Rachel Kushner, The Flamethrowers (Nueva York: Scribner, 2013). 384 páginas.
Tenemos un piano
en casa, en el que mi mujer toca algún que otro vals y otras piezas de tono más
bien melancólico, que es el que nos va. Hace unas semanas busqué en internet la
partitura de ‘Perfect Day’ para que la interprete y así me alegre un poquito la
tarde, incluso aunque a ella le resulte bastante difícil y se atasque a veces.
Esto viene a cuento de que en la página 268 de The Flamethrowers, Kushner menciona este temazo de Lou Reed como la
música que emite la radio clandestina tras un comunicado desde la casa a la que
ha llegado la protagonista en compañía de Gianni, tras la traición de su novio
Sandro. Puedes ponerte la música como acompañamiento, si es que te decides a invertir
un par de minutos de tu tiempo en seguir leyendo.
Las desmedidas alabanzas que recibió esta novela (la segunda de Kushner; Telex from Cuba, la primera, todavía no
ha caído entre mis manos) son precisamente eso: desmedidas. Es ciertamente una
narración inusual, bastante disimilar de lo acostumbrado en los EE.UU., pero
para mi gusto está una pizca deslavazada en el arranque. Me costó horrores
conectar con la novela (no con la trama, que no es en absoluto enrevesada).
Una joven de
Nevada (Reno funciona como apodo de la protagonista) con aspiraciones
artísticas se traslada a Nueva York. El verdadero arte, nos dice, entraña
riesgos. Hacer amigos en la Gran Manzana no es tan fácil, y Reno aprovecha la
más mínima oportunidad para acercarse a los círculos y grupos de artistas más
en boga. Entre ellos está un italiano casi dos décadas mayor que ella, un tal
Sandro Valera, rico heredero de una ficticia famiglia propietaria de una enorme fábrica de neumáticos y
motocicletas. Sandro le consigue una moto a Reno para que pueda correr en las
salinas de Bonneville y luego fotografiar los dibujos que deje la moto en la
blanquísima superficie de las salinas. ¿Arte terrestre?
Las planicies salinas de Bonneville. Fotografía de Famartin. |
Reno tiene un
fuerte accidente en Nevada del que sale mayormente indemne. Destroza la moto,
pero el equipo Valera le ofrece la oportunidad de batir el record de velocidad
femenino con el coche de Didi, el piloto profesional. Meses después surge la
posibilidad de viajar a Italia para promocionar el coche y la marca Valera, y
allí que se va Reno con Sandro. La recepción por parte de la familia Valera es
más bien fría cuando no abiertamente grosera. Cuando por pura casualidad descubre
que Sandro no quiere evitar ser el estereotípico machito italiano infiel, Reno
huye a Roma en compañía de uno de los empleados de la familia, Gianni. En Roma
se une a un grupo activista y participa en las marchas de protesta
anticapitalista, pero en las consabidas carreras huyendo de los antidisturbios
pierde su cámara, y todo propósito que pudiera haber tenido el viaje a Italia
se desvanece. ¿Qué busca Reno? Posiblemente ni ella misma lo sepa.
Kushner combina lo
histórico con lo inventado. La firma Valera bien podría estar inspirada en la famosísima
Laverda, una marca histórica prácticamente desaparecida pero que recuerdan muy
bien nostálgicos moteros como mi amigo Glenn, propietario de una moto Guzzi. El
armazón histórico le permite a Kushner dotar su ficción de verosimilitud y un
sabor a autenticidad. Así, el primer capítulo nos lleva al frente de la I
Guerra Mundial, donde el patriarca Valera mata a un soldado alemán con el faro
de una motocicleta.
¿650 cc de puro fuego? Or a coffin on wheels? Fotografía de Mike Schinkel. |
La trama está sólidamente
apuntalada con unos personajes secundarios a cada cual más curioso. La mayoría dan
muchísimo juego y generalmente (no siempre) ayudan a mantener el ritmo de la
novela. Por ejemplo, Giddle, la camarera amiga de Reno, que aun albergando
aspiraciones artísticas busca deliberadamente el anonimato, la insignificancia.
O el artista amigo de Sandro, Ronnie Fontaine, quizás el más enigmático, con
quien Reno pasa una noche de tragos y locuras en la compañía de otra pareja. O
el siniestro Burdmoore Model, que fue líder de los Motherfuckers, un grupo anarquista,
justiciero y criminal de Nueva York, en compañía de un cubano que se hacía
llamar Fah-Q. Muchos de los personajes tienen alguna historia que contar:
algunas son mejores que otras, pero llenan en todo caso las páginas. En todos
los escenarios, presente aunque a un tiempo algo apartada de todo, está Reno.
Es una narradora bastante pasiva: guarda un irónico silencio en las cenas en
las que los artistas fanfarronean e interpretan la conocida bufonada que caracteriza
a muchos de ellos en público.
Y la verdad es
que tampoco en Italia se suelta Reno, pese a que asegura hablar el idioma con
cierta fluidez. Más bien se limita a escuchar y tragar los dardos envenenados e
insultos del hermano de Sandro, Roberto Valera, y de Mamma Varela. En ese sentido, pareciera ser más antiheroína que figura
fundamental de la novela.
En mi opinión, The Flamethrowers busca abarcar mucho
más de lo que puede controlar con solidez: las referencias históricas a la Gran
Guerra, el futurismo italiano, el fascismo de Mussolini, la esclavitud encubierta
de los indígenas en las explotaciones caucheras en el Brasil de la posguerra, las
revueltas de la Italia de los 70 y la guerrilla urbana de las Brigatti Rossi, la
misoginia más descarnada, la escena artística en los tiempos de Warhol y
Ginsberg. Una mezcolanza informe, un batido de ideas políticas, artísticas y socioculturales
sin que nadie le aplique el necesario control. Son demasiadas las nueces que se
juntan para producir un extraño ruido, por muy elegante y bien escrito que esté
(que lo está: Kushner tiene el don de la palabra justa, y produce evocativos
pasajes rebosantes de lirismo).
The Flamethrowers se publicó en castellano en 2014 en Galaxia Gutenberg, bajo el título
de Los lanzallamas, en traducción de Amelia
Pérez de Villar.
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