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4 may 2015

Niu - Cocos (Coconuts 4 sale)

Niu es la palabra samoana para coco. De esta manera tan artística y atractiva colocan los cocos los campesinos de las zonas rurales de Samoa en la vereda de las carreteras. No consigo entender por qué no se caen, debe de haber algún truco o ingenio que se me escapa. Trataré de averiguar cómo se las ingenian para crear estas extrañas columnas.

5 de mayo.

Misterio resuelto. Atan los cocos con tiras de la palmera a un palo largo que clavan en la tierra y que queda invisible. El mérito es lograr un equilibrio perfecto de modo que no caigan. El agua del coco es muy refrescante y nutritiva.

8 ene 2012

Buscando a Tusitala: una crónica en Hermano Cerdo

El comedor en la residencia de los Stevenson. Vailima, Apia, Samoa.


La revista Hermano Cerdo acaba de publicar una crónica titulada Buscando a Tusitala, un relato basado en la visita a fines de noviembre (la tercera ocasión en que voy a Samoa) a la isla de Upolu, la más populosa. Comienza así:
La noticia de la multa por valor de cien cerdas como castigo en un caso de supuesta mala conducta durante la reciente Copa del Mundo en Nueva Zelanda, multa que le fue impuesta al manager del equipo de rugby de Samoa, fue recogida por los medios de comunicación españoles con una pizca de curiosidad, que dio paso a la hilaridad y a los comentarios jocosos de los internautas, que naturalmente hicieron gala de su ignorancia de la sociedad y cultura samoanas, cuando no de absurdos prejuicios con ciertas dosis de tufo a colonialismo rancio y trasnochado.
Puedes terminar de leerla haciendo clic aquí. Espero que te guste.

9 dic 2011

Home from Sea: la vida y la muerte de Robert Louis Stevenson en Samoa


Richard A. Bermann, Home from sea (Honolulu: Mutual Publishing, 2006 [1939]). Trad. al inglés de Elizabeth R. Hapgood. 280 páginas.


He visitado Vailima en tres ocasiones; con cada visita he descubierto cosas nuevas acerca de Robert Louis Stevenson, pero sin duda la lectura de este libro ha logrado despertar en mí un mayor respeto si cabe por el hombre al que los samoanos bautizaron como Tusitala, el cuentacuentos.



La familia Stevenson y sus empleados samoanos posan a la entrada de Vailima. Tusitala, en el centro. Casa-Museo Vailima, Apia, Samoa.

En el prólogo, el autor alemán declara que la idea de escribir este libro acerca de los dos últimos años de la vida de Stevenson en la finca que por entonces se hallaba en las afueras de Apia, se le ocurrió en la cima de Monte Vaea, donde reposan los restos de Tusitala y su mujer Fanny (Aolele para los samoanos). Stevenson murió en 1894, y la fecha que Bermann da de su ascenso a Monte Vaea es 1925. Aun así, declara que para escribir el libro logró recabar el testimonio de muchas personas que conocieron a Stevenson.

Con el trasfondo histórico de la lucha entre las potencias occidentales de la época (un enfrentamiento que apenas dos décadas más tarde degeneraría en la Primera Guerra Mundial), Bermann describe a Stevenson como el palagi al que los samoanos aprendieron a respetar y a querer. Samoa ya estaba colonizada por entonces, pero el pulso entre alemanes, británicos y norteamericanos por el control político del archipiélago polinesio llevó al enfrentamiento entre dos bandos de samoanos: los leales al rey Laupepa, el títere de las llamadas potencias protectoras, y los seguidores de Mataafa, quien propugnaba mayor grado de libertad e independencia para los samoanos.


Una de las chimeneas que Stevenson hizo construir para darle un cierto sabor escocés a Vailima. Nunca se han utilizado, y carecen de tiro. A la derecha, un brasero, también meramente decorativo.

El libro, en una esmerada traducción aunque un poquito añeja para 2011 (la traducción de Hapgood es de la década de los sesenta), alterna las escenas de la vida familiar de los Stevenson en Vailima con los momentos en que Tusitala se dedicaba a la creación literaria o al dictado de cartas. También nos lleva a Hawái, adonde Stevenson se marchó por unas semanas tras el final del conflicto interno samoano. Está salpicado de anécdotas, que bien pudieran ser ciertas, exageradas o totalmente  inventadas. Quién lo sabe. Del gran número de anécdotas que recoge Bermann, me quedo con la que relata de su estancia en Honolulu.


Diversas ediciones de obras de RLS en diferentes idiomas. Casa-Museo Vailima, Apia, Samoa.

El armario de las medicinas. No le salvaron la vida.
Tusitala, por entonces ya un hombre enfermizo, se había hecho acompañar de su mayordomo samoano, Talolo, quien se encargaba de sus cuidados cuando se encontraba mal. Stevenson era ya un personaje famoso, y en un hotel de la ciudad un turista inglés lo reconoció e insistió en invitar a Stevenson a una copa. Stevenson le presentó a Talolo como un amigo suyo. “This is my friend Talolo; he is thirsty too”. El inglés no salía de su asombro: Stevenson le estaba pidiendo que invitara también a un hombre de color; de modo que le dijo al camarero que le sirviera a Talolo por separado. Stevenson, con la cabeza fría, le dijo que si Talolo no era lo bastante bueno para compartir una copa con ellos, tampoco él lo era para aceptar la invitación del turista inglés. Y lo dejó allí con un palmo de narices.

La tumba de Tusitala en la cima de Monte Vaea
Home from Sea es sin duda una obra esencial para los estudiosos de Stevenson, y una excelente lectura para todo el que vaya a visitar Samoa y tenga interés por conocer qué hizo y cómo vivió Tusitala en su imponente casa, Vailima, en la Apia de fines del siglo XIX.

26 nov 2010

Reseña: The Adventures of Vela, de Albert Wendt



Albert Wendt. The Adventures of Vela. Honolulu: University of Hawai’i Press, 2009 . 276 p.

Ya no se escriben muchos libros como éste. Y ya casi nadie lee libros como el que nos ha regalado Wendt para nuestro deleite. The Adventures of Vela es una novela en verso libre del poeta, novelista y artista samoano, habitualmente residente en Nueva Zelanda, Albert Wendt. En The Adventures of Vela las vicisitudes diarias de nuestra existencia en esta sociedad moderna y altamente dependiente de la tecnología se mezclan con las crónicas de Vela, una suerte de trovador del océano Pacífico, quien va recorriendo los siglos de la historia, desde el tiempo mitológico de la creación del mundo según las antiguas creencias polinesias hasta nuestros mismos días, a bordo de un vuelo nocturno que parte desde Shanghái rumbo a Sydney, una parte del libro algo desligada del tema general..

Wendt ha consumido muchos años en completar esta gran obra. En la obra vamos cruzando los siglos en la compañía del poeta narrador, que nos dispone a Vela, compositor de canciones, en su viaje por el tiempo, desde la mitología de Nafanua, la diosa samoana que conquistó la paz para su pueblo, pasando por una extraordinaria sociedad que comparte el pensamiento, los Nei, a los cuales Vela subvierte hasta llevarlos al borde del aniquilamiento, y Olfact, la sociedad de la ‘smellocracy’, en la cual todo contacto humano está basado en el olor.

Uno de los aspectos más llamativos de The Adventures of Vela es su musicalidad, su innegable oralidad. Sus versos nos transportan a un tiempo lejano, prehistórico, en el que todas las historias, las leyendas contadas por los ancianos alrededor de un fuego mientras se esperaba a la hora de la cena, se transmitían de manera oral. La voz del poeta narrador nos acerca a esos dioses, los atua, con defectos humanos, y lo hace sin tapujos: Vela, Nafanua y los diversos personajes que se cruzan en la vida de Vela se nos presentan mediante un alto grado de carnalidad y sexualidad, y en la obra resuenan ecos de obras clásicas como Cuentos de Canterbury, Decamerón o La Celestina. El resultado es una obra literaria vibrante, compleja y sorprendente.

Una vez inmerso en la lectura de The Adventures of Vela, el lector queda atrapado por la voz del narrador. He aquí un fragmento del capítulo cuarto, ‘The Contest’:

The Contest

‘We are the remembered cord

that stretches across the abyss

of all that we’ve forgotten

We don’t inherit the past

but a creation of our remembering’

sang Vela



(1)

The contest remains a divining bowl of seawater

in my decaying skull (in it I read again the

tides of my life):



Alopese of Manu’a half-atua half-tagata born

of the Rock where the La rises and Tagaloa

hatched his human reflection

Alopese the Tuimanu’a ‘s Lord of War who read

the signs and harnessed the atua’s ferocity

in the Conch’s whispering

Diviner of the Word who fattened on the mana

of defeated heroes the tanifa’s bitter blood

and the ambidextrous songs of the dolphin

Reader of the future who could lift out

of body as the blue-beaked ti’otala

that cheekiest of birds

It was he who ate the night away as he flew

and at the bright rooster’s call we woke

he was the unblinking eye of our malae

Eyes as rapacious as midnight

tight wrap of muscle and austere sinew

around his talking staff

Long hair bleached skullwhite

with limestone ancient tattooed skin like

shark’s hide bristling

Leaning on his staff rooted to the earth

he rose (even the La shivered) to clog

my moa with fear (and awe)

‘I’ve come to meet the one who is man

and woman gifted who they say can sing all

the seasons through into the future!’ he called





El certamen

‘Somos el cordón de memoria

que se extiende por el abismo

de todo lo que hemos olvidado.

No heredamos el pasado

sino una creación de nuestros recuerdos’

cantó Vela



(1)

En mi cráneo en descomposición el certamen

sigue siendo un cuenco de zahorí

de agua de mar (en él leo otra vez

las mareas de mi vida):



Alopese de Manu’ai semi-atuaii semi-tagataiii nacido

de la Roca donde se alza Laiv y donde Tagaloav

incubó su reflejo humano.

Alopese el Señor de la Guerra de Tuimanu’avi que leyó

los signos y domó la ferocidad del atua

en los susurros de la Caracola.

Zahorí de la Palabra que se cebaba con el manavii

de héroes derrotados la amarga sangre del tanifaviii

y las canciones ambidextras del delfín.

Lector del futuro que podía alzarse fuera

del cuerpo como el ti’otalaix de azulado pico

el más desvergonzado de los pájaros.

Fue él quien se comió la noche mientras volaba

y con la esplendente llamada del gallo despertamos,

suya era la imperturbable mirada en nuestro malaex.

Ojos tan voraces como la medianoche,

ceñido envoltorio de músculo y tendón austero

alrededor de su cayado parlante.

Largos pálidos cabellos blancos como calavera

de piedra caliza vetusta piel tatuada

como pellejo de tiburón, erizándose.

Apoyado en su cayado enraizado en la tierra,

se alzó (y hasta el La tembló) hasta atorar

mi moaxi de miedo (y asombro).

‘He venido a conocer al que está dotado de hombre

y mujer de quien dicen que con su canto puede atravesar

todas las estaciones hasta el futuro!’ dijo en voz alta.

Notas a la traducción:

i Manu’a, un remoto grupo de islas del archipiélago samoano, consta de tres islas principales, Ta’u, Ofu y Olosega. Forman parte de la actual Samoa americana.

ii atua, dios.

iii tagata, hombre.

iv La, el sol.

v Tagaloa, también llamado Tagaloa-lagi o Tagaloa de los cielos) es visto generalmente como el ser supremo, el creador del universo, señor de todos los dioses y progenitor de los demás dioses y los humanos.

vi Tuimanu’a, también Tui Manuʻa, considerado el título de jefe más antiguo en la cultura samoana y polinesia.

vii mana, poder supernatural.

viii tanifa, tipo de tiburón devorador de hombre.

ix pájaro autóctono del Pacífico, emparentado con el martín pescador.

x malae, lugar sagrado, semejante a la plaza del pueblo (salvando las distancias, claro).

xi moa, el pecho, y por extensión, el corazón, el alma. Sa-Moa, el pueblo del Moa.



Pero se trata de un libro complejo, en el cual los simbolismos pueden escapar a nuestra atención con facilidad, y por tanto la relectura paga dividendos. La historia de Samoa dentro del proceso colonial y la progresiva eliminación de su cultura y religión a manos de los misioneros cristianos, que llegaron con ‘palos de fuego y un libro’. De ese modo, Nei, ese lugar de paz y abundancia al que arriba Vela, viene a ser una metáfora del impacto que el colonialismo (Vela) tuvo sobre los colonizados, y de cómo la imposición de un sistema de creencias y valores morales sobre otra civilización terminará siempre por producir su destrucción.

El capítulo final, ‘The final revelations’, constituye la narración de la invasión de Samoa por parte de los colonizadores europeos, y Wendt nos presenta los eventos como si estuviera narrando la filmación de una película. El efecto es en ocasiones un tanto extraño, mas Wendt demuestra tener cierta maestría narrativa: la tensión de los sucesos va en aumento y culmina con la traición a la diosa y reina de Samoa, Nafanua.

15 nov 2010

Galu Afi


Lani Wendt-Young. Pacific Tsunami: Galu Afi. 2010. Editado por Hans Joachim Keil.

La impresión de este libro fue subvencionada por el Programa de Ayuda Exterior del Gobierno de Australia.


Vaya por delante una aclaración: Esto no es una reseña. No puede serlo. No me es posible hacer una reseña de Galu Afi, y no me es posible por razones que son muy obvias para mí y para quienes me conocen. Pues este es un libro que yo he vivido, como se suele decir, en carne propia; y aunque no haya contribuido, nuestra historia está en el libro. Y me reconozco en cada una de las historias que ha recogido Lani Young-Wendt.
Ha sido muy difícil, increíblemente difícil, leer este libro. En ocasiones lo he cerrado de golpe, con lágrimas en los ojos, maldiciendo mi sino. A veces lo leído me ha despertado en mitad de la madrugada, todavía aterrado, otra vez más huyendo del monstruo, de la bestia asesina surgida de las profundidades del mar. Pero ante todo Galu Afi, con toda la tristeza que es ahora parte de mi ser, me ha enseñado a admirar a la gente de Samoa, a respetar su milenaria cultura y querer descubrir más cosas acerca de esas pequeñas y hermosas islas en mitad del océano Pacífico, a aprender, en la medida de lo posible y dada la distancia, su lengua.
Galu Afi. La ola de fuego. A la pérdida de la rica tradición oral de la cultura samoana, en gran parte debida a la conversión al cristianismo infligida en su población durante el periodo colonial, puede atribuirse que a muchos samoanos no les pasara por la cabeza que aquella fatídica estuvieran en peligro. Ciertamente, a muchos de ellos (y también para quien escribe) el terremoto – o mejor dicho, los tres terremotos, según explicaron muchos meses más tarde los expertos en sismología – que sacudió esa parte del Pacífico no les pareció excesivamente fuerte.
Cuando el explorador francés La Perouse (epónimo de un barrio de la ciudad de Sydney, donde también estuvo la expedición gala) llegó a Samoa en 1787 – nos cuenta Lani – observó que los pobladores de la isla construían sus casas en las colinas, alejadas de las playas. La Perouse asumió que lo hacían porque en esa ubicación las viviendas eran más frescas. Cuando el misionero Tuner les preguntó a los habitantes por qué no vivían cerca de la costa, le respondieron: ‘Galu Afi’. La ola de fuego.
Galu Afi es un libro único. Es un compendio de testimonios personales, y la mayoría de ellos cuenta con detalles absolutamente espeluznantes. Cada una de las historias de los supervivientes del 29 de septiembre de 2009 incluye algunas pinceladas del terror de aquellos cuatro o cinco minutos indescriptibles, y del horror de las horas y los días que les siguieron.
No voy a comentar ninguna de las terribles historias que componen Galu Afi. No puedo hacerlo. El dolor es demasiado intenso cuando intento pensar en qué podría escribir sobre esas historias de terror y horror que son, al fin y al cabo, la mía.
Pero sí quiero poner por escrito algunos comentarios sobre el libro. Narrar una catástrofe como la del tsunami del 29 de septiembre de 2009 no puede ser fácil, pero Lani Young-Wendt lo hizo, y sufrió al hacerlo. Entre los distintos capítulos de las narraciones de los supervivientes, Lani intercala sus reflexiones y emociones, sus confesiones. Estas le añaden un valor todavía mayor a este libro. Nos confiesa Lani en la página 73, en la celebración del día de los niños en Samoa, el White Sunday de octubre:
“Ver a mis hijos subidos al estrado el domingo de los niños siempre me hace llorar. Pero hoy ha sido diferente. Hoy mis ojos se posaron en un pareja que ha entrado un poco tarde hacia la parte de detrás de la capilla, como a escondidas. Un hombre joven de ojos y cabellos oscuros, que iba empujando con cuidado una silla de ruedas en la que iba su mujer. Cada uno de sus movimientos expresaba protección. Ella estaba delgada. La silla de ruedas era demasiado grande para su cuerpo encogido. Tenía la pierna vendada, y en el rostro se veían cortes que comenzaban a sanar. He reconocido a esa pareja − y al hacerlo, se me ha caído el alma a los pies. No, este era el peor día posible que podían haber escogido para venir a misa. No. Hoy no.
Los hemos observado subrepticiamente. Los niños estaban cantando, y los ojos de la mujer se han inundado de lágrimas. El marido le ha cogido la mano entre las suyas. Un muchachito ha sonreído picaruelo al enredarse con las palabras que tenía que decir, y luego ha dejado escapar una sonora carcajada, en señal de triunfo cuando ha terminado. Y el hombre se ha puesto a llorar. Le temblaban los hombros en silencio mientras se cubría la cara con las manos. Y esta vez ha sido la mujer quien ha hecho por consolarle.
Ojalá alguien les hubiera avisado. Haberles dicho que no se acercaran hoy, de todos los días del año. Alrededor de ellos, otros padres sonreían al mirar a sus pequeños. Niños que cantaban, que se no se estaban quietos ante la atenta mirada de su maestra, niños que sonreían y saludaban cuando veían a su papá y a su mamá entre el público asistente.
No me pareció correcto estar tan feliz cuando otros sufrían tanto. No pareció correcto que se regocijaran con sus hijos cuando a otros se los habían arrancado. Al final de la misa, hemos hablado con esa joven pareja, pero las palabras me parecían tan inadecuadas. Perdón, quería decirles. Perdón porque, yo todavía tengo a mis hijos, pero los vuestros ya no están. Siento mucho que no puedan estar aquí hoy. Perdón, porque para nosotros, la felicidad es todavía una opción.
Perdón.”
Albert Wendt, el celebrado poeta samoano, y tío de Lani Young-Wendt, ha descrito Galu Afi como un ‘ie toga’, la fina esterilla que es el objeto más valioso y significativo de la cultura samoana: “Este libro es un tributo a los que perecieron, a sus vidas y su valentía, y a sus seres queridos – a sus familiares y amigos – que ahora tienen que vivir, con sus profundas ausencias y el dolor”.
Se necesita mucho coraje, mucha fibra, para hacer lo que ha hecho Lani. Y sin embargo, ella misma confiesa que hubo momentos en que pensaba que no podía cumplir con el compromiso de escribir este libro. Como en estos párrafos de las páginas 150-1, que escribió en noviembre de 2009:
“Hace ya un mes que comencé a trabajar a tiempo completo en este proyecto. Me he reunido con supervivientes de Saleaumua, Satitoa, Lalomanu, Saleapaga, Malaela, Lepa, Vavau. Y de Poutasi. He visto a niños que fueron salvados por sus padres, que los mantuvieron con los brazos en vilo por encima del agua mientras ellos estaban sumergidos [y tragando agua, debiera añadir]. He tocado árboles a los que la gente se subió para escapar de las aguas. He hecho fotos de un pequeño armario de madera al cual se subió un niño y en el cual flotó hasta ponerse a salvo. He conocido a delicadas ancianas octogenarias a quienes sus nietos se las cargaron a las espaldas y las pusieron a salvo. H escuchado a madres que lloran porque no pudieron salvar a sus pequeños. He sentido la rabia de padres que no pudieron luchar contra el tsunami. Y quiero escuchar. Quiero dejar constancia de sus historias. Y honrar sus vivencias.
Pero hoy no. Porque hoy he tenido miedo. […]
Hoy estaba desesperada por marcharme de Poutasi. He sentido cómo el pánico iba haciendo presa en mi pecho mientras cruzaba el estrecho puente con el coche. Iba pensando en olas. Tan fuertes que harían rodar a los coches varias vueltas de campana. Como una planta rodadora. Hoy solo hemos hecho tres entrevistas. Pero ha sido suficiente.
Hoy le tenía miedo al mar. Y de imaginarias olas asesinas que venían a por mí. […] Y pido perdón porque hoy no he estado a la altura. Estoy avergonzada, también. Porque no he tenido que sobrevivir a un tsunami. […] ¿Qué narices me pasa?”
Pienso que es normal tenerle miedo al mar, Lani. Es normal porque los seres humanos no debiéramos tenerle miedo a ningún otro ser humano, pero sí a lo que este planeta puede hacernos. Podemos sentir asco y desprecio por otras personas, como los que se dedicaron al robo y al saqueo a los pocos minutos de la catástrofe, pero no debemos tenerles miedo. Al océano sí podemos temerle.

Sin que sirva de precedente, he decidido incluir una versión del comentario anterior en inglés. He pensado que habrá algunas personas que quieran leer esto, y que no entenderán el castellano. 


Let me start with an explanation: This is not a review. It cannot be. I just cannot write a review of Galu Afi. It’s not possible for me to do so for reasons which are very obvious to myself and for those who know me. For this is a book I have lived, as the saying goes, in my own flesh; and even though I did not contribute to it, our story is there. I do recognise myself in each and every story Lani Young-Wendt has recorded.
I have found it very hard, incredibly difficult, to read this book. I have often snapped it shut, with tears in my eyes, cursing my fate. Sometimes what I have read has woken me up in the middle of the night, still terrified, once again fleeing the monster, the killer beast that came from the depths of the sea. But first and foremost, Galu Afi, with all this sadness that is now part of my self, has taught me to admire the Samoan people, to feel a deep respect for their ancient culture and a wish to discover further things about those small, beautiful islands in the middle of the Pacific Ocean, to learn, as far as it is possible given the distance, their language.
Galu Afi. The wave of fire. The loss of the rich oral tradition in the Samoan culture, largely due to the conversion to Christian cults inflicted by missionaries on the population during the colonial period, may be the reason why many Samoans did not even think they might be in danger that fateful morning. Indeed, to many of them (and yours truly, too) the earthquake – or rather, the three earthquakes, as we were told later by the expert seismologists – that shook that part of the Pacific did not seem excessively powerful.
When French explorer La Perouse (eponymous of a Sydney suburb, where the French expedition went, too) arrived in Samoa in 1787 – Lani tells us in the book – he remarked that the islanders had built their houses on the hills, far from the beaches. La Perouse assumed they did so because the dwellings would feel cooler in such locations. When missionary Turner asked them why they did not live closer to the sea, they would reply to him: ‘Galu Afi’. The wave of fire.
Galu Afi is a truly unique book. It is a gathering of personal accounts, and most of them include absolutely hair-raising details. Each of the 29/09/2009 survivors’ stories has some touches of the terror of those four to five unspeakable minutes, of the horror of the hours and days that followed.
I will not comment on any of those terrible stories that make up Galu Afi. I cannot. The pain is too intense, when I try to think what I could say about the stories of terror and horror, which are ultimately my own story.
Yet I do want to write a few comments on the book. Telling the story of a catastrophe such as the 29 September 2009 tsunami cannot be an easy task, yet Lani Young-Wendt did it, and suffered in doing so. Between the different chapters of the survivors’ narratives, Lani has inserted her reflections, her emotions, her confessions. They add an even greater value to this book. Lani tells us on page 73 about the celebration of children’s day in Samoa, the October 2009 White Sunday:
“Watching my children up on the stand on Children’s Sunday, always makes me cry. But today was different. Today, my eyes were on the couple who had edged into the back of the chapel a little late. A young man with dark hair and eyes, carefully pushing his wife in a wheelchair. His every movement spoke of protectiveness. She was thin. The chair was too big for her huddled frame. Her leg was bandaged, there were healing cuts on her face. I recognized the couple – and as I did so, my heart sank. No, this was the worst possible day they could have chosen to come to church. No. Not today.
I watched them furtively. The children sang and the woman’s eyes filled with tears. Her husband gripped her hand in his. A little boy grinned mischievously as he stumbled over his words then laughed aloud triumphantly when he was done. And the man started to cry. His shoulders shook quietly as he covered his face with his hands. It was the woman’s turn to comfort him.
I wished someone could have warned them. Told them to stay away on this day of all days. Other parents all around them were smiling as they gazed upon their little ones. Children singing, wriggling under a teacher’s watchful eye. Children smiling and waving when they caught sight of their mum and dad in the audience.
It did not seem right to be so happy when another was suffering so much.  It did not seem right to rejoice in one’s children when another’s had been ripped from them. At the end of the service, we talked to the young couple, but words seemed so inadequate. I’m sorry, I wanted to say. I’m sorry that while I have my children, yours are gone. I’m sorry that they can’t be here today. I’m sorry that happiness is even an option for us.
I’m sorry.”
Albert Wendt, the prestigious Samoan poet and Lani Young-Wendt’s uncle, has described Galu Afi as a ‘ie toga’, the fine mat that is the most valuable and significant object in Samoan culture: “This book is a tribute to those who died, to their lives and courage, and to their loved ones – their relatives and friends – who now have to live with their profound absences and sorrow”.
One needs a lot of courage, a lot of guts to do what Lani has done. She herself has however confessed there were times when she thought she would not be able to keep her commitment to write this book. As in these paragraphs on pages 150-1, which she wrote in November 2009:
“It’s been a month now since I started working fulltime on this project. I have met with survivors from Saleaumua, Satitoa, Lalomanu, Saleapaga, Malaela, Lepa, Vavau. And Poutasi. I have seen children who were saved by parents who held them above the water while they were submerged. I have touched trees that people climbed up to evade the waters. I have taken photos of the wooden cabinet a little boy sat on and floated to safety. I have met frail old ladies in their eighties who were carried on the back of their grandsons to safety. I have listened to mothers weep because they could not save their little ones. I have felt the anger of fathers who could not fight against a tsunami. And I want to listen. And record their stories. And honour their experiences.
But not today. Because today I was afraid. […]
I was desperate to leave Poutasi today. I felt panic claw its way up through my chest as I drove back over the narrow bridge. Thinking about waves. Strong enough to roll cars. Like tumbleweed. We only did three interviews today. But it was enough.
Today I was afraid of the sea. And imaginary killer waves out to get me. […] And I am sorry that I wasn’t up to it today. And I am ashamed too. Because I didn’t have to live through a tsunami. […] So what the heck is my problem?”
I think it’s quite normal to be afraid of the sea, Lani. It is normal, because human beings should not be afraid of any other human being, but we should be afraid of what this planet can do to us. We may feel disgust and contempt for other people, such as those who took to thieving and looting just minutes after the catastrophe, but we must not be afraid of them. The ocean, we can fear indeed.

16 oct 2010

Un cuento: La dentellada

La dentellada

J. Salavert

Había visto las primeras señales unas dos horas antes, pero no las interpretó como algo extraño y terrible.

Ocurrió todo muy rápido. Los pájaros subieron desde la falda de la colina en un hervidero frenético y salvaje; nerviosos, se posaron en las ramas de los árboles de la plantación. Poco antes, los perros habían comenzado a aullar con un lamento extraño e insólito; les había conminado al silencio.

Cinco minutos antes, la tierra había temblado. Fue un largo temblor para lo que acostumbraban a sentir en la isla. Al temblor le siguió apenas cinco minutos más tarde un estruendo sordo, amortiguado por la distancia. Un fragor inhumano avanzó desde el océano a velocidad de vértigo y se abalanzó contra la isla.

Desde su humilde fale no se veía la playa. Le pareció escuchar un rumor difuso, que en realidad era el rugido salvaje de una bestia sedienta de muerte y destrucción. Una masa inimaginable de océano procedente del sur se estaba estampando contra la isla. Desde la cima de la colina, sin embargo, no le pareció que algo extraordinario hubiera sucedido.

Su familia había malvivido toda la vida en esa tierra. Unos años habían sido mejor que otros, saliendo adelante con las cosechas de taro, su pequeña piara de cochinos, algunas gallinas y pollos. Era una existencia muy pobre, que a veces rozaba la miseria. Habían sobrevivido con estrecheces hasta que pudieron convertir una buena parte de aquella selva que les rodeaba en plantación de bananas, que se pagaban mejor que el taro. Tenía también algunos papayos y mangos, y había ampliado el huertecillo para plantar tomates, pepinos y otras verduras. No vivían mucho mejor que lo habían hecho las generaciones de sus padres o sus abuelos, pero al menos ya no pasaban hambre, como había sido el caso durante años, cuando él era apenas un niño.

Era cierto que las familias de la playa vivían mucho mejor, no le cabía ninguna duda. Vivían mejor gracias al dinero palagi. Los Fautua, por ejemplo, habían consolidado ya su negocio turístico, expandido con el paso de los años hasta poder dar alojamiento y comidas a más de doscientos turistas. Habían abierto un restaurante en el que también recalaban muchos extranjeros para saciar su sed con una Vailima fría o un refresco, o para comerse un sándwich mientras contemplaban aquella extraordinaria y hermosa vista del océano Pacifico: la permanente línea blanca del arrecife de coral, y pasada la hermosa blancura del arrecife, otra isla, más pequeña, que destacaba con su verdor exuberante en el este en medio del azul más puro y grandioso.

En realidad no les tenía envidia; prefería su modesta choza a vivir con  el trajín diario de la carretera paralela a la playa, por la que circulaban coches, camionetas y camiones, y algunos de los pequeños autobuses de transporte local, siempre atiborrados de gente camino de la capital o de otros pueblecitos o asentamientos desperdigados por la isla. Y lo cierto era que desconfiaba de los extranjeros. No entendía su idioma ni sus costumbres, tan distintas de las tradiciones ancestrales de su gente.

Durante la temporada seca muchas veces corría el riesgo de quedarse sin agua, pero el pueblo no le quedaba demasiado lejos, y sus vecinos podían echarle una mano siempre que la situación se volviera crítica. Como muchos de los hombres de su generación, había sentido la tentación de emigrar durante muchos años. Pero no lo hizo cuando tuvo la ocasión, y ahora ya no estaba en edad de dejar la isla, la tierra de sus antepasados.

Pues ésa era en realidad la historia de su tierra, de esa isla en medio del Pacífico donde la gente entierra a sus muertos en el jardín, delante de sus casas. Él había oído las historias y anécdotas que contaban los del pueblo acerca de los que años atrás habían partido rumbo a Nueva Zelanda o Australia. Regresaban a veces en esos ruidosos pájaros de hierro que de vez en cuando veía en la distancia. Tenían siempre los bolsillos repletos de dinero, vestían ropas vistosas y calzaban hermosos zapatos de cuero. Hubo alguno que incluso les había mostrado a los lugareños de manera bien ostentosa un reloj de oro. Con él exhibía su poderío económico. También era cierto que muchos de ellos mantenían a flote a sus familias mediante las remesas que les hacían llegar regularmente desde Auckland, Wellington, Sydney, Brisbane.

Minutos después cruzó la plantación y se asomó con un poco de aprensión. La playa había desaparecido. Todas las casas, el restaurante, los fales para turistas en la primera línea de playa, todo había sido arrasado por el agua. En su mayor parte, el agua había regresado al océano igual que un niño pequeño vuelve a las faldas de su madre tras haber hecho alguna travesura. Entre la carretera y el pie de la colina el agua había quedado estancada, formando una laguna donde antes vivían las familias de los que trabajaban en los restaurantes. Todo había sido arrasado; solamente algunos árboles habían podido resistir la embestida de aquel monstruo que se había arrojado con toda su furia y hambre de muerte desde las entrañas del mar.

No le extrañó demasiado que unas dos o tres horas más tarde, cuando ya el asfixiante calor del mediodía se intuía en el aire, surgieran caminando desde el límite de su plantación cuatro turistas. Primero divisó a una mujer que a duras penas llevaba en sus brazos a un niño de unos cinco años; su mirada ida, perdida en otro lugar, que no era aquel donde se encontraba.

La palagi se había cubierto los pies descalzos con una especie de tela colorida, pero de la pierna derecha le brotaba sangre, tenía un corte profundo en forma de V mal trazada y bocabajo. Detrás de ellos venía un hombre, también descalzo; cojeaba del pie derecho y llevaba en brazos a otro niño, de edad similar.

Cuando se le acercaron un poco más, pudo ver los restos de arena en el pelo de la mujer y los niños. Sus rostros estaban desencajados, sucios. Las ropas estaban también muy sucias, como si hubieran cruzado una marisma. La mujer se paró y le dijo algo al palagi que venía detrás, en un idioma que reconoció como inglés, aunque él apenas lo hablaba y en realidad no lo entendía. Nunca había tenido la tentación ni la necesidad de conversar con ninguno.

El palagi se acercó hasta el fale e hizo un gesto. Le estaba pidiendo agua. A pesar de su desconfianza, él se apresuró a buscar un cazo y lo llenó. Se dio la vuelta y se lo ofreció al hombre, quien primero le dio de beber al niño. Luego el hombre se lo pasó a la mujer, quien primero le dio de beber al otro niño y luego tomó un largo sorbo.

Volvió a llenarles el cazo de agua. El palagi tomó entre sus manos el cazo y bebió. Dio un largo sorbo y por fin levantó la vista para devolverle el cazo. Le dio las gracias.

Los ojos del palagi se clavaron por primera vez en los suyos, y él vio en ellos una señal imborrable. Era una rúbrica atroz, aterradora. La marca de una saña violenta, imposible de olvidar. El hombre portaba en sus ojos la dentellada de la muerte, una dentellada profunda, aterradora.

Supo que aquel hombre había quedado herido de por vida por la muerte. Y aquella noche, mientras repasaba los sucesos de aquel día con su familia, comprendió el terror que había visto marcado a fuego y sangre en los ojos del palagi, y supo que iban a reportarle silencio y soledad. Mucho tiempo.

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