24 nov 2011

Muertos de risa, un cuento de Susan Johnson

Costa de Queensland, con la isla Bribie al fondo. Fotografía: Vladimir Venkov.
Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo un cuento de la autora australiana Susan Johnson, Dying, Laughing, y que he traducido al castellano bajo el título Muertos de risa.

Muertos de risa lleva al lector al interior de la casa de una joven madre soltera, Kylie, en un día de verano en el cual Kylie preferiría no tener que despertarse y hacer frente a su realidad. Una visión lacerante del malvivir de una mujer (auto)engañada por la promesa de que todos los problemas pueden tener solución, promesa de que la cándida juventud parece convencer a muchos y muchas.

El cuento de Susan Johnson comienza así:

Los niños de Kylie Thomas llevaban subidos al tejado de la casa desde primeras horas de la mañana. Los había oído, como de lejos, dando golpecitos en los márgenes de su consciencia mientras ella trataba de aferrarse al sueño, incluso mientras éste desaparecía. Adoraba dormir, le encantaba la circunstancia de no ser consciente del dolor, de los problemas, de cada uno de los golpecitos que sonaban a exigencia. ¡Los niños lo querían tener todo! ¡Todo el tiempo, y todo enseguida! Si se hubiera dado cuenta de qué era un niño antes de crear uno por accidente, se habría ido bien lejos de allí, y a la carrera. Habría corrido tan rápido que Russell Woodbridge nunca la habría alcanzado, nunca le habría dado un beso en la mejilla al pasar ni le habría tomado la cabeza por el pelo suelto al viento. Nunca la habría inmovilizado con su pálido y enjuto cuerpo encima de ella.

Puedes terminar de leerlo aquí.

Puedes encontrar el texto original en inglés aquí, en la revista Griffith Review. Si tienes curiosidad por saber más acerca de Susan Johnson y de su obra, puedes visitar su sitio web aquí.

19 nov 2011

Reseña: Burning Books, de Matthew Fishburn


Matthew Fishburn, Burning Books (Basingstoke y Nueva York: Palgrave MacMillan, 2008). 239 páginas.


Uno de los recuerdos más entrañables de mi niñez me lleva a la salita de estar de mi abuelo materno, la cual albergaba, además de un piano que yo aporreaba con mala saña, una gran parte de su modesta pero interesante biblioteca. Intento evocar en mi cada vez menos confiable memoria una ocasión en que mi abuelo me enseñó cierto volumen, del cual me decía que estaba prohibido. No recuerdo muy bien de qué libro se trataba.
Corría la década de los setenta, nos hallábamos en los estertores de la dictadura fascista de Franco, y para el niño de siete u ocho años que yo era la idea de tener un libro prohibido en casa (mis abuelos vivían en el piso debajo del nuestro, y padecían, sin duda con cierto estoicismo, las carreras que yo y mis hermanos hacíamos por el pasillo) constituía una pequeña pero excitante aventura.
Fue mi abuelo el que me dijo que había que leer el Quijote tres veces en la vida. Y precisamente en el Quijote tuve el primer contacto literario con la quema de libros: la muy famosa escena en la que el cura y el barbero acceden a la solicitud del ama y la sobrina del caballero manchego a quemar los libros de caballerías de don Alonso Quijano, los cuales le han secado el cerebro.


Que los libros concentran en sí mismos poder o peligro es una idea que se ha repetido de manera constante en la literatura europea: además del caso ya mencionado antes, en La tempestad, Calibán le pide a Stefano que queme los libros de Próspero para que pueda ser liberado de sus conjuros. En el Doctor Fausto de Marlowe, Fausto promete que quemará sus libros. Quemar para purificar, para reiniciar desde cero. Fueron muchos los autores que quemaron obras propias: Fishburn menciona a Wittgenstein, Freud, Lord Byron y Tomás Moro, entre otros. Vladimir Nabokov trató de quemar Lolita, mas su mujer lo sacó del fuego. Algo por lo que debemos estarle agradecidos por siempre.


El Emperador Constantino y el Concilio de Nicea. Quema de libros. Del Manuscrito CLXV, Biblioteca Capitolare, Vercelli, compendio de derecho canónico producido en el norte de Italia circa 825. Source: Wikicommons
En nuestros tiempos, un somero repaso en YouTube muestra un sinfín de videos de jóvenes que queman algún libro (sobre todo, los libros de texto). Yo mismo estuve tentado, al acabar la carrera de Filología, de darle su merecido a algunos libros que llegué a odiar a lo largo de cinco años de estudios. Pero no lo hice (que yo recuerde), sobre todo pensando en lo caros que resultaban, y que podían además serles de utilidad o ahorrarles dinero a otros.
Es innegable que existe una cierta ambivalencia respecto a la quema de libros: ¿quién no ha odiado algún libro (o a su autor) tanto que le ha cruzado por la cabeza la idea de prenderle fuego a sus páginas? Un insulto favorito entre literatos enemigos es prender un fuego usando las páginas del libro del escritor odiado.
La diferencia estriba, obviamente, en hacer de la quema de libros un espectáculo público, frente a la ceremonia íntima de limpieza que uno puede acometer en ciertas circunstancias – aunque el gran número de videos disponibles en Internet de gente que quema libros pareciera indicar que no es algo tan íntimo.


Berruguete. El milagro del libro. Dice la leyenda que las llamas rechazaron tres veces ciertos libros que gozaban de 'protección divina'.
Un breve recuento de obras meramente literarias, que han pasado a ser reconocidos clásicos, pero que en su momento fueron censuradas y/o quemadas incluiría al Ulises de Joyce, Las uvas de la ira de Steinbeck, El amante de Lady Chatterley de Lawrence, Sin novedad en el frente del alemán Remarque, o Fiesta de Hemingway.
James Joyce comentó con jocosidad que algún alma caritativa compró la primera tirada completa de la primera edición de Dubliners, que 22 editores habían rechazado previamente, para quemarla en Dublín.
Burning Books es un completísimo estudio sobre el curioso y antiquísimo fenómeno de la destrucción de los libros, centrado particularmente en las quemas organizadas por el régimen nazi en Alemania.


Students organized by the Nazi party parade in front of the building of the Institute for Sexual Research in Berlin prior to pillaging it on May 6, 1933. They confiscated its books, photos and periodicals for burning. The Institute had been established by Magnus Hirschfeld, a Jewish homosexual doctor, as a center for sexology. It provided counselling and other services, and sought rights for homosexuals and transsexuals. Source: Wikicommons
Una de las interesantes historias circunstanciales que narra Fishburn es la de la Biblioteca de los Libros Quemados que se estableció en París en respuesta a la quema organizada de libros por parte de los nazis. La primera quema de libros, hábilmente orquestada por Goebbels en Berlín el 10 de mayo de 1933, fue recibida por las democracias occidentales, nos dice Fishburn, con una mezcla de repulsa y de incredulidad, cuando no de burla; las reacciones que avisaban de que estas muestras de barbarismo eran solo el preludio de algo peor no recibieron la atención que merecían, como vino a demostrar luego la historia.
Pero no fueron solamente los nazis quienes emprendieron una purga de literatura que no aceptaban mediante su combustión; existe un estudio (realizado por M. Z. Zelenov) que calcula que solamente en los años 1938-39 unos 24 millones de libros fueron confiscados de bibliotecas y librerías en la Unión Soviética para ser destruidos.
Fishburn analiza con mucho lujo de detalles históricos la réplica propagandística que los aliados elaboraron en los albores de la II Guerra Mundial, durante la guerra civil española y en el transcurso de la guerra misma. Desde los editoriales de periódicos y revistas, pasando por adaptaciones al cine de relatos y novelas, la imaginería de los nazis como bárbaros que quemaban libros fue explotada y manipulada para servir los intereses de los aliados.


Chile, septiembre de 1973. Quema de libros izquierdistas durante los primeros días del régimen militar chileno. Revista Redacción, de Argentina- Fotógrafo: Charles Burnett (Gamma, 1973).
Observa Fishburn que “el lenguaje de la destrucción está tan tenuemente separado del lenguaje de la renovación, que existe algo emocionalmente rico en la posibilidad de una gran hoguera que purgue la acumulación muerta del pasado”. La retórica de los que propugnan la quema de libros nunca está demasiado lejos del pensamiento utópico, pero el hecho es, nos recuerda Fishburn, que “la quema pública de libros siempre es fundamentalmente un acto simbólico, un cruce entre legislación y publicidad”.


Este es un libro escrito con mucha elegancia y sencillez, lejos del pesado lenguaje académico que, en mi opinión, suele malograr muchos libros de historia. Muy recomendable, aunque me temo que no es probable que sea traducido al castellano (o al catalán) ni publicado en España.

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