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5 abr 2015

Reseña: Los acasos, de Javier Pascual

Javier Pascual, Los acasos (Barcelona: Random House Mondadori, 2010). 251 páginas.

Puede que se trate de una coincidencia de fechas o no, pero el trasfondo histórico de esta novela del madrileño Javier Pascual ciertamente tiene mucho en común con la ocupación del continente australiano a partir de 1788 tras la llegada de la Primera Flota a Port Jackson. En Los acasos, Pascual narra los eventos que rodearon la guerra de fronteras al norte de México contra la nación apache y otros pueblos que durante siglos habían vivido más o menos tranquilamente en las tierras al norte del desierto de Sonora. En ambos casos, la ocupación por parte de tropas y colonos venidos de diferentes partes de Europa supuso prácticamente la exterminación de los pueblos oriundos de esas tierras.

El subgénero de la novela histórica entraña dificultades en cuanto a su ejecución exitosa. Por una parte, es necesario que el autor se sumerja durante largos periodos de tiempo en la documentación histórica que le vaya a permitir hacer verosímil e íntegra la versión de la historia que va a constituir el eje argumental de su narración. Por otro lado, debe dotar de vida a sus personajes para que no parezcan simples marionetas acartonadas sobre el papel. La buena noticia es que Pascual sale airoso respecto a ambos desafíos, especialmente en el primero, pero no siempre en el segundo.

La Sierra Madre en Arizpe. Fotografía de Edgar26c
Pascual escoge poner la veracidad de lo contado por el narrador principal (interpone otra voz narradora desde un principio, la cual nos avisa de la posible falta de veracidad de lo que cuenta Moisés Mújica en sus legajos). Esto constituye una pirueta ficcional con muchos riesgos, pero al autor le reporta muy buenos dividendos.

La introducción a la memorias de Moisés Mújica la realiza un narrador anónimo, escribano al servicio del ejército colonial, el cual nos informa de la muerte de aquél, “último hombre que pudo ver vivo al apache Chirlo” (p. 9), y de la obligación que tiene de preparar un documento que denomina “Escritura Funeral” con los legajos atribuidos a Mújica para enviárselos a su familia en Cádiz. Más adelante, surgen enormes sospechas en torno a la autenticidad de ese documento porque le es devuelto por la madre de la familia como “falso testimonio de un falso hijo” (p. 10).

Apaches en atuendo guerrero: Fotografía de Timothy O'Sullivan (1840-1882)
El tema de la historia narrada por Mújica es la guerra del imperio español (ya muy próximo su final al otro lado del Atlántico) contra los apaches que vivían en una vasta zona al norte de Chihuahua, en lo que hoy en día es Nuevo México y Arizona. La visión de Mújica es descarnada: sus confesiones (dirigidas a su supuesta hermana Flora, a la que añora muchísimo) retratan un cuerpo militar brutal y despiadado, cuyos integrantes son presa de una codicia inagotable y que ven a los apaches como meras alimañas a las que deben exterminar. Y a fe mía, que lo hicieron. Mújica da detalles de las muchas matanzas causadas en uno y otro bando en una guerra de frontera que con el paso de los meses y los años es poco más que simple rutina para él.

Presidio de San Agustin del Tucson, reconstruido en la actualidad. Fue edificado originalmente por los soldados españoles en 1775, y delimitaba la frontera septentrional del imperio. Fotografía de Darkwind.
Pero las cosas cambian cuando cae prisionero de los apaches, con quienes vive un largo periodo de tiempo. El alférez Mújica sobrevive con fortuna – y especialmente por la intervención del jenízaro Asén Bayé, apache criado con los españoles tras quedar huérfano. Mújica, que – según confiesa a su hermana – nunca ha sentido una verdadera vocación militar, aprende a vivir entre los apaches y sobrevive en gran parte gracias a una mujer repudiada por su marido por infidelidad (la marca del repudio es el corte del apéndice nasal). Tras un par de intentos de huida infructuosos, logra evadirse del yugo apache tras matar a un viejo guerrero que le había tomado algo de cariño.

El relato de Mújica trata de situarse en una difícil imparcialidad. Si el apache es descrito como un pueblo guerrero asentado en tradiciones que hoy en día no podríamos sino calificar de brutales y regresivas, los españoles no les van a la zaga: soldados de fortuna, hombres despiadados instruidos para llevar a cabo el expolio de tierras extranjeras con las malas artes de la barbarie, siempre justificadas por una falaz superioridad racial y el beneplácito de la consabida jerarquía religiosa que todo lo disculpa.

Las reflexiones de Mújica son francamente interesantes por lo contemporáneas que resultan: “una mala paz siempre será preferible a una buena guerra” (p. 134). El profundo conocimiento de los apaches le permite adentrarse en su filosofía de la vida: “a nosotros [los españoles] nos toca escribir la Historia que nos conviene, y a ellos [los apaches] les corresponde sufrir la que en verdad les toca y nadie más que ellos conoce ni conocerá porque no saben ni quieren escribir y porque desconocen la existencia de esa fabricación del hombre que llamamos Historia.” (p. 146) Sustituye “españoles” por “ingleses” y “apaches” por “indígenas australianos” y el paralelismo es harto evidente.

La entrada a Arizona desde Nuevo México. Creo que el cartel no va dirigido a los emigrantes del sur de la frontera. Fotografía de Wing-Chi Poon.

La duda sobre la veracidad del relato de Mújica es una estrategia que busca relativizar y ficcionalizar aún más si cabe el ejercicio de balance histórico que lleva a cabo Pascual. El novelista madrileño hizo un ingente esfuerzo por ambientar el relato del alférez en su época de tal forma que sea creíble. Términos más bien oscuros como jenízaro, pujacante, onagro, tártago o mimbreño, entre otros, junto con una sintaxis decimonónica y arcaizante, contribuyen a crear una voz para Mújica. No me resultó tan verosímil, en cambio, el pliego atribuido al apache Asén Bayé como “Memoria de Méritos” (p. 187-230). Resulta asimismo un poco chocante que el relato del mismo Mújica pase del pretérito (predominante al comienzo del libro) a hacerse en presente cuando Mújica da cuenta de su desastrosa expedición en pos de unos desertores que termina en su cautiverio en poder de los apaches. Son pequeños detalles que no restan méritos a lo que es, en su conjunto, un buen libro.

18 may 2014

Reseña: Manteca colorá, de Montero Glez

Montero Glez, Manteca colorá (Madrid: El Taller de Mario Muchnik, 2005). 183 páginas.

A Montero Glez lo descubrí hace ya muchos años, cuando publicó su Sed de champán en Edhasa, una editorial de la que el autor echó pestes posteriormente, según me manifestó en correspondencia privada por aquellos años de final del anterior milenio, cuando el mundo (decían) se iba a acabar. Tanto le disgustaba aquella edición que me envió una nueva, publicada por el Taller de Mario Muchnik. De hecho, Roberto Montero González es mi amigo en una red social, en la que – sospecho – ninguno de los dos participamos, pero a través de la cual me envió hace muchos años una copita de cava. ¡Salud, Montero!

Manteca colorá está muy en la línea de Sed de champán, pero sin que Montero llegue a impresionar como lo hizo con su debut literario, o con Pólvora negra, novela histórica que ya reseñé hace casi cuatro años. Es una novelita, una narración mucho más breve y, a mi juicio, mucho menos lograda que la que tenía por protagonista al Charolito. Y en realidad, si le quitáramos unos cuantos párrafos superfluos, y si además un editor severo le hubiera tirado de las orejas al autor, tendríamos un probablemente excelente cuento, de una extensión razonable, dotado de personalidad y exhibiendo el estilo característico del autor.

El antihéroe protagonista de Manteca colorá, el Roque, ha salido hace muy poco del talego. De profesión pescador, vive en la costa gaditana, en Conil de la Frontera; logra, como muchos otros en esa parte del mundo, más dinero con el contrabando de hachís que con la pesca de las sardinas que tanto abundan en el océano y tan ricas están cuando las asas. En todo caso, resulta que el Roque tiene ciertas cuentas pendientes con el Lunarejo, quien se la jugó en una chamba pasada. Ambos han trabajado anteriormente para el Coronel, excoronel de la Benemérita que controla el tráfico de drogas en el Estrecho además de muchas otras cosas. Cuando el Coronel le ofrece otro trabajito al Roque, éste no cae en la cuenta de que se trata de una trampa. Tras salvar el pellejo en un episodio de narración trepidante y humorística, el Roque se venga del Coronel mientras una jovencita le estaba prestando a éste sus esmeradas atenciones y cuidados en un burdel del pueblo. La persecución de los esbirros del exmilitar es implacable, y aunque Roque se deshace de algunos de ellos, es al final capturado en el cementerio. De allí lo llevan al yate del difunto Coronel, donde los sicarios, en compañía de un par de ‘madalenos’ le ponen unos zapatitos de cemento después de darle una somanta histórica.

Montero ya publicó un relato breve titulado Zapatitos de cemento, guardado ahora en las mazmorras de mi biblioteca, de donde saldrá quizás algún día, tal como le sucedió al Roque. Manteca colorá reproduce por tanto las líneas argumentales principales de Sed de champán. Al igual que el Charolito, el Roque va dejando un reguero de sangre y fiambres en su huida. El relato avanza y retrocede en el tiempo; la presencia del narrador es permanente, parando el progreso del relato a su antojo y retomando los hilos cuando le parece oportuno.

Con un relato que rebosa violencia, sexo y humor negro, Montero Glez tiene cierto gusto para retratar a diversos representantes del macho ibérico que posiblemente, si es que decidiesen ejercer su derecho democrático, votarían por lo rancio y casposo que sigue ostentando el poder en España. Puede que el tratamiento de los personajes femeninos en Manteca colorá sea un más o menos fiel reflejo de la realidad social hispana. Montero construye retratos exagerados de sicarios y maleantes hasta convertirlos en esperpentos deformados.

Hay una cualidad oral que refuerza el control total del autor/narrador: pese a que su excesiva repetición les reste algo de valor, se aprecian esos toques lingüísticos con que Montero Glez jalona el relato (los vulgarismos, la jerga de los hampones, la reproducción del habla andaluza – “mirusté”, “la vía ha subío mucho, sabusté” – el uso de mayúsculas para indicar gritos). Lo cual me hace pensar que quizás el audiolibro sea un formato que debiera explorar Montero en un futuro, al menos para relatos como el de este libro. Un desenlace tan sorprendente como el de Manteca colorá supondría posiblemente un aliciente añadido en audio.

27 mar 2014

Reseña: La vida y las muertes de Ethel Jurado, de Gregorio Casamayor

Gregorio Casamayor, La vida y las muertes de Ethel Jurado (Barcelona: Acantilado, 2011). 302 páginas.

La estructura narrativa de La vida y las muertes de Ethel Jurado gira en torno al concepto de fractal, el cual el autor define como “objeto irregular formado por partes también irregulares, las cuales, si son aumentadas de tamaño, se muestran prácticamente iguales a su todo, y a la vez están formadas por partes más pequeñas que cumplen la misma propiedad, y así sucesivamente.” Los cuatro fractales los representan cuatro narradores, cuatro puntos de vista que van desentrañando de forma paulatina el misterio que rodea a la auténtica protagonista de la novela, Ethel.

Cada uno de estos narradores escoge aportar a la narración desde su memoria ciertos recuerdos y datos que van formando ante el lector el mosaico de la personalidad de Ethel y el trauma que provoca su huida definitiva; pero Casamayor sabe muy bien marcar los tiempos para dar un competente golpe de efecto definitivo en las páginas finales.

El primer narrador es Quique, el hermano pequeño de Ethel, atormentado por la culpa por no haber sido capaz de reconocer lo que había estado ocurriendo en su casa delante de sus narices, y también por su silenciosa complicidad y la de su madre. El hogar de los Jurado lo retrata Quique como una especie de brutal prisión psicológica, en la que el padre, Esteban, ejerce de déspota mientras la salud se lo permite. Tras la huida de Ethel, la madre, Margo, se convierte en juez y verdugo. Ella asume esos papeles para llevar a cabo unas sentencias inmisericordes con su esposo y su hijo mayor, Santiago.

Los otros tres narradores son los compañeros de facultad de Ethel. Gerard Pruna aporta nuevos datos sobre Ethel: lo errático de su comportamiento, sus ausencias de las aulas universitarias motivadas por frecuentes crisis que los expertos han diagnosticado como un trastorno bipolar, la mirada curiosa de un amigo en el hogar de Ethel donde intuye las amenazas de Esteban y el insondable ambiente asfixiante al que someten a Ethel en ese piso lóbrego.

El tercer narrador es Marcos Recaj, quien asume que fue Ethel quien le escogió como compañero íntimo (el cuarto fractal le revela al lector una perspectiva totalmente distinta). Casamayor sigue aportando nuevos matices e insinuaciones, lo hace con cuentagotas, no hay duda, pero en una novela que apenas llega a las 300 páginas eso no constituye falta alguna. La perspectiva narrativa final la aporta la otra chica del grupo de estudios, Laura Morillo, que termina casándose con Gerard. Laura es la verdadera confidente de Ethel, la única que – solamente quizás – llega a saber la verdad sobre Ethel, y a través de la cual Casamayor proporciona el desenlace. Este no es realmente tan sorprendente; Casamayor conduce la historia hacia un punto idóneo para la resolución, y lo hace sin dejar de eliminar ese velo de misterio que rodea a Ethel desde la primera página. Oculta tras una especie de niebla persistente elaborada con la vaguedad de las palabras, el personaje de Ethel Jurado nunca se nos revela por completo.


Es inevitable que al hacer memoria sobre alguien con quien hemos convivido pasemos recuento a nuestra propia vida; en La vida y las muertes de Ethel Jurado los cuatro narradores hacen confesión de sus propias faltas y defectos. Esos episodios personales con los que envuelven sus referencias al tiempo vivido con Ethel añaden un punto de interés a la novela, que sin esas anécdotas personales tendría mucho menos valor.

10 ene 2014

Reseña: El manuscrito de nieve, de Luis García Jambrina

Luis García Jambrina, El manuscrito de nieve (Madrid: Santillana, 2010). 280 páginas.

Veamos. Cuando uno de los críticos de Babelia (el Sr. Javier Goñi) nos contaba por allá en febrero de 2011 que, con El manuscrito de nieve García Jambrina “ha puesto en pie un estupendo mosaico de una vieja ciudad, donde venganzas y lances de deshonor de antaño conviven con el Nuevo Mundo ya descubierto o con mujeres que, a la manera de La Latina, ansían saber, aunque sea disfrazadas de hombres. No es una novela para aficionados al género histórico, que lo es de género, sino, más bien y también, para aficionados a la buena novela, y ésta lo es”, uno (que solía ser mucho más crédulo en 2011 que en 2014) quiere hacerle caso; y le hace caso porque de verdad, le apetece leer una buena novela en lengua castellana.

Pero el caso es que el sello Alfaguara que publica El manuscrito de nieve pertenece a la editorial Santillana, que es una del conglomerado corporativo de PRISA que también (oh, vaya una casualidad) publica El País, antaño un gran diario, hoy venido a menos (mucho menos), cuyo suplemento literario es precisamente Babelia, cuyo acceso en línea es hoy en día mediante pago (no sé cuántos paganos habrá, pero desde luego, no me cuento entre ellos).

Leo en la contraportada de El manuscrito de nieve: “Narrada con un estilo ágil, claro y preciso y grandes dosis de inteligencia, imaginación e ironía, … es el resultado de una sabia y original mezcla de géneros.” Pues discrepo, y bastante. El manuscrito de nieve es un thriller fallido (puesto que casi al principio de la novela se puede deducir, con casi total seguridad, quién es el asesino, y eso arruina una novela de misterio) ambientado en la Salamanca de fines del siglo XV. Es una novela histórica en tanto que hace uso de personajes históricos, y el autor invierte mucho esfuerzo en la ambientación y en detalles que tratan de hacer la historia verosímil.

Lamentablemente, son muchas más las carencias que las virtudes: personajes acartonados, que no logran levantarse de la página, que no parecen tener vida propia. Diálogos que en ocasiones chirrían con un exceso de melodrama o de afectación barata: “—Ahora sí que estáis en mis manos…Ya os dije que os perdería el corazón. —Vos, sin embargo, habéis perdido la cabeza.” (p. 267). LOL. La trama gira y gira y gira en torno a un mismo misterio (una serie de asesinatos de estudiantes salmantinos), y a ratos no parece avanzar, sino repetirse con no se sabe muy bien qué propósito.

No es suficiente intentar dar vida a Fernando de Rojas y al Lazarillo de Tormes en una novelita de misterio, convirtiéndolos en una pareja de “detectives”. El experimento deja mucho que desear; nunca llega a cuajar, al menos en mi opinión. Puede que el lector medio español no sea muy crítico, que no lo es, y se conforme con cualquier cosa.


Pero si de esta medianía un señor que cobra por escribir reseñas dice que es un “estupendo mosaico” y una “buena novela”, cabe preguntarse: ¿será porque le han dado órdenes desde arriba? ¿O porque, como a dos de las víctimas de El manuscrito de nieve, le han cortado la lengua y le han privado del sentido del gusto? Se acabó lo que se daba.

23 ene 2013

Reseña: El amor verdadero, de José María Guelbenzu


José María Guelbenzu, El amor verdadero (Madrid: Ediciones Siruela, 2010). 584 páginas.

Que la narrativa española actual más conocida presenta por lo general un panorama, si no desolador, al menos muy preocupante, no debe de ser noticia para nadie. A las listas de los libros más vendidos me remito. Realmente es difícil encontrar un novelista cuya obra reciente merezca el calificativo de excelente, o simplemente muy buena.

Pudiera ocurrir que un lector habitual de novela española, harto ya de añagazas pseudometafísicas (Fin o Marcos Montes, por poner dos ejemplos que fueron en su día muy populares) o de malabarismos narrativos con un cierto deje narcisista (Ejército enemigo), lea, todavía con alguna esperanza, alguna reseña en esos suplementos culturales que todos conocemos, y que opte por dar algún crédito a lo que le dicen en ellas los “expertos”.

El amor verdadero es la primera novela que he leído de José María Guelbenzu, quien hace acto de presencia de manera muy habitual con sus reseñas en Babelia. Es también muy probable, dicho sea de paso, que sea la última, al menos en mi caso. Y no es que sea rematadamente mala. Nada de eso. Guelbenzu tiene mucho oficio, pero no me resulta notable. Para mí, tras haber leído El amor verdadero, no es un autor imperdible.

Con un planteamiento en principio harto ambicioso, Guelbenzu busca abarcar casi sesenta años de historia de España a través de una narración plagada de múltiples puntos de vista, de la vida y la relación de un matrimonio, Andrés Delcampo y Clara Zubia, quienes repetidamente admiten que el otro es el hombre/la mujer de su vida. Nacidos ambos en un pueblo castellano en los primeros años de la durísima posguerra, Andrés y Clara quedan emparejados gracias al hechizo que lleva a cabo el tío de Clara, Cadavia. Más que el azar, Guelbenzu nos quiere dar a entender que es el tesón pasional  de ambos, Andrés y Clara, lo que los empuja a encontrarse en Madrid cuando empiezan a hacer vida propia como estudiantes universitarios. Una pareja de “personas corrientes, no…vulgares”, cuya lealtad, respeto y afecto mutuo son la envidia de casi todos los que los conocen. Pero, ¿son realmente tan leales y fieles como parece?

Así como en sus inicios El amor verdadero cautiva en parte por la brillantez del lenguaje, y en parte gracias a un aciago episodio de posguerra que la niña Clara describe, y cuya importancia queda un tanto diluida, al aparecer casi trescientas páginas después, la novela se desdibuja por momentos, en tanto que Guelbenzu insiste en recargar la narración con detalles de anécdotas y chismorreos sobre prácticamente cada uno de los personajes secundarios, además de alguna que otra disquisición moralizante en torno a la política española de la transición y los primeros años de la democracia. Podría apuntarse también que el texto se hubiera beneficiado de una revisión con espíritu crítico: en concreto, en el primer capítulo de la Primera Parte, la machacona inclusión de frases introductoras (“En el despacho.” “En la galería.”) para indicarle al lector dónde tiene lugar el diálogo que sigue. Son totalmente superfluas, y por tanto son un incordio.

Por otra parte, tanto bailoteo de voces narradoras (son tres: Andrés, Clara y un narrador omnisciente, en ocasiones un pelín condescendiente) y de posicionamientos temporales terminó por incomodarme. A mi parecer, cuando el autor obliga a que cada dos o tres páginas el lector tenga que adaptarse a una voz narradora “distinta” – lo pongo entre comillas porque no son tan diferentes, exceptuando algunos pasajes muy bien trabajados (he ahí el buen oficio novelista de Guelbenzu al que aludía antes), corre el riesgo innecesario de cansar al lector.

Incluso los primeros monólogos interiores de Clara Zubia me parecieron un poco acartonados, les faltaba vida: el abuso de los coloquialismos y las frases hechas no es suficiente para dotar de vida a un personaje:

“Lo cierto es que me gusta Andrés, me encanta Andrés, estoy enamorada de él, pero tiene que sufrir. Hasta que no sufra no hay tu tía. Si a los chicos les pones las cosas fáciles, preparate a que te dejen colgada o, lo que es peor, te tengan ahí aparcada mientras ellos vienen y van. No es que a mí me guste este plan, es que las cosas son así.” (p. 107)
“Voy a trincar a Andrés, ya está bien de jugar al gato y al ratón, o sea, a la gata y al ratón. Aunque también lo puedo dejar para después del verano, sí, buena idea, que espere un poco más […] reconócelo Clara, te encantaría pasar el verano con él. Pero ¿dónde? ¿Sin dinero? Es un sueño. Qué asco ser jóvenes.Andrés es terco y no se apea fácilmente de sus errores. Pero si el tío Cadavia se decide a ayudarme, idea que se me acaba de ocurrir, podemos adelantar acontecimientos.” (p. 120-1)

Hay que reconocer no obstante que a medida que avanza la novela, el personaje de Clara va cobrando dimensiones gratamente sorprendentes, hasta convertirse en el personaje principal, muy por encima de Andrés, al cual Guelbenzu no consigue en mi opinión separar plenamente de esa condescendiente tercera voz narradora, la voz omnisciente que al final se nos revela, à la Melville en Moby Dick, como Asmodeo.

Hay otros aspectos de El amor verdadero que merecen comentario, como algunas interesantes referencias metaliterarias a la situación actual de la literatura española (me pregunto si el propio Guelbenzu habrá caído alguna vez en las malas prácticas que critica por voz de su personaje Mateo Perdiz), y las numerosas citas de obras poéticas, generalmente bien ajustadas al contenido de la novela.

Por lo demás, y como es ya habitual en demasiadas ediciones españolas, hay unas cuantas erratas y gazapos de edición, algunas gordas (“una día tan bueno” (p. 134), “se alienan botellas” (p. 315), “atravesando por un periodo” (p. 310), o “ni un sólo comentario” (p. 380)).

El amor verdadero atraerá a muchos lectores poco exigentes, no me cabe ninguna duda. Es una historia con indudable interés, pero con una estructura cansina, un tanto fatigosa. En ocasiones al texto le falta frescura, y posiblemente le sobren muchas páginas. En pocas palabras, a mí no me convence.

3 dic 2012

Reseña: Pistola y cuchillo, de Montero Glez



Montero Glez, Pistola y cuchillo (Barcelona: El Aleph Editores, 2011). 124 páginas.

Hace muchos, muchos años me llevé a una novia que tenía por entonces a un concierto de Ketama. Probablemente éramos los únicos no gitanos entre los numerosos grupos que poblaban las gradas de la Plaza de Toros, pero el concierto valió la pena. Tanto como aborrezco las sevillanas y esa rancia estética españolista que las suele acompañar, aprecio el buen cante. De entre todos los grandes cantaores a los que he oído a lo largo de mi vida, el Camarón de la Isla ha quedado siempre en lo más alto de mi pedestal particular.

Pistola y cuchillo no es una biografía del Camarón, sino una novelita (los límites del género son siempre elásticos) que recrea momentos de la vida del gran cantaor flamenco desde la perspectiva del narrador, criador de gallos de pelea y acérrimo admirador de Camarón. Es por tanto más homenaje que ficción, aunque Montero Glez bebe de la ficción para rendir homenaje al cantaor. En sus páginas, Pistola y cuchillo transparenta la enorme devoción con la que Montero escribe de su personaje protagonista.

El libro se inicia con una curiosa reflexión sobre lo efímera que es toda representación artística y sobre los límites de su autenticidad: “A la entrada de la Venta Vargas, por donde antes aparcaban los coches, le han puesto una estatua. Dicen que es él, pero no se le parece. Además de no reír tampoco canta y ni siquiera tararea. Por si fuera poco, hay veces que a la estatua le falta algún trozo y sé bien que son gitanos quienes los arrancan para luego venderlos.”

Tomando la Venta Vargas como centro neurálgico del proceso de acopio de recuerdos que realiza el narrador, el texto va y viene por la vida del Camarón, desde su niñez a su primer concierto en Madrid, lo acompaña a Nueva York y a París, a las giras que emprendió por todo el territorio del estado, rememorando a través de la recreación la presencia del artista flamenco: su pose, su mirada, su silencio, su risa, su humor.

Muy distinto es Pistola y cuchillo de otros libros de Montero Glez, como Sed de champán, que leí hace ya muchos años, y que me pareció por entonces una brillante voz nueva en la narrativa en castellano producida en la Península Ibérica. Montero Glez parece a veces escribir con navaja, dando tajos y estocadas cuando lo ve necesario, cortando el aire y el espacio hasta hacer que mane la sangre a borbotones. Pistola y cuchillo tiene más bien poco que ver con otra novela suya que ya reseñé en su momento (Pólvora negra), excepto por la forma que tiene el autor de contar una historia. Montero siempre pone su sello, personal e intransferible; puede que no sea del agrado de todo el mundo. No es, desde luego, facilón e inane, como la gran mayoría de la narrativa que se publica en castellano hoy en día en España.

Camarón de la Isla: Pistola y cuchillo

12 sept 2012

Reseña: Ejército enemigo, de Alberto Olmos


Alberto Olmos, Ejército enemigo (Barcelona: Mondadori, 2011). 279 páginas.

Me acerqué a esta novela de Alberto Olmos con una mezcla de curiosidad y aprensión. Había leído muchísimos comentarios sobre la novela, y había seguido de bastante lejos los numerosísimos dimes y diretes acerca del autor, que ciertamente habían alimentado mis expectativas y mis suspicacias.

Vayamos por partes. De Olmos, a quien no conozco de nada, me separan dos cosas fundamentales: el país de residencia (España él, Australia yo) y el año de nacimiento (le llevo once años de ‘ventaja’ en este valle de lágrimas). No he leído ninguna de sus novelas anteriores.

La lectura de Ejército enemigo me ha dejado un poco indiferente: ni es tan mala como algunas críticas apuntaban con evidente saña, ni creo que reúna mérito alguno para pasar a la historia de la literatura española. No tiene brillantez, ni le sobra originalidad. Salvo algunos pasajes bien trabajados, el conjunto de Ejército enemigo me ha parecido un tanto pedestre.

La novela adopta algunas de los principios del relato detectivesco, incluso desarrolla bien la intriga en torno a la muerte de Daniel y las pesquisas que realiza Santiago. Pero Olmos parece haber optado por preparar un extraño cóctel, un batiburrillo de registros y temas, en ocasiones un poco alocado, en lugar de centrarse en un tema o en un único motivo.

Así, mezcla en esa trama de misterio otros elementos que, personalmente, pienso que sobraban: afirmaciones categóricas, más que reflexiones, sobre la inmigración en España (o en Madrid, para ser específicos), el marketing, la privacidad o la pornografía en internet. Hay un exceso de imágenes pornográficas que, ciertamente, no vendrían a cuento si la novela fuera solamente un whodunnit; es un tema que no me interesa para nada, pero puede que a los adolescentes españoles exiguamente educados de principios del siglo XXI sí les atraiga; la pornografía es algo, créame usted que me lee, que vende, y mucho. Y para rematar la faena, muchos, muchísimos, extractos del diario del protagonista (un recurso sobreactuado: se repite más que el ajo). ¿Quieres leer una novela de misterio e intriga reciente, mucho mejor que Ejército enemigo? Te sugiero La mala espera, del argentino Marcelo Luján.

Si Olmos buscaba realizar una crítica de la más que triste realidad social en la que se ha hundido España, Ejército enemigo es un fracaso tan sonoro como la industria de solidaridad que desprestigia el protagonista hasta la saciedad. O cabe la posibilidad de que en realidad Ejército enemigo tratase de ser un reflejo medianamente certero de ciertos atributos que pueden adjudicarse a esa España rancia y desprestigiada, la que no gana campeonatos de fútbol, la heredada de los cuarenta años de Franco y que tan vigorosamente revitalizó el gobierno de un señor de Valladolid con bigotito de sargento de la Benemérita, bajo un disfraz de democracia participativa. Zafiedad, envidia, estulticia, revanchismo, corrupción, avaricia, grosería, el insulto como gesto vital.

El protagonista, Santiago, se revela por momentos como un patético fascista. Un treintañero madrileño, soltero y sin compromiso, un auténtico wanker, con un carácter agrio. Es un personaje que resulta del todo repelente: no desprende simpatía alguna (ni en el lector ni en los otros personajes), desborda cinismo y rencor. No tiene prácticamente amigos, y al único con el que mantiene una conexión esporádica, Daniel, un jovencito pequeño burgués que cree que se puede cambiar el mundo con causas solidarias, va y lo matan en un descampado.

Santiago recibe un sobre que Daniel dejó a su nombre. En él está la contraseña del email de Daniel. Santiago entra en el correo electrónico de Daniel y comienza sus pesquisas. ¿Quién era Daniel en realidad, y a qué se dedicaba? ¿Quién lo mató, y por qué? Santiago llega hasta el final, pero en su huida hacia adelante se llevará una enorme y humillante sorpresa: resulta que lo han utilizado. No era tan listo como se pensaba.

Por lo demás, cabe hacer mención de algunos errores de bulto en esta segunda edición de Mondadori. Alguien debiera explicarles (¿o al autor?) que “12:00 am” es la medianoche, no el mediodía.

Ah, y pobre Cristina Valbuena. No se merecía ese final.

6 ago 2012

Reseña: Mujer abrazada a un cuervo, de Ismael Martínez Biurrun


Ismael Martínez Biurrun, Mujer abrazada a un cuervo (Madrid: Salto de página, 2010). 295 páginas.

La cita de rigor que precede a Mujer abrazada a un cuervo pertenece a A Journal of the Plague Year (1722) de Daniel Defoe, una excelente ficción que leí hace ya muchos años y que por entonces encontré fascinante por la detallada descripción de lo que debe ser un verdadero averno  sobre la Tierra: el Londres de 1665 durante un brote de la Black Death, la peste. El original de Defoe dice así – como suele ser habitual entre las editoriales españolas, se ningunea al traductor de la cita al castellano:
“Nor was this by any new medicine found out, or new method of cure discovered, or by any experience in the operation which the physicians or surgeons attained to; but it was evidently from the secret invisible hand of Him that had at first sent this disease as a judgement upon us; and let the atheistic part of mankind call my saying what they please, it is no enthusiasm; it was acknowledged at that time by all mankind.”

“Him”, por supuesto, es “God”. Se tardaría muchos años en descubrir cómo se producía y se contagiaba la peste, que desaparecía, como por arte de magia o poder divino, una vez había hecho estragos entre la población.

Además, la edición de Salto de Página incluye una reproducción del grabado de Paul Fürst Doctor Schnabel von Rom (Doctor Pico de Roma) de 1656, que muestra la indumentaria típica de los médicos que trataban a los apestados, con la llamativa máscara de un pájaro negro que les cubría la cara y, supuestamente, les protegía del contagio.

Mezclar géneros es una arriesgada empresa en literatura, y Mujer abrazada a un cuervo lo hace, con resultados desiguales. Por momentos una novela de tintes detectivescos, esta novela de Martínez Biurrun parece también transitar en ocasiones por la novela histórica, la novela fantástica y el melodrama familiar. Un batiburrillo que no siempre se deja leer con soltura.

Por otra parte, el autor (o quizás el editor) introduce en la maquetación del libro unos innecesarios saltos de página (de verdad: un lector discerniente no requiere ese tipo de señales; véase por ejemplo la novela Vidas perpendiculares del mexicano Álvaro Enrigue, en la cual los saltos temporales y espaciales son aun más bruscos y radicales) cada vez que Cruz, la heroína, comienza o termina uno de sus ‘safaris’ al pasado.

El argumento de Mujer abrazada a un cuervo debería despertar la curiosidad del lector: una joven estudiante de medicina, Cruz Montenegro, recibe el ofrecimiento de su padre Gabino, especialista epidemiólogo de renombre y hombre divorciado, alcohólico e inadaptado, para que investigue un extraño caso en un pueblo (ficticio) de Navarra, llamado Lortia. Nerea Uztárroz, descendiente de un linaje noble del pueblo, dio a luz a un bebé que murió a los pocos minutos a causa de una hemorragia interna; en el pueblo se habla de una maldición. Las investigaciones revelan que varias mujeres de la familia Uztárroz dieron a luz a bebés muertos, y los indicios parecen indicar una conexión con el brutal brote de peste que sufrió Lortia en 1601.

Como buena científica, Cruz no cree en la maldición, sino que piensa que se trata de un virus adaptado a la bacteria que causa la peste, y que se fue propagando de generación en generación. Cruz recluta a su amigo Michi y acude a Lortia (Michi, por supuesto, quiere llevársela al catre). Para ayudarse en esta detectivesca investigación, Cruz hará uso en muchas ocasiones de una inverosímil facultad que ha tenido desde muy pequeña, la capacidad de viajar en el tiempo, no solamente con la mente sino con el cuerpo, y ver lo que pasó en otro lugar. La única condición parece ser que el lugar al que viaja tiene que estar dominado por el dolor y el sufrimiento.

Mujer abrazada a un cuervo tiene en general un buen ritmo narrativo: los ‘safaris’ de Cruz pueden resultar un tanto lentos debido a la descripción de cómo era un pueblo del norte de Navarra en el siglo XVII. Pero es en el lenguaje donde, en mi opinión, falla la novela. Martínez Biurrun pretende ser preciosista en un entorno narrativo (la novela fantástica y/o detectivesca) que realmente no permite florituras ni ornamentos gratuitos, y especialmente si las metáforas coexisten con pasajes ciertamente ramplones. Pongo por ejemplo este párrafo de la página 207:
“Cruz no tenía sueños por las noches desde que comenzó su investigación en el caso de Lortia. La pantalla de sus párpados era un cine clausurado, incapaz de hacer la competencia a la realidad de los safaris. Su cerebro echaba la persiana cada noche y daba igual lo que el inconsciente tuviera que opinar al respecto, no había sesión golfa, ni descargas emocionales ni compensaciones freudianas. Sólo oscuridad y ruido de tuberías hasta el amanecer.”
Pienso que chirrían un poco las tuberías de la prosa de Martínez Biurrun, y se necesita un buen desatascador para que una narración de misterio progrese sin interrupciones y sin sutilezas poco afortunadas.

Por otra parte, el trabajo de edición no es de un alto nivel: hay unas cuantas erratas e incluso errores de sintaxis, casi de principiantes, que se le escaparon al corrector y al editor: “Pero safaris y redenciones a parte,“(p. 217). Incluso el autocorrector de Word me está avisando del error mientras escribo esto. Y al comentar esto no se trata de que uno sea pedante, sino de asegurar que futuras ediciones de la novela (si es que las hay) no incluyan dichos errores.

Como el libro que el atormentado cura de Lortia tenía guardado, oculto en la iglesia tras cuatro siglos, Mujer abrazada a un cuervo quedará oculto en mis estanterías durante muchos años, hasta que alguno de mis dos hijos o algún visitante se decida a leerlo, si es que lo hacen. Por mi parte, yo no volveré a acompañar a Cruz Montenegro en sus safaris.

18 abr 2012

Reseña: Derrumbe, de Ricardo Menéndez Salmón


Ricardo Menéndez Salmón, Derrumbe (Barcelona: Seix Barral, 2010). 189 páginas.

Será una coincidencia (o no), pero estaba terminando de leer esta ominosa novela de Menéndez Salmón cuando por TV aparecieron las imágenes de un asesino, alguien que hace casi un año ejecutó con frialdad a 77 personas, un mamarracho oriundo de Noruega y cuyo nombre prefiero no mencionar (toda divulgación gratuita que se haga de ese miserable estará siempre de más). En los reportajes que acompañaban a las imágenes del juicio y que llegaban desde Europa, el verdugo parecía totalmente seguro de sí mismo; la única emoción que trascendió fue un atisbo de lágrimas cuando se hizo alusión a su ‘manifiesto’, con el cual quería justificar sus repugnantes acciones.

Hay en Derrumbe una escena que guarda cierta (aunque lejana) similitud: la de la inmolación de los Arrancadores, el trío terrorista que vuela en mil pedazos Corporama, una suntuosa instalación tipo parque temático que era el orgullo de los biempensantes ciudadanos de la ficticia ciudad de Promenadia. Pero esta novela es mucho más que eso: hay en Derrumbe mucha reflexión, mucha filosofía no siempre explicitada, y una historia narrada con un lenguaje que por momentos es exquisitamente lírico. Como si el terror y el horror solamente se hicieran admisibles mediante la sublimación del lenguaje, con la poesía.

Derrumbe se compone de tres partes: ‘Mortenblau’, ‘El mundo bajo la caperuza del loco’ y ‘Padres sin hijos’. En la primera parte, el detective Manila forma parte del equipo policial que investiga al asesino de los zapatos cuya motivación parece ser simplemente el deseo de matar y el ritual que ha perfeccionado (siempre deja un zapato suelto de su víctima anterior); en el relato, el narrador nos lleva de una escena de crimen a otra, a veces en el momento del asesinato, otras veces en el descubrimiento del cadáver por parte de la policía.

Del asesino sabemos que lee a Montaigne, a Huysmans y Kafka. Que mata a su madre para ahorrarle el sufrimiento de la enfermedad que padece.

Un día a la mujer de Manila (embarazada de casi seis meses) un desconocido en el autobús le pone la mano en la barriga, después de exigirle a un pasajero que desocupe el asiento para ella. Poco tiempo después, en un abrupto salto en el tiempo de la narración, el narrador desvela por boca de uno de los detectives que a la mujer de Manila la mató el asesino en serie y que “le devoraron la placenta tras dar a luz”.

Dice Manila en una de sus reflexiones que “se trata del Mal…Estamos tratando con el Mal, en mayúsculas. Una de las palabras más cortas; uno de los viajes más largos.”

Mientras, un grupo de tres estudiantes, aburridos de las clases que reciben, decide constituirse en un grupo de filósofo-terroristas y atacar el consumismo burgués y autocomplaciente de la ciudadanía promenadiana. Empiezan por meter agujas en los envases de leche, luego envenenan el agua de las fuentes públicas, y finalmente coronan su campaña de terror contra Promenadia haciendo explotar Corporama.

Curiosamente, es un ciudadano medio, Valdivia, el que se constituye en personaje principal de la segunda parte del libro; es a través de su mirada como vemos la amenaza de los Arrancadores primero, y los resultados de sus actos después. Valdivia es espectador del terror, pero a la postre es también víctima de éste en tanto que su hija Vera se desgaja del núcleo familiar para (re)construirse (su novio era uno de los Arrancadores, cosa que ella no sabía) una personalidad en torno al recuerdo de los filósofos del terror.

No se trata por tanto de una novela de misterio; nada más lejos de la realidad. Derrumbe es un libro denso y rico, en el que se paladean tanto la prosa como las interrogantes a las que nos conduce el narrador.

Menéndez Salmón no deja abierta la trama. En la tercera parte, Valdivia asiste impotente a la degradación moral de su hija. Manila recobra a su hijo cuando el asesino se entrega y hace entrega de sus cuadernos, una especie de diario en el que ha escrito el horror. Al autor le interesa hacernos pensar en el Mal, en su esencia. No debemos olvidar que los seres humanos somos capaces de crear para el goce estético (el arte), pero también que somos capaces de provocar el miedo, el terror, la destrucción. Dice el narrador de Derrumbe de los tres saboteadores mientras estos limpian las agujas: “Los monstruos habían devorado la obra de arte”. También el innombrable noruego se ha referido a su masacre como un acto “espectacular y sofisticado”.

20 ene 2012

Reseña: Marcos Montes, de David Monteagudo


David Monteagudo, Marcos Montes (Barcelona: Acantilado, 2010). 118 páginas.

Un minero llamado Marcos Montes (a mí me resulta algo bastante extravagante que el autor se empecine en recordárnoslo al menos siete veces en las cinco primeras páginas de este burdo sucedáneo de novela) se levanta temprano y entra en la mina, de donde se dispone a extraer oro. Mientras realiza las tareas que hace de forma cotidiana el narrador quiere hacernos creer que el personaje se enfrasca en disquisiciones inútiles: “Su mente vagaba, ocupada en ideas fugaces, caprichosas, que nada tenían que ver con los objetos que le rodeaban”.

Mal empezamos, ¿no?

Para más inri, se nos relata que el minero se deja atrapar por el ruido rítmico de la perforación del taladro en la roca y se sumerge en sus ensueños (en contra de las más elementales recomendaciones de seguridad, cabría recordar). No es de extrañar, pues, que el minero perezca cuando se produce un derrumbamiento en el interior de la mina.

Un momento: resulta que no, que a pesar de que la ha caído encima “una brutal y avasalladora ola de piedras” – hay que agradecerle al autor no haber caído en la tentación cada vez más extendida de referirse a un tsunami – que “lo empujó, lo desplazó unos metros, lo tiró al suelo para [sic] cubrirlo con lo que parecían toneladas, una montaña entera de cascotes que le inmovilizó por completo”, a pesar de lo anterior, Marcos Montes no ha muerto, parece.

¿Por qué?, podría preguntarse el lector. Quizá la pregunta pertinente en este caso sería, no por qué, sino para qué.

Posiblemente, aventuro yo, para que el autor pueda alargar lo que en principio habría sido un cuento fantástico más o menos interesante, hasta dotarlo de la longitud de una novelita breve. Sin embargo, la transformación de una idea buena para un cuento a la larga resulta en su mayor parte anodina e intrascendente, con un final tan previsible como insulso.

Al igual que en la primera novela que publicó Monteagudo, Fin, ya reseñada anteriormente aquí, Marcos Montes me pareció por momentos una narración sin brújula.

Lo cotidiano de la vida del protagonista viene descrito en un registro muy literario, que no creo que case con la realidad del trabajo de un minero. La trama avanza por derroteros que nos llevan de lo que debiera ser la claustrofobia propia de los que esperan el rescate (apenas queda transmitida) a una trama secundaria y metafísica, la cual sirve de argumento para elaborar un poco sobre el pasado del protagonista y propiciar un exiguo esbozo de lo que puede ser el arrepentimiento y el perdón de las faltas que puede uno cometer en vida.


No me convenció Fin en su día, y me ha decepcionado (muchísimo) Marcos Montes ahora. Aun así, no quisiera recomendar a nadie que evite su lectura. Todo lo que sea leer con mirada crítica es bueno para el lector. Por eso, pienso que es bastante más efectivo invitarte a leerlo y a que saques tus propias conclusiones: puede que coincidas con las mías, o puede que disientas y que Marcos Montes te entusiasme. La risa, como suele decirse, va por barrios.

14 nov 2011

Reseña: El tiempo mientras tanto, de Carmen Amoraga


Carmen Amoraga. El tiempo mientras tanto (Barcelona: Planeta, 2010). 294 páginas.


En alguna parte había leído que la novela finalista del premio Planeta suele ser mejor que la ganadora. Dado que no he leído la novela ganadora del 2010 de Eduardo Mendoza, no voy a emitir ningún juicio de ese calibre. Pero como lector más o menos exigente, lo que sí puedo es emitir un juicio (acertado o no, eso lo dejo al lector de esta reseña) sobre El tiempo mientras tanto, tras haberla leído.
A pesar de que la novela tiene un título sugerente, me ha decepcionado. Es más: yo diría que éste es un libro triste por dos motivos. El primer motivo, el obvio, es el argumento. Se trata de una historia muy triste. Una chica valenciana, María José, sufre un accidente de tráfico (un coche que se salta la mediana se las lleva a ella y a su moto por delante) y entra en coma irreversible.
Durante los meses que la chica está en coma la narradora (una voz omnisciente) se adentra en las vidas y en las historias de las personas que la visitan o que conviven (es un decir) con María José en su habitación del hospital. Sus padres: Pilar y Paco, su amiga Marga, el exmarido de María José, Joaquín, la enfermera de noche, Cleopatra, y Goumba, otro internado en el hospital, un joven senegalés que ha quedado tetrapléjico tras un accidente.
Nada que objetar al desarrollo lineal de esta historia: Amoraga ofrece una competente narración del dolor y la desesperación de los padres ante esta tragedia. La narradora entra en las conciencias de los personajes y explora sus vacilaciones, sus debilidades, sus sentimientos de culpabilidad o de frustración, en la compleja red que tejemos en nuestra mente cuando enfrentamos interrogantes para los que nunca encontraremos respuesta.
La segunda razón por la que este libro resulta triste es que es la propia autora la que en cierto modo empobrece su obra. En lugar de abrir otras vías narrativas y explorar otras opciones más arriesgadas pero siempre más creativas por lo que respecta al punto de vista, la novela insiste en una voz omnisciente que por desgracia adopta el mismo registro callejero y prosaico de los personajes: no hay apenas distinción entre esa voz y la de los protagonistas. El diálogo brilla por su ausencia; de hecho, cuando sí lo hay la narración mejora.
El lenguaje es en general bastante pobre. La autora abusa de la repetición y de la anáfora. Cuando ésta (la anáfora) es superflua, como creo que acabo de demostrar, puede convertirse en un aspecto un tanto irritante para el lector.
Por último, y dado que la novela se desarrolla en mi ciudad natal, València, quizás me haya decepcionado un poquito que la ciudad no sea más que un escenario secundario si no terciario. Que el hospital sea el lugar central de la novela no debería ser óbice para que, cuando la trama nos lleva a otros puntos de la ciudad del Turia, cosa que ocurre con frecuencia, se intercalaran algunas descripciones o algunos detalles que le den mayor realce a los hechos que cuenta.
Si éste es el nivel literario que la editorial Planeta selecciona como finalista (y monetariamente hablando, no es un premio menor), quizás la novela española en lengua castellana esté atravesando un periodo de crisis tan grave como la crisis económica por la que atraviesa el país. No me cabe duda de que mi paisana Amoraga tiene excelentes dotes novelísticas; pero tampoco tengo ninguna duda de que El tiempo mientras tanto fue ideada para venderse, más como producto destinado a las líneas dominantes del mercado que como obra literaria.

18 mar 2011

Reseña: Fin, de David Monteagudo


David Monteagudo, Fin (Barcelona: Acantilado, 2009).


La premisa argumental sobre la que se construye esta novela es potencialmente muy buena. Un grupo de amigos que solían formar una pandilla – lo más natural del mundo – se vuelven a juntar en el solitario refugio adonde solían ir para recordar los viejos tiempos. Todos tienen algo que ocultar, ya sea de su vida actual o de un suceso que aparentemente dejó una marca moral en sus vidas, cuando a un integrante de la pandilla le gastaron una humillante ‘broma’. Hasta aquí, todo parece ser casi ideal para confeccionar una interesante narrativa, y si el autor domina el género del suspense y tiene las dotes necesarias para aderezar la trama con un lenguaje que le resulte atractivo al lector, ¿estamos quizá ante la versión española de un Cormac McCarthy?


La respuesta es fácil, sencilla y tajante: NO.


Tras la cena, y justo cuando comienzan las discusiones y recriminaciones entre los antiguos amigos, algo extraño sucede en el exterior. Qué es lo que sucede exactamente no llega a quedar nunca claro, pero conforme avanza la novelita el escenario en que se mueven los personajes adquiere inverosímiles tintes de apocalipsis, de un fin del mundo en el que los animales han sobrevivido la aparente hecatombe y campan a sus anchas por pueblos, ciudades y carreteras. Incluso se da el caso de que un tigre (sí, has leído bien, los pobrecitos tigres que están en peligro de extinguirse…) se lleva entre sus felinas fauces a una de las chicas que se había parado a hacer un pis en la vereda. En fin…

Por lo demás, aparte de algunos diálogos bastante bien estudiados (en ocasiones, me daba la impresión de que los capítulos parecen seguir más bien un orden teatral, de escenas y actos; es como si Monteagudo hubiera convertido lo que en principio podría haberse ideado en torno a un drama existencialista en una novela), las descripciones suelen ser más bien empalagosas. El tedio que producen en el lector queda compensado por el deseo de saber qué demonios es lo que hace desaparecer uno tras otro a los personajes. Y estoy seguro de que más de un lector habrá quedado si no cabreado, al menos decepcionado por el hecho de que Fin no resuelva las incógnitas con que el autor ha ido tirando del a veces pesado carro de esta novela.

Si lo que Monteagudo buscaba con Fin era realizar un estudio de la condición humana en una situación que produzca miedo, pienso que la novela no lo desarrolla. Hay demasiados tics estereotipados y demasiados puntos suspensivos que no llevan a ninguna parte. Si Fin ha sido un gran éxito de ventas en España – que lo ha sido – cabría preguntarse por qué; al que esto escribe no le queda nada clara la razón.

29 ene 2011

Reseña: La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina


Antonio Muñoz Molina, La noche de los tiempos (Barcelona: Seix Barral, 2009). 958 páginas.

En medio de la sanguinaria y demente convulsión que tiene lugar tras el levantamiento del ejército contra la II República, el arquitecto madrileño Ignacio Abel busca desesperadamente y sin éxito a la joven americana Judith Biely, su amante, por las calles de Madrid. Meses más tarde Abel se hallará en un pequeño pueblo del estado de Nueva York, Rhineberg, donde se encuentra el Burton College, adonde ha acudido invitado para impartir clases y para completar el proyecto de construcción de una gran biblioteca.

Abel ha salido de España solo; ha dejado atrás a su familia (Adela, su esposa, y Lita y Miguel, sus hijos). ¿Se ha exiliado por motivos políticos o ha huido de una vida que no le producía satisfacción alguna? En el inicio de la novela Muñoz Molina nos presenta a Abel a punto de iniciar el corto viaje en tren que le ha de llevar a Rhineberg. Durante el viaje el arquitecto va a ir rememorando la historia del amor secreto con Judith en un contexto de desquiciamiento, en el que son muy palpables la extremada crispación social y el caos que precedieron al comienzo de la guerra civil.

Tras la lectura de sus 958 páginas, La noche de los tiempos resulta un fresco admirable y plenamente convincente, en el que vemos transitar tanto a personajes ficticios como históricos (como el presidente Azaña, el doctor Juan Negrín, Rafael Alberti, Moreno Villa, José Bergamín); Muñoz Molina no ha descuidado detalle alguno. La novela progresa en un vaivén temporal, volviendo al pasado desde el presente que es el viaje en tren por tierras norteamericanas de Ignacio Abel, quien rememora su vida en los meses anteriores al desencadenamiento de la guerra civil y el sangriento desastre consiguiente.

El minucioso retrato que hace Muñoz Molina del personaje ficticio que es Ignacio Abel no lo presenta como un hombre de origen humilde, un idealista que quisiera hacer real todo el potencial de sus ideas, y quien sin embargo tiene también sus imperfecciones: las indecisiones, los silencios, la ceguera y el sonambulismo rigen su vida en medio de la catástrofe que se cierne sobre la ciudadanía. Muñoz Molina contrapone pasiones constructivas y destructivas: la pasión del amor (Ignacio Abel y Judith Biely) y el fanatismo violento, ciego e intransigente que convierte a Madrid en un pavoroso campo de batalla en el que la vida de los inocentes y los indefensos no vale nada.

En La noche de los tiempos el autor ha plasmado también algunos personajes extraordinarios: la familia de Adela, la mujer de Abel, es un estrafalario muestrario de la España católica, arcaica y anquilosada que defendió la ilegalidad de la sublevación de los militares; o, por ejemplo, un profesor judío exiliado de Alemania, Rossman, el apátrida que encarna los estragos que causaron tanto el nazismo como el estalinismo en Europa; o el extraño filántropo americano Van Doren; o el propio Eutimio, el leal capataz de las obras que dirige Ignacio Abel, a quien en un momento decisivo le salvará la vida.

Pero son sin duda Ignacio Abel y Judith Biely los personajes cuya historia construye el armazón de esta sólida narración. Veamos en un par de pasajes la descripción que hace Muñoz Molina de algunos de sus rasgos más característicos. En el primero se nos ofrece la perspectiva que Ignacio Abel tiene del futuro.

“El porvenir no era una bruma de desconocimiento o una proyección de deseos insensatos, no el vaticinio embustero de las cartas o de las líneas de la mano, la profecía siniestra de los predicadores del fin del mundo o del paraíso sobre la tierra. El porvenir estaba previsto en las líneas azules de los planos y en las maquetas que él mismo había ayudado a construir, con su amor por las cosas que pueden hacerse con las manos, dibujar con tiralíneas y luego recortar con unas tijeras escuchando el sonido del acero afilado que hiende la cartulina. La emoción estética suprema era un golpe visual instantáneo. Ver algo completo y de repente con una sola mirada, comprender con los ojos, adivinar una forma con el tacto. Ignacio Abel amaba los bloques de madera de los juegos de construcción de sus hijos, la tipografía de los libros de Juan Ramón Jiménez, la poesía de los ángulos rectos de Le Corbusier.” (p. 260-1)

“The future was neither blurry ignorance nor the projection of senseless wishes. It was not the mendacity of tarot cards or the sinister prophecy of preachers of doom or of heaven on earth. The future was laid out in the blue lines of the plans and models he himself had helped to build, with his love for the things that can be done using your own hands, drawing them with a ruling pen and then trimming them with scissors whilst listening to the sound of the sharpened steel cutting through the cardboard. A quick glance became the ultimate aesthetic feeling: suddenly seeing something complete in just one look, understanding it through your own eyes, guessing its shape with your hands. Ignacio Abel loved the wooden blocks of his children’s toys, the typography in Juan Ramon Jimenez’s books, the poetry in Le Corbusier’s right angles.”

En el segundo pasaje seleccionado, Muñoz Molina describe a Judith Biely:

“Pero era una mujer práctica aunque amara tanto las películas y las novelas, aunque tan voluntariosamente se dejara seducir por su engaño. Habría un despertar igual que habría un regreso, pero por ahora, deliberadamente, mantenía el porvenir en suspenso. Una película no dura siempre, una canción se acaba en unos pocos minutos, una novela llega a la última página y uno levanta los ojos y los tiene húmedos de lágrimas, y una congoja del todo real que le oprime la garganta. Qué raro que tardara tanto en rebelarse contra la aceptación del previsible final, que le bastara una vida tan limitada y en suspenso como las dos horas que se pasan en la oscuridad del cine. Saber que una novela sucede en otras dimensiones no priva a nadie del deleite de sumergirse en ella. Tal vez porque Madrid había sido durante tantos años una ciudad de la literatura a Judith Biely le costaba muy poco concederse la indulgencia de vivir temporalmente en el interior de algo que se parecía a una novela. No habría un precio que pagar, un daño del que arrepentirse, una desgarradura de dolorosa y larga curación. En las novelas los personajes descubren la amargura y son engañados y lo pierden todo y mueren y sin embargo se cierra el libro y es como si nunca hubieran existido y se vuelve a abrir por la primera página y están vivos de nuevo, intactos en su juventud y en su disposición de felicidad y coraje. Porque en las cartas copiosas que seguía escribiendo a su madre no había ninguna referencia a su vida secreta era como si ésta no existiera del todo, o no pudiera tener consecuencias.” (p. 295)

“But she was a practical woman, although she loved films and novels, although she willingly let herself be seduced by their deceit. There would be an awakening, just as there would be a return, yet for the time being she deliberately kept her future suspended. A film won’t last forever; a song will finish after a few minutes; you reach the last page of a novel and you look up and your eyes are filling with tears, and you feel your throat wracked with absolutely real anguish. Wasn’t it strange it was taking her so long to rise up against the predictable ending, that such a limited, suspended life was enough for her, like the two hours you spend in the darkness of a cinema? The knowledge that a novel occurs in other dimensions does not stop anyone from the pleasure of getting into it. Perhaps because Madrid had been a city of literature for so many years, it was easy for Judith Biely to indulge herself in temporarily living within something that resembled a novel. There was no price to pay, no damage to regret, and no painful rip that would take very long to heal. The characters in a novel find bitterness and are deceived, they lose everything and they die; however, you close the book and it is as if they had never existed, and then you reopen the book on the first page and they are alive again, undamaged in their young age and in their happy and courageous stance. As there was no reference to her secret life in the numerous letters she kept writing to her mother, it was as if it did not really exist, or as if it could not have any consequences.”

La relación entre Ignacio y Judith no termina debido al estallido de la guerra civil y el caos que sobreviene; es Judith la que escapa de Madrid en primer lugar, pero no lo hace huyendo de los horrores y de los crímenes, sino de sí misma. Mientras, Ignacio Abel queda en Madrid, cada vez más apartado de su vida de burgués, sin posibilidad de reencontrarse con su familia, un náufrago.

La noche de los tiempos es en muchas de sus páginas un fascinante grabado de una época que dejó en España cicatrices históricas no del todo cerradas. Muñoz Molina imprime una perspectiva narrativa minuciosa y detallista, en tanto que la voz del narrador omnisciente, que se nos presenta como alguien ecuánime, toma en ocasiones la posición de Ignacio Abel, sin que por ello cambie en absoluto el punto de vista narrativo. Sin llegar a tener la exquisitez de El jinete polaco, La noche de los tiempos no defrauda al lector exigente.

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