseco, que siempre habrá más. Y en la parte opuesta, la idea de que la naturaleza tiene valor por derecho propio – que hace falta estudiarla, cuidarla y utilizarla con sumo cuidado para incrementar sus posibilidades de perdurar, porque todos sus sistemas son finitos. (‘The Battle for Ningaloo Reef’, p. 159, mi traducción). Fotografía de Eugene Regis.

La evidencia sugiere que nos atribuiremos el permiso de hacerle al tiburón cualquier cosa. Es por eso que continúa prosperando el bárbaro comercio de la aleta de tiburón, es por eso que los grandes tiburones pelágicos han desaparecido en todo el mundo sin que nadie se inmute, es por eso que es improbable que los chicos que mutilan y torturan a los tiburones bajo los muelles de los municipios costeros de toda Australia reciban una reprimenda, por no hablar de que sean condenados por infracción alguna, y es por eso que a la gente biempensante en ciudades como Sydney y Melbourne les parece bien comprar carne de tiburón bajo el nombre comercial falso y engañoso de flake, aun a medida que sus números decrecen. De todos los recursos pesqueros cercanos al colapso, el tiburón es el que menos probabilidades tiene de avivar nuestra conciencia colectiva. Porque fundamentalmente el tiburón no importa – he ahí el subtexto tenaz, perenne. La demonización de los tiburones nos ha cegado la vista, no solamente respecto a nuestro propio salvajismo, sino también a nuestra despreocupada hipocresía. (‘Predator or Prey’, página 209, mi traducción)

Puede que Australia sea un país deslumbrantemente próspero, y dispuesto a proyectar la imagen de una sociedad sin clases para el país mismo y para los demás, pero todavía está estratificada socialmente, aun si son menos los indicadores obvios de la distinción de clases que existían hace cuarenta años. El acento no es, por supuesto, uno de ellos. Tu código postal pudiera resultar revelador, pero no es concluyente. Ni siquiera la ocupación de una persona puede ser algo fiable, y este mundo superficial jamás ha resultado ser tan complicado para hacerle una lectura. En una época de regímenes de crédito relajados, lo que la gente vista o conduzca es algo engañoso, igual que lo es el tamaño de las casas en las que viven. A los australianos les ha dado por vivir de manera ostentosa, proyectando aspiraciones sociales que deben más a la industria del entretenimiento que a una ideología política. La medida más sólida del estatus social de una persona es la movilidad, y la principal fuente de ella reside en los ingresos. Bien nazcas con dinero, bien lo acumules, es la riqueza lo que determina la elección de educación, vivienda, atención sanitaria y empleo. Es también un indicador de salud y de longevidad. El dinero continúa hablando con la voz más alta, incluso cuando lo a veces lo haga desde las comisuras de la boca, Aun si habla con la boca completamente tapada. Y a los gobiernos ya no les apetece realizar una redistribución de la riqueza. Tampoco les gusta intervenir para abrir enclaves y derribar barreras que impiden la movilidad social. Según parece, estas son tareas cuya responsabilidad recae en el individuo. (‘Using the C-Word’, p. 231-2, mi traducción). Fotografía de D.A. Eaton.

11 ene 2017

Reseña: How the Dead Live, de Will Self


Will Self, How the Dead Live (Londres: Bloomsbury, 2000). 404 páginas.
A sus 65 años, la londinense Lily Bloom (son innegables los ecos de Joyce), una energética mujer judía antisemita nacida en los EE.UU., se está muriendo. Si hay algo de lo que pueda presumir Lily, es una portentosa lengua viperina, y en unas cuatrocientas páginas nos lo va a contar todo, de pe a pa: tanto la historia de su vida como la historia de su muerte y lo que le sigue a esta. La novela comienza – algo sorprendentemente – con el epílogo; en realidad se trata de un pequeño artificio narrativo que le sirve a Self para manejar el resto del material a su antojo.

Desahuciada por los médicos, Lily decide irse a su casa a morir. Sus dos hijas son como el día y la noche – Charlotte, la mayor, es la acaudalada y estirada; la menor, Natasha, es adicta a todas las drogas que se le pongan al alcance de la mano y hará cualquier cosa por conseguir la pasta necesaria. Las horas inmediatamente anteriores al óbito de Lily (que finalmente se produce en el hospital) le permiten a Self confeccionar una narración desternillante por boca de Lily, que no deja títere con cabeza.

Una vez difunta, a Lily la viene a buscar un inverosímil aborigen australiano llamado Phar Lap Jones, quien será su guía en el más allá. Hay un moderno Caronte, un taxista de origen griego llamado Kostas, y muchos requisitos burocráticos que cumplimentar. Vamos, como en la vida misma, ¿no?

El caso es que, si ya en vida Lily se pasaba el tiempo denigrando, criticando y despotricando contra todo bicho viviente (empezando por sus propias hijas, pasando por los médicos y terminando con la enfermera que va a cuidar de ella en sus últimas horas), ¿qué otra cosa puede hacer en la eternidad de la muerte sino exactamente lo mismo? Esta es verdaderamente la esencia de How the Dead Live: una extensísima invectiva contra todo y contra todos, en la que Self hace uso de su mordaz sentido del humor, de su ingenio y facilidad para el juego de palabras y de sus irrefrenables dotes para confeccionar los exabruptos más ofensivos.

Y no es que consiga sostener ese ritmo frenético inicial ni el nivel de exquisitez literaria durante las cuatrocientas páginas. Ni mucho menos. A ratos uno se pregunta qué demonios busca el autor, aparte de criticar a la clase media británica con un sarcasmo cáustico y brutal y con múltiples referencias sexuales, a veces una pizca gratuitas. Hay episodios que te hacen partirte de risa, es cierto: pero son los menos en una trama que se extravía desde unos barrios ignotos de Londres hasta el outback australiano. Para cuando Self quiere recuperar el hilo (y con este a un lector tan distraído como yo), quizás ya sea tarde. Lily termina su muerte sin pena ni gloria. Eso sí, antes de ello soltará unas cuantas andanadas contra sus hijas, Tony Blair, la familia real inglesa, Saddam, Winnie Mandela, los Bush y todo bicho viviente.

Si no te molestan el exceso, el cinismo, el exabrupto y la rechifla, este es un libro para ti. De lo contrario, abstente. Eso sí, no estaría nada mal que Will Self creara una novela similar alrededor de cierto personajillo mezquino, soez y dado a la mentira que en apenas una semana va a asumir un puesto de poder que nunca debió haber alcanzado. Por desgracia, ya es tarde, y parece que tendremos que lidiar con eso.

How the Dead Live fue publicada en castellano por Mondadori en 2003 (Cómo viven los muertos); la traducción corrió a cargo de Ignacio Infante.

3 ene 2017

Nouvelle-Calédonie: a unique destination in the Pacific

The waterfront at Anse Vata, Noumea. C'est ne pas Paris!
Despite being officially designated as a special collectivity of France, one never stops getting the feeling that New Caledonia is very much a colony. There seems to be a huge gap between the capital, Noumea, and the more remote communities. But more about this below.

The main island of the archipelago, Grand Terre, is certainly big enough for the visitor to dedicate a few days to the exploration of its numerous coastal attractions and to admire its rugged yet now mostly bare mountains. The reasons for their bareness seem to be principally two: in the 19th century, sandalwood was a much sought-after commodity, and so the native forests were razed quickly. Today gum trees, pine trees and bamboo, among other introduced species, are visible along the roads all over the main island. Reason number 2 is the exploitation of nickel ore, present almost everywhere on the island. Big gashes are visible on mountains, while rivers and creeks carry a great deal of reddish pigments.

Unlike other Pacific Islands where Christian churches have become the foremost socio-political feature (Samoa is one place that comes to mind: only a couple of weeks ago, PM Tuilaepa’s Government tabled a seriously perilous Constitution Amendment Bill whereby Samoa will become an officially Christian State), New Caledonia appears to be rather less pervaded by the type of fundamentalist religiousness that makes easy-going visitors feel a little uncomfortable when not completely alienated. At least in Noumea, there is a generally straightforward and liberal vibe, although alcohol consumption is a clear problem.


Graffiti on a picnic table speaks volumes..


Ybal Khan, 'Determiné'. Words for a struggle.

Moreover, New Caledonians are considered French citizens, and therefore any European Union passport-holders can ingress without a visa. How long will this last? Who knows. Most of the waitpersons I talked to in Noumea were French backpackers who are actively seeking a different future for themselves. But away from the capital, things are very different. The economic gap between wealth and poverty is striking, and makes you wonder...

Because pictures tell a story much better than words, here are a few images, tips and comments for any potential visitor to this unique Pacific enclave.

1. The beaches are wonderful, the waters are clean. There are many options within easy reach from Noumea, and others a few hours away by car.
Plage de Carcasonne (Plum), about one hour away from Noumea

The beach at Poé, about 2 hours north of Noumea on the west coast. Sublime!

The locals in Waho (east coast) were trying to catch their lunch while we watched in the rain.

As if a pristine beach were not enough... Wadiana waterfall and waterhole (Tribu Goro) on the eastern coast, The sea is just metres away.
2. The Aquarium at Anse Vata is a must-see, especially if you're not into diving or snorkelling. Wonderful specimens.



3. Opened in 1998, the Jean-Marie Tjibaou Cultural Centre in Tina affords a magnificent understanding of the indigenous cultures of New Caledonia, particularly the Kanaks. It's a splendid building set on a narrow peninsula, it was designed by Italian architect Renzo Piano. The collections are really worth the visit.
Centre culturel Tjibaou
Kanak warrior
The traditional planting of taro
A poignant portrait of suffering in the wake of a cyclone
The traditional home of the Kanak
Composition using water bottle tops
4. Apart from the coastal areas, the landscape can be quite spectacular. These two shots are from the Poé Area: tall, majestic araucarias on Baie des tortues (Bay of Turtles) and impressive rock formations at low tide.


5. In Noumea, prices are Parisian, which should not surprise anyone. A no-frills dinner for a family of four will set you back more than €100. An affordable option in Anse Vata is a place called Stone Grill, where you can cook your own fillet of yellow-fin tuna. Fresh, nutritious, unbeatable for taste, and just under €25.


6. Most likely, the best thing about the megacruises that plague Noumea on a daily basis is the fact that they never stay overnight, and make for good sundown photographs with ocean backgrounds. Au revoir! Bon vent!

1 ene 2017

Reseña Family Life, de Akhil Sharma

Akhil Sharma, Family Life (Nueva York, Faber & Faber, 2014). 210 páginas.
Existe en estos comienzos de siglo una sobreabundancia de novelas cuyo principal tema es la migración y la dureza del empeño que conlleva adaptarse a una tierra extraña; ciertamente, la diáspora india ha sido una de las más prolíficas en este sentido. Cabe destacar títulos como The Lowland o The Namesake, de Jhumpa Lahiri, Odysseus Abroad o Afternoon Raag de Amit Chaudhuri; pero también hay otros puntos de vista, como la perspectiva nigeriana en Americanah de Chimamanda Ngozi Adichie, o la zimbabuense de NoViolet Bulawayo con We Need New Names.

Sharma es un autor nacido en Delhi pero mudado a los Estados Unidos durante su infancia, y su creación conforma una corta lista, con una sola novela ambientada en India, An Obedient Father, ya reseñada en este blog hace poco más de un año. La historia que narra Family Life está basada en su propia experiencia, aunque sea primordialmente una obra de ficción. Es difícil, en todo caso, deslindar los datos autobiográficos de los episodios ficcionales, y quizás nunca quede claro en cuál de los dos lados está la experiencia auténtica.

Como le sucedió a la familia Sharma, a los Mishra, emigrados a los EE.UU. a finales de los 70, el sueño americano les parecía posible. Pero todo se estropea cuando el hermano mayor de Akhil/Ajay, que iba a comenzar estudios en un distinguido centro del Bronx, sufre un terrible accidente en una piscina durante las vacaciones de verano, se golpea contra el fondo y queda inconsciente en el fondo. Para cuando logran sacarlo, los daños al cerebro son enormes e irreversibles.

Del entusiasmo ante las comodidades y lujos como agua caliente y televisión que el mundo desarrollado les ofrece a los recién llegados, los Mishra ven cómo de repente el sueño de Birju, el hermano mayor, se hace añicos en el fondo de una piscina. El dinero del seguro, cuando llega, nunca será suficiente para atender las necesidades del chico discapacitado de por vida. Los planes de la familia cambiarán para siempre.

La historia está narrada en primera persona por Ajay, el hermano menor (en una reconstrucción exacta de la experiencia vital de Akhil Sharma). Family Life es una comedia negra repleta de ironía, aunque en sus esfuerzos por dotar a la narración de tonos cómicos efectivos Sharma se excede en ocasiones y llega a la caricatura, como cuando Ajay trata de ganarse la simpatía y la amistad de sus compañeros de clase mediante exageraciones sobre las virtudes que poseía su hermano antes del accidente, o por medio de descripciones con detalles grotescos cuando no soeces sobre el tratamiento que recibe Birju.

Es en la visión descarnada del impacto que el accidente tiene sobre los padres donde Sharma sí consigue, a mi parecer, capturar la atención del lector. Escrita con sencillez y claridad, el autor busca ponernos a la vista el dolor irreparable, la congoja interminable de unos padres que nunca van a poder superar la pérdida, el vacío de una vida (la del hijo mayor) que jamás se realizará como habían planeado.

Las reacciones de ambos son muy diferentes (como suele ser habitual en estos casos). Mientras el padre se abandona al alcoholismo y está a punto de perder el empleo, la madre recurre a curanderos, impostores y parlanchines de toda guisa y estilo. Los sacrificios económicos serán numerosos, y les conducirán a situaciones de humillación e indignidad.

La narrativa tiene una clara trayectoria: desde los recuerdos que Ajay conserva de la India que dejó con pocos años (la escena en la que regala sus juguetes a los niños más pobres del barrio es sumamente emotiva) al barrio de Queens en Nueva York al sentimiento de culpa que angustia al niño que de pronto tiene que hacerse mayor y cuidar de su hermano. Sharma se cuida mucho de dotar a la narrativa autobiográfica de Ajay de sentimentalismo alguno. Todo el sufrimiento (si lo hay) está sublimado en las palabras de un adolescente que nunca termina de explicar sus sentimientos.

Es por eso quizás que al final de la novela (la cual no cuenta con un desenlace propiamente dicho) Sharma traicione al narrador Ajay. El último capítulo nos sitúa ante un Ajay situado en un puesto de poderío financiero que le permite cuidar de sus padres y su hermano, pero la suya es una voz cínica y postiza. Como lector que conoce muy bien de qué está hecho el dolor, se me hace difícil suscribir la idea de que el narrador se declare un falsario consumado. Casi que hubiera sido mejor prescindir del eslabón final de la cadena narrativa.

Family Life se publicó en castellano en Anagrama en 2015, con el título Vida de familia, en traducción a cargo de Jaime Zulaika.

22 dic 2016

Reseña: The Server, de Tim Parks

Tim Parks, The Server (Londres: Harvill Secker, 2012). 278 páginas.
De todas las religiones a las que he estado expuesto en mayor o menor medida, o que me hayan picado la curiosidad en algún momento, quizás sea el budismo la que reúne más méritos. No son, en cualquier caso, suficientes para disuadirme de mi ateísmo militante. En todo caso, vaya por delante que la lectura de The Server no ha dado lugar a cambio alguno en la posición que mantengo.

Veamos. ¿Qué demonios hace durante más de ocho meses Beth Marriot en un retiro budista en la campiña inglesa? Beth es la cantante de un grupo de rock, Pocus, que mantenía dos rollos paralelos, uno con el guitarrista del grupo y otro con un pintor que la dobla en años; además, en ocasiones Beth experimentaba también con la bajista del grupo, cabe suponer que con el mero fin de pasar el tiempo de manera algo diferente. ¿Quién sabe?

Tras su primera estancia de diez días, Beth decidió seguir en el Dasgupta Institute como voluntaria. Han pasado ya casi nueve meses, nos dice, y continúa enfrascada en la rutina de preparación de las comidas vegetarianas, la limpieza de baños y la meditación que se inicia todas las mañanas a las 4. Pero empieza a estar un poco harta.

El sexo está prohibido en el Dasgupta Institute. No solo el sexo: todo contacto físico, la carne, el tabaco, el alcohol, el teléfono móvil (¡qué horror!, dice con sarcasmo un servidor, que ni siquiera es propietario de uno de esos cachivaches) e incluso las conversaciones con los meditadores. Hombres y mujeres están segregados a todas horas (excepto en el caso de los sirvientes, como la del título). Se come dos veces al día (desayuno y almuerzo), se medita mucho y se pasa mucho tiempo en solitario. Unas vacaciones ideales, vamos.

Sea lo que sea lo que ha llevado a Beth a esconderse en el Dasgupta, lo cierto es que uno no puede desembarazarse de su pasado, como si se tratase de un jersey viejo y maltrecho. No es tan fácil, ¿verdad?

Pero los que llevan las riendas del retiro budista están empezando a emitir señales de que ha llegado la hora de que Beth abandone su escondrijo. La propia Beth está quebrantando algunas pequeñas reglas y rebasando los límites del debido decoro en un lugar de recogimiento y entrega a la meditación.

El problema es que, en realidad, Beth no es más que una niñata que busca llamar la atención; una jovencita inglesa vacua y caprichosa, y los esfuerzos de Parks por dotarla de algo de personalidad no son suficientes para rescatar esta novela, la cual, en cualquier caso, es ambiciosa.

Lo es, porque Parks, un escritor muy capaz, como ya me demostró en Destiny, escoge la forma del monólogo para contar esta historia. Sus observaciones sobre los usos y costumbres que reinan en el Dasgupta son acertadamente irónicas. Pero como narradora, la voz de Beth se hace fatigosa con el paso de las páginas: la reiteración de la repetición como recurso estilístico, los predecibles juegos de palabras, las bromas facilonas, etc.

Si algo es eficiente, es sin duda el enorme embrollo mental que lleva esta atractiva (ojo, no se cansa de decírnoslo) muchacha en la cabeza. Hay además un juego narrativo añadido: Parks hace que Beth sustraiga el diario y una carta de uno de los meditadores; los comentarios que Beth hace sobre el hombre del diario y sus posteriores dimes y diretes añaden un poquito (poco, en verdad que no mucho) de aliciente a una trama que, por momentos, decae.

Hacia el final el diario que Beth está escribiendo (en realidad una escritura que ocurre casi dos años después, nos confiesa en el último capítulo) revela los detalles de los incidentes que la llevaron a ocultarse de familia y amigos tras un accidente playero que la llevó al hospital y que terminó con un joven francés muerto. Para entonces, el lector puede haber confeccionado ya un retrato y un juicio de esta malcriada, egoísta y presuntuosa heroína, y descartar la resolución que propone Parks como harto inverosímil e innecesaria.

18 dic 2016

Reseña: Dragonfish, de Vu Tran

Vu Tran, Dragonfish (Nueva York: W.W. Norton, 2015). 298 páginas.
El oficial de policía de Oakland, Robert Ruen, está sentado en el interior de su coche, vigilando el exterior de su casa. Ha estado recibiendo llamadas al teléfono de su casa en las que nadie dice nada. Silencio absoluto.

Entonces vi a un flaco chico asiático – un adolescente; pasó por delante del coche, se giró y se acercó a la ventanilla. Me sonrió y me hizo un ademán para que la bajara. No parecía llevar nada en las manos. Llevaba puesta una gorra de los Dodgers y una chaqueta azul, también de los Dodgers, que le venía grande y que llevaba abrochada hasta la garganta. Por su sonrisa parecía como si estuviera haciendo una pose para una cámara, y cuando se agachó para mirarme, no pude ver otra cosa que no fueran dientes.
Bajé un poco la ventanilla.
Qué tal, agente me dijo. Hace una buena tarde, ¿eh? Me pasó entonces una nota plegada a través de la rendija, y antes de que yo pudiera decirle nada, ya se había marchado a buen paso y había dado la vuelta a la esquina del edificio.
Reconocí el papel amarillo, el logotipo del Departamento de Policía de Oakland, arrancado del bloc que estaba en la mesa de la cocina. Las palabras estaban escritas con esmero en tinta roja. Hemos venido de Las Vegas. Deje el arma en el coche y venga al apartamento. Solo queremos hablar. Siga nuestras instrucciones, y nadie terminará lastimado. (p. 11, mi traducción)
Habían pasado unos dos años desde que Ruen se divorció de su esposa vietnamita, Suzy. Cuando a través de la mejor amiga de Suzy, Happy, Ruen se entera de que el nuevo marido de su exmujer, un hampón vietnamita afincado en Las Vegas llamado Sonny, le ha propinado una paliza y la ha lanzado escaleras abajo en su casa, Robert acude a Las Vegas dispuesto a darle su merecido. Y en cierto modo, lo hace. ¿Han venido a ajustar cuentas con él?

Hay que dejar claro, sin embargo, que Dragonfish no es la típica novela de detectives. Ni siquiera se puede catalogar como tal. Tran recurre al género detectivesco para ayudarse a bosquejar un estudio de la emigración, particularmente la vietnamita, a los Estados Unidos tras esa guerra que los vietnamitas llaman la Guerra Americana, y que curiosamente el resto del mundo conoce como la Guerra de Vietnam.

The small dragonfish is an endangered species. Photograph by Hans Hillewaert.
Y lo cierto es que, en su trabajo como autor debutante (es su primera novela) su desempeño es más que notable. Con dos narradores diferentes, Vu Tran traza una historia repleta de interrogantes desde el principio.

Los hampones llegados desde Las Vegas han venido a buscar a Robert porque Suzy ha desaparecido. Para su exmarido, eso no supone ninguna noticia. Era algo que Suzy (Hong es su nombre vietnamita) ya había hecho en numerosas ocasiones mientras estuvieron casados. De manera que le ‘invitan’ a venirse con ellos a la ciudad de los casinos en mitad del desierto y le encomiendan la misión de encontrarla. Para ello, le reservan habitación en el Hotel Coronado (usando su propia tarjeta de crédito; pero qué amabilidad tienen estos matones), justo en una habitación contigua a la que Suzy ha estado reservando todos los miércoles en las últimas semanas; curiosamente, es un hotel al que Sonny y su hijo tienen vetado el acceso.

En esa habitación encontrará no a Suzy, sino a su hija Mai, de cuya existencia Robert no sabía absolutamente nada. Y una maleta llena de 100.000 dólares. ¿De verdad extraña tanto Sonny a su mujer, o es el dinero lo que echa en falta? ¿Sabe quizás Sonny que Mai está viva, no muerta como Hong le había dicho?

La parte detectivesca tiene como narrador a Robert, que actúa más como observador que como personaje desarrollado plenamente. La segunda narración, también en primera persona, es la historia de la emigración de Hong después de la guerra, y Tran la intercala en la trama de la novela de forma bastante experta, sin apenas fisuras.

Hong cuenta su pasado en una especie de diario (que Tran nos presenta en inglés): el porqué de su huida de Vietnam, la captura de su joven marido por el Vietcong y su posterior traslado a un campo de reeducación, en el que le someten durante varios años a maltratos y donde contraerá una enfermedad incurable; la escapada de madre e hija en un abarrotado barco pesquero (escenario recreado también hace unos años por Nam Le en ‘The Boat’), los episodios dramáticos que ambas vivirán en el barco, y finalmente su llegada a una isla malasia donde conocerá a Sonny en el campamento de refugiados. El diario cuenta también traslado de madre e hija a Los Ángeles, donde vivirán con los familiares de su marido ya difunto, y por último su huida, abandonando a Mai sin dar explicación alguna.

Mai dirigió otra vez la mirada hacia la aguja del Stratosphere, y siguió la sombra del cuerpo en su caída junto a los muros blancos de la torre. Estaba jugando con una ficha azul del casino, volteándola a ciegas sobre los nudillos de su mano derecha, de modo que pareciera que se movía sola. “Aquí hay más suicidios que en ninguna otra parte de América”, reflexionó en voz alta. “He oído que muchas camareras de hotel se encuentran huéspedes muertos en las habitaciones todo el tiempo. En la cama, en el baño, hasta sentados en el aseo.” (p. 182, mi traducción). Fotografía de Grombo.
El trauma de la emigración forzosa, el trauma de la pérdida de los seres amados, el trauma de la adaptación a una tierra extraña cuya lengua no dominaba. Son los elementos temáticos realmente esenciales en Dragonfish. Tran se asegura además de presentarnos a Sonny también como alguien damnificado por la diáspora. Del diario de Suzy transcrito en la novela resulta evidente que ella no busca utilizar a las personas; lo que le resulta imposible es conectar con los demás, ni siquiera con su propia hija.

Escrita en una prosa limpia y fluida, con sucintas descripciones, Dragonfish cumple con los requisitos de la novela de misterio, pero además aporta una visión muy realista de personas descolocadas, desplazadas de su mundo e incapaces de encontrar su pequeño nicho en otro país. Tran mantiene el nivel de misterio hasta el final (con varias muertes y otras sorpresas incluidas). Y, de hecho, no nos proporciona una resolución completa. Lo cual se agradece.

Eran las 7:45 y estábamos a pocas manzanas del Stratosphere, pero cuanto más nos acercábamos al bulevar, peor se ponía el tráfico. Un embotellamiento de cuatro carriles, las limusinas y los taxis impacientes cambiando de carril constantemente, y los carteles móviles de bailarinas casi desnudas que iban desfilando junto a nosotros como si se tratara de un peepshow ambulante. Uno de cada dos coches tenía matrícula de California, lo que me hacía preocuparme más todavía por poder mandar a Mai fuera de la ciudad lo antes posible.” (p. 246, mi traducción). Fotografía de Mike Russell.
¿Quién no te asegura que, en tu próxima visita a Las Vegas, te encuentres no solo al rey Elvis (como aseguraba uno de los personajes de Pynchon en Inherent Vice) sino también a Suzy/Hong?

14 dic 2016

Reseña: Vive como puedas, de Joaquín Berges

Joaquín Berges, Vive como puedas (Barcelona: Tusquets, 2011). 296 páginas.
Luis es ingeniero, tiene 43 años y vive en una pequeña ciudad indeterminada de España. Su hobby secreto es la escritura de guiones para comedias situacionales. Un tiempo después de divorciarse de Carmen, la mujer que atrapó su corazón por primera vez, se casó con Sandra. Ahora tiene en total cuatro hijos: dos con Carmen (Cris y Álex) y dos con Sandra (Valle del Indo y Everest del Himalaya – la primera es la hija de Sandra con un hippie ya difunto, el segundo es de Luis y Sandra).

Berges comienza su divertida novela de enredos con el diario de Luis. ¿Por qué ha decidido éste iniciar un diario de pronto? Posiblemente porque es el tipo de artificio que necesita el autor para hilvanar la enrevesada trama. Este diario cuenta sin embargo con una segunda voz que ejerce de sarcástica comentarista, entre paréntesis, la cual, bien pronto queda claro, es su mujer Sandra. El diario nos sirve para desentrañar los pensamientos de Luis, quien en cuestión de meses parece abocado a arruinar su vida, y todo porque, en realidad, no se siente feliz.

Vive como puedas está escrita con dos voces narrativas. Por un lado, está el diario; por el otro, un narrador omnisciente que sigue a Luis y reproduce acertados diálogos, muy dinámicos y realistas. Sospecho que Berges ha escrito una historia que quedaría muy bien plasmada en un largometraje, en la típica comedia enrevesada que tanto éxito suele tener en España.

Que Luis es un personaje excéntrico quizás no haga falta decirlo. Si en la segunda página de la novela nos confiesa que odia los espejos, no es nada difícil darse cuenta con el transcurrir de sus peripecias que lo que le pasa, al fin y al cabo, es que sufre una fuerte falta de autoestima.

Además de los diálogos, que ciertamente destacan por la chispa que ofrecen, lo mejor son los hilarantes episodios que cuenta Vive como puedas. Hay de todo: cuando Luis se bebe una taza de caldo para cenar y descubre por la mañana que era el mejunje tóxico que su hija Cris había preparado para ablandar una calavera para un trabajo académico en la Facultad de Medicina; cuando su madre se toma una pastilla de éxtasis creyendo que era una aspirina, que estaba en el bolsillo de la cazadora de Luis; los repetidos encuentros con un policía local a las puertas del colegio de Valle y Everest; un paseo por una playa nudista tras el que tanto él como sus dos hijos varones terminan con sus partes nobles torradas por el sol.

Para colmo (hay una corriente subterránea propensa a la hipérbole y la exageración en toda la novela), Luis se lía con la maestra de su hijo Everest, y tras una noche de pasión ella queda embarazada. Berges riza el rizo del enredo, y para cuando es necesario alcanzar un desenlace, éste resulta ser dramático. Nada había preparado al lector para una resolución que roza lo trágico.

El problema, al menos para mí, es que Berges persiste en darle un cariz histriónico a la historia incluso cuando ésta ha dado un brutal giro de 180 grados. La vida, como bien sabemos todos, es una tragicomedia, pero darle una dirección burlona al que era un desenlace infausto (al episodio de la persecución a los traficantes de éxtasis con la efectista aparición de las cenizas de la madre de Luis me refiero) desvirtúa el buen hacer anterior del autor.

Entretenida, divertida y muy exagerada en todos los aspectos. Pero dudo mucho que me apeteciera ver una versión llevada al celuloide.

10 dic 2016

Reseña: Grant & I, de Robert Forster

Robert Forster, Grant & I. Inside and Outside The Go-Betweens (Australia: Penguin Random House, 2016). 339 páginas.
Hace la tira de años, un tema habitual de conversación entre amigos giraba en torno a cuál de los dos Beatles, Lennon o McCartney, era nuestro compositor favorito. Admito que, si en un principio las melodías de Paul me resultaron más pegadizas, a la hora de la verdad fue John el que ganó en esa competición inexistente.

La verdad es que lo mismo me podría haber ocurrido con The Go-Betweens, el grupo formado en Brisbane por Robert Forster y Grant McLennan a finales de la década de los años 70. Forster y McLennan fueron los dos compositores del grupo hasta la muerte del segundo en mayo de 2006. Dos tipos diferentes (uno alto, el otro bajo), dos personalidades bien distintas, dos formas de concebir la música, pero, tal como cuenta Forster en este libro, los dos compartieron una amistad a prueba de bomba.

Robert y Grant en Alemania. Fotografía de Barbara Mürdter.
Soy quizás (digo quizás porque las matemáticas nunca son perfectas en estos casos, pero las probabilidades son muy altas) la única persona que haya visto un concierto de The Go-Betweens en Valencia y en Canberra, con más de dos décadas de distancia entre ambos. Hubo otros dos conciertos (ambos acústicos) en Sydney antes de que se reformara el grupo como tal, y una hora de Grant McLennan en solitario con su guitarra, haciendo de telonero para una banda de ruido electrónico de finales de los 90 cuyo nombre no recuerdo, en un oscuro bar (un hotel, como los llamamos en Australia) del inner west de Sydney, en alguna parte de Parramatta Road.

Esta es, obviamente, la versión de Forster de la historia de The Go-Betweens. McLennan no podrá contar la suya, pero dudo que hubiera diferido mucho. Forster la narra con delectación, mucho humor y (es de asumir) grandes dosis de honestidad – puede que The Go-Betweens hayan sido el grupo de rock más infravalorado de la historia, y sin embargo, lo que queda muy claro con este libro es que sus dos fundadores supieron complementarse desde un principio.

Se conocieron en la universidad, en Brisbane. Estaban los dos matriculados en el mismo curso de literatura inglesa, y descubrieron que compartían gustos literarios y cinematográficos. Y todo lo que después sucedió bien podría no haber tenido lugar: “A principios de 1977 le pregunté a Grant si quería formar un grupo conmigo. ‘No’, fue su tajante respuesta.” (p. 86, mi traducción). Por fortuna, la siguiente vez que hablaron del tema, Grant aceptó. Ese mismo año formaron el grupo, y su primera actuación fue una pequeña revelación. Interpretaron ‘Karen’ ante una reducida audiencia que recibió el tema con entusiasmo.


“Un atento silencio se extendió por la sala cuando empezamos la canción, provocado por el ritmo hipnótico de su largo preámbulo; tuve la sensación de poseer una fuerza que no había conocido nunca en el momento de acercarme al micrófono para pronunciar las primeras frases: ‘I just want some affection/ I just want some affection/ I don’t want no hoochie-coochie mama/ No backdoor woman/ No Queen Street sex thing’.
Llevaba mucho tiempo esperando poder decir eso. Era esta la declaración de un veinteañero, un manifiesto antirockandroll en su rechazo a los clichés sexuales, con una referencia local, para más inri. Y seguía así: ‘Helps me find Hemingway/ Helps me find Genet/ Helps me find Brecht/ Helps me find Chandler/ Helps me find James Joyce/ She always makes the right choice’.” (p. 38, mi traducción)
Había nacido una pequeña leyenda, pero por aquel entonces ellos no lo sabían.

Naturalmente, el salto a Londres en la década de los 80 comprende una buena parte del libro. En una época en la que no existían las herramientas tecnológicas que hacen tan fácil la comunicación en 2016, marcharse a Londres a intentar abrirse camino en el dificilísimo mundo de la música joven de finales del siglo pasado fue toda una aventura. Los resultados fueron una de cal y otra de arena. Fue algo muy raro que no lograran ningún gran éxito que los encaramara a lo más alto de los superventas. La cuestión es: Sin dinero, ¿ya no hay rock and roll?

De los capítulos sobre sus años en Londres, se evidencia la insalvable dificultad de abrirse un camino fácil en el mundo del disco. Como tantísimos otros grupos, The Go-Betweens se pudieron ganar la vida con su música, y poco más. En algún momento llegaron a vivir en un squat londinense porque no podían pagarse un alquiler. La seguridad económica les fue esquiva, pero no creo que fuera por falta de grandes canciones. Desde ‘Cattle and Cane’ a ‘Streets of Your Town’, pasando por ‘Your Turn, My Turn’ o ‘Spring Rain', había calidad de sobra.
Cattle and Cane
Un momento particularmente significativo (obviamente memorable para Forster) se produjo cuando oyeron en el squat de Londres por primera vez su tema ‘Cattle and Cane’ en la radio de la BBC: “En nuestro improvisado dormitorio en una habitación detrás de la de las lesbianas, una mañana nos despertaron unos gritos: ‘¡Estáis en la radio! ¡Estáis en la radio!’ Acudimos a trompicones a la habitación frontal de la casa, donde pudimos oír cómo sonaba la parte final de ‘Cattle and Cane’ en el programa matinal de la BBC 1. ‘Hemos escuchado Cattle and Cane’, anunció una voz alborozada que yo no había oído nunca antes en relación con nuestra música, ‘de un grupo llamado The Go-Betweens. No sabemos nada en absoluto sobre ellos, pero nos parece que es un disco sencillamente ma-ra-vi-llo-so.’” (p. 120, mi traducción)

En la historia de The Go-Betweens que cuenta Forster son varios los hilos temáticos, entre ellos lo dificultoso que podía ser el génesis de una banda de rock como esta, la maduración de los jóvenes músicos hasta hacerse adultos y el peaje vital que pagaron en el camino (Forster descubrió que padecía hepatitis C, mientras que McLennan se dio al alcohol en exceso). Figura también el tema de lo que difícil que resulta para jóvenes sin experiencia en el showbusiness lograr el entendimiento con las casas de discos mientras aspiran a lograr el éxito que los llevará a la fama y el dinero.

The Go-Between Bridge en Brisbane rinde homenaje al grupo de Robert y Grant. Fotografía: Brisbane City Council.
Tratándose de una biografía, la narración es esencialmente linear, con muy pocos flashbacks o miradas anticipadas a los episodios que le ocupan en su historia. La autobiografía arroja mucha luz sobre las circunstancias que los llevaron a disgregarse a finales de 1989, y sobre los últimos meses de McLennan antes de su muerte por causas naturales.

Es un libro completamente imprescindible para quienes hayan disfrutado de su música y de sus letras. Lo que queda muy claro es que en el caso de Forster y McLennan, la combinación de sus talentos dio un resultado mucho mejor (y mayor) que la suma de sus logros individuales.

‘Streets of Your Town’ tenía realmente que ser un éxito. Todo el mundo nos lo decía. Habíamos firmado con Mushroom Records, el sello independiente más grande del país, y Kylie Minogue era otro de sus recientes fichajes. Hicimos no uno sino dos videoclips; el primero, el más extravagante de los dos, era el mejor, y atrapaba el carácter de la canción y del grupo. Lo hizo Kriv Stenders, quien mucho después haría el largometraje Red Dog [basado en la novelita homónima de Louis de Bernières]. El segundo fue un clip de alto presupuesto de una actuación en MTV para Capitol. Todo parecía encajar otra vez. Aunque puede que ‘Spring Rain’ sonara una pizca indie, y ‘Right Here’ demasiado artificiosa y con un exceso de percusión, ‘Streets’ era un tema infalible para todos los gustos – una melodía ridículamente pegajosa consagrada en una producción enormemente atractiva y cristalina. (p. 196, mi traducción)

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