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1 dic 2017

Reseña: The Butt, de Will Self

Will Self, The Butt (Londres: Bloomsbury, 2008). 355 páginas.

El estadounidense Tom Brodzinski está a punto de terminar sus vacaciones en un país innombrado cuando decide salir al balcón del apartamento y disfrutar de su último cigarrillo. Ha tomado la sabia decisión de dejar el tabaco para siempre, en un lugar donde las leyes han marginado al fumador a zonas muy claramente demarcadas (y que recuerda mucho a la realidad australiana). Terminado el cigarrillo, Tom inadvertidamente lanza la colilla todavía encendida, y por mala suerte cae en la cabeza pelada de un hombre ya mayor que estaba en el patio con su joven esposa. La colilla le provoca una quemadura aparentemente sin importancia.

Aparentemente solo. Ese será el comienzo de una pesadilla para Tom. Las leyes se aplican de manera inexorable en este extraño país sin nombre, y a la mañana siguiente Tom ya ha sido identificado, y una posible orden de arresto es solo cuestión de minutos. La colilla ha atravesado el espacio público y Tom no estaba respetando las distancias marcadas para los fumadores. Para empeorar todavía más las cosas, la joven esposa de la víctima pertenece a una de las tribus del país, y por ello las leyes autóctonas relativas a castigos y compensaciones serán de aplicación.

Tom organiza el regreso de su familia a los EE. UU., pero debe permanecer en el país a la espera del juicio. Lo que debiera ser un simple trámite administrativo se convierte en un intricado litigio, cuya resolución implicará a Tom en un viaje al interior del país, envuelto en conflictos domésticos que bien pudieran reflejar el Iraq posterior a esa intervención ‘salvadora’ de las potencias democráticas (y otros países adláteres venidos a menos cuyos líderes se cursaron invitación a las Azores). Uno trata de escribir en modo ironía, eh; por si acaso, que quede claro.

En su viaje Tom habrá de ir acompañado de un tipejo al que supone un despreciable pederasta, un ¿inglés? llamado Brian Prentice. Las extraordinarias distancias que han de recorrer son ciertamente tediosas – la hipérbole no funciona en este caso: quien haya cruzado Australia sabe que los números que menciona Self, aunque estén próximos, no se ajustan a la realidad. Pero, además, la meticulosidad que despliega el autor para la descripción de chocantes sistemas legales y sutilezas procedimentales de muy dudosa credibilidad puede que importune más que entretenga al lector.

La cuestión, a fin de cuentas, es saber qué narices de misión ha de acometer Brodzinski en el interior de ese país de paisaje inhóspito y pobladores que solo parecen buscar aprovecharse de él y exprimirle la tarjeta de crédito al máximo. ¿Es su cometido eliminar a Prentice – y de paso llevarse los jugosos beneficios de la tontina que han suscrito antes del viaje? ¿O es en realidad el juguete de otros que mueven los hilos, cabeza de turco y víctima propiciatoria, y todo como consecuencia del lanzamiento de su última colilla?
¿Y si se hubiesen escrito tantas novelas como colillas hayan sido lanzadas al aire por esas personas cegadas por el humo? Fotografía de Stefan-Xp.
Self vuelve a demostrar su gran capacidad inventiva para escribir ficción de alto calibre. The Butt reúne elementos de la novela distópica y de gesta de carretera: son los ecos de El corazón de las tinieblas de Conrad. Pero como en sus libros anteriores, es la sátira lo que predomina. El colonialismo, tanto el decimonónico como el actual (no menos brutal por menos obvio que sea), esa industria legal tan en boga de la compensación jurídica que ha devenido en explotación de cualquier subterfugio por parte de letrados sin escrúpulos, la industria de la ayuda humanitaria… todos estos temas quedan retratados en la novela, y ninguno sale bien parado.

Con personajes tan sutilmente retratados a través de sus palabras como el cónsul honorario, Winnie, o el abogado Jethro Swai-Phillips, un letrado local de pelo ensortijado, que viste camisas hawaianas y hace gala de una portentosa ambigüedad moral y profesional, The Butt tiene todos los elementos para hacer disfrutar a los fans de Self. La única pega, como ya he mencionado, es la posiblemente innecesaria longitud de la narración del viaje.

29 jul 2012

Contra el fumador

Adriaen Brouwer, Los fumadores, óleo, circa 1637


Contra el fumador

Durante aproximadamente veinticinco años, yo fui fumador. En otras palabras: reconozco públicamente – y sin tapujos – que durante casi veinticinco años de mi vida fui un ser estúpido y egoísta, y en mi estupidez, en mi mezquino empecinamiento, lo que hacía era cagarme en el derecho inalienable de los demás a no tener que respirar el humo de mis cigarrillos.

Hace poco leí en la prensa australiana que alguien propone que se prohíba la venta de cigarrillos a las personas nacidas en el siglo XXI. Australia es uno de los lugares del mundo donde menos se fuma. Hubo muchas campañas de concienciación, muchas campañas de apoyo a quienes hacían el esfuerzo de dejar esa droga, y sobre todo, se implementó una medida muy efectiva: el incremento del componente tributario sobre el producto, es decir, los impuestos sobre el tabaco, fue una de las reglas más disuasorias.

Entre otras disposiciones gubernamentales, en Australia no existe publicidad del tabaco. Los productos que causan la enfermedad conocida como tabaquismo no se encuentran a la vista en ningún lugar público (en supermercados y gasolineras están por ley ocultos en armarios que deben cerrar los empleados tras vender alguna dosis a algún usuario que la adquiera). La última de las juiciosas medidas tomadas por los legisladores de la res publica es la abolición de la posibilidad de que los productores de estas drogas las envuelvan en vistosos diseños llenos de colorido y tentadoras imágenes.

Todos sabemos que los productores de la droga manejan enormes cantidades de capital y obtienen vastísimos beneficios a costa de la salud de muchos infelices. Tan largos son los tentáculos de su dinero y tan poderoso es el poder de sus amenazas, que ya han ‘convencido’ a varios gobiernos de estados diversos (Ucrania, Honduras y la República Dominicana) para que presenten acciones legales en contra de la última de las medidas antitabaquismo del gobierno federal australiano.

Conozco a muchas personas con un alto nivel de inteligencia, personas que – y esto es algo que no niego – son mucho más inteligentes que yo, y que sin embargo resultan ser personas lo suficientemente obtusas como para seguir enganchadas a una droga que les matará mucho antes de que les llegue el momento natural de morir – salvo accidente o catástrofe natural – pero que reducirá (y esto es mucho más importante) con toda probabilidad la esperanza de vida de las personas con las que conviven.

Resulta difícil comprender que personas con un alto nivel intelectual (gente con un PhD, brillantes traductores plurilingües, espléndidos escritores, arquitectos), conscientes de su nocividad y sabedores de la existencia de los aditivos químicos que los productores agregan a sus preparados, no solamente continúen adquiriendo y consumiendo un engañabobos sino que además defiendan su ‘derecho’ a que los engañen, los envenenen y los timen.

Mi padre fue un fumador empedernido. Fumaba Ducados en el interior del coche (primero fue un modelo ranchera de marca que ahora no recuerdo, luego un Renault 12, luego un Chrysler que heredé yo más tarde) por lo cual desde bien pequeño estuve aspirando el humo del tabaco.

En aquella época el fumador era una figura idolatrada por la industria cinematográfica de Hollywood, que tan propensa ha sido siempre para ayudar a vender los productos de otras industrias. No es que pretenda – ni quiero hacerlo – disculpar ni justificar a mi padre, pero sí es cierto que en la época en la que creció y se educó, en medio de la posguerra y sometido a los esquemas represivos propios del régimen franquista, la presión social ("los hombres de verdad fuman") era de seguro insoportable o bien difícil de llevar; si a la perniciosa educación recibida le añadimos el estrés que conllevaba su trabajo, no debiera extrañar a nadie que el tabaco formara parte de su vida (y también de la mía) y que fuera la causa primordial de su prematura muerte.

Haber estado al borde de la muerte me ha enseñado algunas cosas – en realidad muchas, y muy valiosas – con las cuales no todo el mundo tiene por qué estar de acuerdo. Sin embargo, puedo decir con total seguridad y convencimiento que la decisión que tomé días después del nacimiento de mi difunta hija Clea (dejar de ser el ser estúpido, ciego y egoísta que era, y especialmente dejar de contaminar el aire que ella, una bebé de apenas 2 kilos de peso, respiraba) está entre las pocas decisiones tomadas en mis casi 48 años de vida que realmente podría aducir como inteligentes.

Es posible imaginar un mundo sin la lacra del tabaquismo. Por eso yo apoyo a rajatabla esa propuesta que establezca un mundo sin cigarrillos para los nacidos en el siglo XXI.

Fumador = Necio

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