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14 dic 2014

Legados: un poema de Peter Sirr


Legados 
(un poema del irlandés Peter Sirr)

Te encanta tanto tener compañía
que un motor se te ha pegado al cuerpo,
atrapando la noche y devolviéndola
como un derrame de risas
y confusión.
Se toma la mitad de tus palabras
y las mastica, y el resto lo cubre
de heavy, de viejas películas,
el rugido de otras voces, vasos que entrechocan
y una caja registradora que se cierra de golpe,
alguien que discute y alguien
que se pone a cantar.
Mas no te importa,
acompaña a la gramática
de este dialecto de intimidad,
es así como te gusta vivir la noche.
Es donde vivía tu padre
y antes que él, su padre;
se ha vertido en las generaciones,
en voz alta y lleno de humo,
un rugido de fondo en el que sonríe
el alma; es la ciudad
que se niega a dormir, que habla sola,
y bebe en exceso.
Lo que aquí ocurre muere en silencio,
se funde al alba, y está ausente
de las sensatas habitaciones a las que nuestros amigos
se han retirado. Se han ido
a dormir o a hablar, a usar el idioma de una forma racional,
a diferenciar un sonido del otro:
el murmullo del tráfico lejano, el zumbido
de la calefacción y el rigor de las noticias de primera hora.
En el enésimo bar escuchamos
cantar su canción a tu tatarabuelo,
y a su hijo, que le alienta a seguir,
y entonces el hijo de éste entra arrastrando los pies,
pone gestos en tus manos y te hace pedir
más a gritos: más cháchara,
más bebida, más ruido
hasta que ni ellos ni tú ni yo sepamos
de quién es la cabeza que da tantas vueltas,
de quién es la voz que cuenta esta historia,
de quién es la vida en la que ocurre.

El original, aquí.

© de esta traducción al castellano, J. Salavert, 2014.

20 may 2014

Herencia: un poema de Kevin Powers


Herencia

Qué útil es estar enamorado
de cosas inútiles.
Los viejos nopales marchitos
del jardín, cuando éramos jóvenes,
me encantaban. Entre otras cosas, me encantaba
esa botella de vidrio diáfano
de cerveza Old Milwaukee que tú tirabas
desde la ventana del coche
al cubo de la basura
cuando llegabas a casa,
me encantaba cómo se rompía
en una docena de trozos quebrados,
y cómo otra docena
los rodeaba
igual que las constelaciones, me encantaba
la dignidad que parecía haber
en el hecho de que cualquier cosa que esté en órbita
deja de ser por un tiempo
algo más que necesario.
También yo una vez amé a un anciano,
a quien no le interesaban las cosas inútiles,
como este poema, el cual pudiera
muy bien estar por ahí,
en órbita con él.


Traducción de 'Inheritance', poema del libro Letter Composed During a Lull in the Fighting (2014), de Kevin Powers.

4 mar 2014

Reseña: Liquid Nitrogen, de Jennifer Maiden

Jennifer Maiden, Liquid Nitrogen (Artarmon: Giramondo, 2012). 86 páginas.

¿En qué medida puede el poder político ser tema de la poesía (y no me refiero a la juiciosa disquisición en torno a la filosofía política) sin caer en la frivolidad? Quien desee aventurarse por esos derroteros tendrá que saber dominar muy bien el tema o los temas que trate, y dotar además a su poesía de algo especial que le otorgue no solamente interés temático sino cierto atractivo literario en tanto que creación lírica.

En el largo poema que abre Liquid Nitrogen, ‘The Year of the Ox’ [El año del buey], la autora australiana Jennifer Maiden nos dice que la poesía

is disparate concepts combined in binary
structures: stress/unstress, iamb/trochee,
alternating syllables, stanzas, letters, space…. (p. 13)

[son conceptos dispares combinados en
estructuras binarias: tónica/átona, yambo/troqueo,
sílabas alternantes, estrofas, letras, espacio….]

En unos versos inmediatamente anteriores a estos Maiden ha iniciado esta curiosa analogía de la poesía con la tecnología digital, en tanto que la analógica “fluye y es prosa”.

Mientras que la mayoría de los poemas de Liquid Nitrogen tienen un sesgo predominantemente político; dado que trata en gran parte de la política australiana contemporánea será necesariamente poco atractiva para lectores no familiarizados con la escena política australiana de los últimos años. Son estos poemas configurados en torno a conversaciones entre personajes reales contemporáneos o históricos ficcionalizados (Barack Obama, Hillary Clinton, Eleanor Roosevelt, los exprimeros ministros australianos Kevin Rudd y Julia Gillard, Dietrich Boenhoffer, Florence Nightingale, Henry James, Julian Assange, entre otros) y personajes más cercanos a la propia autora y procedentes de obras suyas anteriores.

El tono de muchos de los poemas de la colección se aproxima más al ensayo contemplativo que a la sátira que quizás podría esperarse de una obra poética que se inmiscuye con tanta intensidad en la política diaria dominada por el ciclo informativo de 24 horas de duración. El resultado es en ocasiones un tanto plano y, en mi opinión, monótono.

No faltan sin embargo buenos ejemplos de una acertada ironía,
“…Chemical Ali had been hangedin Iraq for gassing Kurds and that Skyby coincidence was featuring birthdefects caused by chemicals the U.S. usedin Fallujah….” (p. 5)
[…que habían ahorcado a Alí el Químicoen Iraq por gasear a los kurdos, y que Skyen una coincidencia estaba mostrando los defectoscongénitos causados por las sustancias químicas usadaspor los EE.UU. en Faluya….]
 o juegos de palabras de imposible traducción:
“…As an ox, I amLying on Straw and watching Straw Lying.” (p. 2)
en lo que constituye una ingeniosa referencia al Ministro de Asuntos Exteriores en la época de Tony Blair.

Los largos poemas narrativos que en gran parte integran Liquid Nitrogen no se aproximan a un tipo de poesía que encuentre mucho eco en mí como lector. De entre todos, me quedo con ‘My heart has an Embassy’ [Mi corazón tiene una embajada], a mi parecer el mejor poema del libro, en el que Maiden se aleja del tono coloquial de los diálogos y de la narración en verso libre para adoptar un estilo más lírico, más rico y expresivo,  también más íntimo.

Te ofrezco ahora mi versión en castellano:
Mi corazón tiene una embajada
Mi corazón tiene una embajada
para Ecuador, donde pediré
asilo. Seísmos
y réplicas socavan
mi esperanza y mis medios de trabajo,
y los estadounidenses
se han infiltrado en mi psique
con su negro don para el miedo.
Mi corazón tiene una embajada
para Ecuador de aire tan raro
y tan suntuosa como los Andes,
tan clara como el ecuador. En ella
habrá cascadas
y junglas como salvación.
Habrá amigos
a los que nada deba, ni
fianza afamada, ni espinosas
sexualidades cómplices. Mi corazón
tiene una embajada para Ecuador
donde no habrá secretos
y la verdad se derrama como el agua
desde una inmensa, pétrea desesperanza.
Liquid Nitrogen recibió hace unos semanas el galardón mejor remunerado de las letras australianas, el Victorian Prize for Literature. Es en mi opinión un poemario con mucha e innegable calidad, pero no me queda claro que mereciera un premio que lo señala como la mejor obra literaria publicada en Australia en 2013.

8 ene 2014

Reseña: The Good Lord Bird, de James McBride

James McBride, The Good Lord Bird (Nueva York: Riverhead Books, 2013). 417 páginas.

Para mis hijos, con sus tiernos nueve años de edad en esta segunda década del siglo XXI, la idea de la esclavitud les resulta no solamente repulsiva sino totalmente inconcebible. Su atención se pone en guardia cuando les trato de explicar que, incluso en nuestros días, hay ciertas formas de esclavitud que afectan a millones de personas en todo el mundo, y que, pese a ser formas de esclavitud más económicas que sociales, no dejan de ser repulsivas.

El estadounidense James McBride fue galardonado con el National Book Award de los EE.UU. en 2013 por esta esmerada y entretenida narración situada en los años de lucha abolicionista de John Brown. Con el telón de fondo de la figura histórica de Brown, McBride deleita con una narración excepcional. En el prólogo, el autor declara que tras un incendio en una iglesia se descubrió un manuscrito redactado por Henry Shackleford, joven esclavo de Kansas que se vio involuntariamente reclutado en las fuerzas abolicionistas de Brown.
El abolicionista Old John Brown
Pero ya en la primera página de ese relato en primera persona hay una señal que el lector no debe ignorar. Nos dice Henry que aunque él nació varón y huérfano de madre, durante muchos años vivió haciéndose pasar por mujer. Tras ser liberado por Brown en una riña en la taberna donde vive con su padre (quien muere en la riña de forma casi cómica), a Henry lo confunde Brown con una niña. Le da ropas de chica y una gorra que le había comprado a su hija, y la rebautiza como Henrietta. Henry/Henrietta encuentra en uno de los bolsillos una cebollita, que era el amuleto de la buena suerte de Brown, y muerta de hambre como está, se la come. A partir de ese momento, John Brown la llamará ‘Onion’ y la tendrá como amuleto de su buena suerte.

El relato nos lleva por las penurias y vicisitudes de John Brown y su banda. Hay éxitos, y también muchos fracasos, masacres, ejecuciones sumarias. Mientras Brown va de población en población anunciando su cruzada antiesclavista, Henry/Henrietta persiste en su disfraz: su único objetivo es llenar el buche y dormir caliente. Pero tras una de las más sangrientas escaramuzas en la que muere Fred, hijo de Brown y mejor amigo de Henrietta, el jovencito esclavo va a parar a un bar de mala muerte donde se acostumbrará a beber alcohol y empezará a conocer mundo.

Finalmente los hombres de Brown atacan Pikesville, y Henrietta vuelve a formar parte del pequeño ejército abolicionista de Brown, quien en los siguientes años prepara el que fue, para su época, uno de los más audaces (o insensatos) ataques que los abolicionistas realizaron: el asalto al arsenal de Harpers Ferry, en la frontera de Virginia y Maryland.

Vista de Harpers Ferry en 1865.
El asalto forma parte ya de la historia y la mitología estadounidenses. A Brown lo acompañaban apenas una veintena de hombres; todos fueron, más pronto o más tarde, capturados y ajusticiados. Lo que James McBride hace es añadirle un sorprendente giro a la trama histórica al introducir este joven personaje travestido, que dice haber logrado escapar del cerco que las tropas federales pusieron en torno al arsenal.

The Good Lord Bird (en referencia a una especie de pájaro carpintero ya extinta) llama la atención desde la primera página del supuesto manuscrito de Shackleford por el tono picaresco del narrador. Hay indudables ecos del Huckleberry Finn de Mark Twain, y en el lenguaje con el que escribe Henry sus memorias abundan los despropósitos semánticos y sintácticos. McBride, para el deleite del lector, recrea unos diálogos perfectamente verosímiles entre el Viejo John Brown y la niña Henrietta. Un fanático abolicionista cristiano que se pasa horas predicando y rezando mientras sus soldados se mueren de hambre, frente a un niño disfrazado de niña a quien la lucha le trae sin cuidado, y que le sirve de humorístico contrapunto satírico.

Óleo titulado Tragic Prelude (1938-40) de John Steuart Curry  (1897-1946)

Resultan inolvidables las breves reflexiones (de sabor epigramático) de Henry sobre lo que le representa la libertad tras ser liberada de la esclavitud: con la esclavitud, nos confiesa, al menos comía. La naturaleza pragmática de un adolescente que huye de la miseria es uno de los argumentos mejor desarrollados por McBride.

Un pasquín que habla de la batalla de Osawatomie, que contribuyó a hacer de John Brown un personaje de leyenda
Una novela de prosa desternillante, lúcida e inteligente, que presenta a John Brown como un fanático al servicio de una causa noble; un hombre que quizás habría servido mejor a su causa en otra época, y al que McBride rinde homenaje. Con todo, es la creación de esa voz de Henrietta/Henry Shackleford, tan convincente y amena, lo mejor de The Good Lord Bird. Una moderna picaresca ambientada en el siglo XIX, cuando la mayoría de la población afroamericana nacía siendo propiedad de un hombre blanco.

Te invito ahora a leer las primera páginas del Capítulo 1 de The Good Lord Bird en mi traducción al castellano:
Yo nací siendo hombre de color, así que no lo olvide usted. Pero viví como una mujer de color durante diecisiete años.
Mi papá era negro de pura cepa, de la parte de Osawatomie, en el territorio de Kansas, al norte de Fort Scott, cerca de Lawrence. Papá era de profesión barbero, aunque eso nunca le satisfizo por completo. Lo que más le iba era predicar el Evangelio. Papá no tenía una iglesia regular, de esas que no permiten nada que no sea jugar al bingo los miércoles noche o que las mujeres se sienten a hacer figuritas recortadas de papel. Él salvaba las almas de una en una, cortando el pelo en la taberna de Dutch Henry, la cual estaba encajada en un cruce del camino de California que sigue el curso del río Kaw en el sur del territorio de Kansas.
Papá atendía sobre todo a sabandijas, fanfarrones, esclavistas y borrachos que pasaban por el camino de Kansas. No era un hombre de gran estatura, pero le gustaba vestirse bien. Le gustaba ponerse chistera, pantalones cuyos camales se subía hasta los tobillos, camisa de cuello alto y botas de tacón. La mayoría de sus ropas eran cosas que se encontraba tiradas, o prendas que les robaba a los blancos que se encontraba en la pradera muertos por hidropesía, o ventilados por causa de una u otra disputa. En su camisa había agujeros de bala del tamaño de una moneda de cuarto de dólar. El sombrero era dos tallas más pequeñas. Los pantalones provenían de dos pares de colores diferentes, cosidos por el medio donde se juntan las pantorrillas, en uno solo. Tenía el pelo tan áspero que podía encenderse un fósforo  en él. La mayoría de las mujeres no se le acercaban, mi Mamá incluida, que cerró los ojos en la muerte al darme a mí la vida. Dicen que era una mujer mulata, de carácter dulce. “Tu Mamá fue la única mujer del mundo que era lo bastante hombre como para escuchar mis santos pensamientos,” presumía Papá, “pues soy hombre con muchos atributos.”
Fueran los que fuesen esos atributos, no ascendían a mucho, puesto que bien comido y vestido de punta en blanco, completo con sus botas y chistera alta, Papá no llegaba al metro cuarenta, y una buena de parte de eso no era más que aires.
Pero lo que le faltaba en estatura, Papá lo compensaba con la voz. Mi Papá podía gritar más que cualquier blanco que haya puesto pies en la verde tierra de Dios, sin excepción. Tenía una voz fina y aguda. Cuando hablaba, parecía como si tuviera un birimbao alojado en la garganta, pues hablaba como con pequeñas explosiones o algo así, lo que quería decir que hablar con él era un negocio tipo  dos por uno, ya que te limpiaba la cara y te la lavaba a escupitajos al mismo tiempo—o mejor hagámoslo un tres por uno, si le tenemos el aliento en cuenta. Le olía el aliento a tripa de cerdo y a serrín, porque por muchos años trabajó en un matadero, de modo que habitualmente mucha gente de color lo esquivaban.
Pero les caía bastante bien a los blancos. Más de una noche vi a mi Papá atiborrarse de licor y subirse de un salto a la barra de la Taberna de Dutch Henry, chasqueando las tijeras y gritando entre el humo y los vapores de ginebra: “¡Ya viene el Señor! ¡Viene a sacarles las muelas y a arrancarles  el pelo!”, y luego se lanzaba entre una gentío de rebeldes de Missouri, los más embriagados e indignos que se hayan visto jamás. Y aunque la mayoría de ellos lo molían a palos y le sacaban los dientes a patadas, esos hombres blancos no culpaban a mi Papá por lanzarse contra ellos en nombre del Espíritu Santo, como si hubiera venido un tornado que lo arrojara en medio de la sala, pues el Espíritu del Redentor que derramó su Sangre era un asunto muy serio en la pradera en aquellos tiempos, y al pionero blanco normal la idea de la esperanza no le era nada extraña. La mayoría de ellos ya habían agotado dicha mercancía, habiendo acudido al oeste con un plan, que en cualquier caso no había salido como lo habían pensado, de modo que todo lo que les ayudara a levantarse por la mañana para ir a matar indios y no caerse muertos por las fiebres o por mordeduras de serpientes de cascabel era un cambio bien recibido. También ayudaba el que Papá hiciera el mejor licor de garrafa en todo el territorio de Kansas—aunque era predicador, Papá no estaba en contra de uno o tres gustos—y seguramente, esos mismos pistoleros que le arrancaban el pelo y le daban unas palizas de cuidado, lo levantaban después del suelo y decían: “Vamos a tomar,” y toda la pandilla echaba a caminar y a dar aullidos a la luz de la luna, mientras bebían el jugo mareante de Papá. Papá estaba muy orgulloso de su amistad con la raza blanca, algo que decía haber aprendido de la Biblia. "Hijo," solía decir, "recuerda siempre el libro de Ezeaquel, capítulo doce, versículo diecisiete: ‘Ofrécele tu vaso al vecino sediento, Capitán Ahab, y déjale beber cuanto quiera.’ "
Yo ya me había hecho hombre hecho y derecho para cuando supe que en la Biblia no había ningún libro de Ezeaquel. Tampoco había ningún Capitán Ahab. El hecho es, que Papá no sabía leer nada, y recitaba los versículos de la Biblia solamente que había oído leer a los blancos.
Ahora bien, es cierto que en el pueblo había inclinación para ahorcar a mi Papá, debido a que se atestaba de Espíritu Santo y se lanzaba contra la caterva de pioneros rumbo al oeste que paraban a abastecerse de provisiones en la taberna de Dutch Henry — especuladores, tramperos, niños, mercaderes, mormones, incluso mujeres blancas. Esos pobres colonos ya tenían bastante de qué preocuparse, con las serpientes que aparecían entre los tablones del suelo, las armas que se disparaban por nada, y las chimeneas que les construían de mala manera y los mataban de asfixia, para además tener que preocuparse por un negro al que le daba por arrojarse contra ellos en el nombre de nuestro Gran Redentor que llevó la Corona de Espinas. De hecho, para cuando yo había cumplido los diez años, en 1856, en el pueblo se hablaba abiertamente de volarle los sesos a Papá.
Y lo hubieran hecho, creo yo, si no hubiera llegado un visitante aquella primavera que les hizo el trabajo.
La Taberna de Dutch Henry estaba muy cerca de la frontera con Missouri. Hacía las veces de oficina de correos, juzgado, fábrica de rumores y licorería para los rebeldes de Missouri que pasaban a Kansas para beber, jugar a las cartas, contar mentiras, ir de putas y gritar a la luz de la luna que los negros iban a tomar el mundo y que los yanquis iban a echar los derechos constitucionales de los blancos en las letrinas, y cosas por el estilo. Yo no hacía caso de esas habladurías, pues por aquellos días mi empeño era lustrar zapatos mientras mi Papá cortaba el pelo, y llenarme el buche de tanta fruta de sartén y cerveza como pudiera. Pero a la llegada de la primavera, los rumores en la taberna giraban en torno a cierto feroz canalla blanco, a quien llamaban Viejo John Brown, un yanqui del este del país, que había venido al territorio de Kansas a crear problemas con su banda de hijos, los llamados Rifles de Pottawatomie. Quien los oyera hablar, creería que el Viejo John Brown y sus sanguinarios hijos planeaban matar a todos los hombres, mujeres y niños de la pradera. El Viejo John Brown robaba caballos. El Viejo John Brown quemaba casas. El Viejo John Brown violaba a las mujeres y les trinchaba la cabeza. El Viejo John Brown había hecho esto, el Viejo John Brown había hecho aquello, y anda, válgame Dios, para cuando terminaban de hablar de él, el Viejo John Brown parecía ser el más rastrero hijo de puta, más sanguinario y molesto que jamás se hubiera visto, y decidí que si alguna vez me cruzaba con él, válgame Dios que yo mismo me lo iba a cargar, solo por lo que había hecho o le iba a hacer a la buena gente blanca que yo conocía.
Bueno, pues poco después de decidir esas proclamas mías, un viejo irlandés de paso inseguro entró bamboleándose en la taberna y se sentó en la silla de barbero de mi Papá. No tenía nada de especial. Había en la pradera cientos de vagabundos en busca de fortuna, deambulando por el territorio de Kansas, esperando a que alguien los llevara hacia el oeste o que les surgiera un trabajo robando ganado. Este aventurero no tenía nada de especial. Era un individuo flaco y algo encorvado, recién salido de la pradera, olía a caca de búfalo, tenía un tic nervioso en la boca y una barba muy descuidada. En la cara tenía tantas arrugas y surcos entre la boca y los ojos que si los hubiera juntado todos habría construido un canal. Tenía los labios estirados, y el ceño fruncido de forma permanente. Parecía que los ratones habían roído los bordes de su abrigo, chaleco, pantalones y corbata de lazo, y las botas estaban en sus últimas. Le asomaban visiblemente los dedos de los pies por las punteras. Realmente daba pena verlo, incluso para lo que era normal en la pradera, pero era blanco, así que cuando se sentó en la silla de Papá para que le cortara el pelo y le afeitara, Papá le puso la bata y se puso a trabajar. Como era habitual, Papá se puso a trabajar por la parte de arriba y yo hacía la parte de abajo, lustrándole las botas, que en este caso eran más dedos que cuero.
Después de unos minutos, el irlandés se puso a mirar en derredor suyo, y al ver que no había nadie cerca, le dijo a Papá en un susurro: “¿Usted cree en la Biblia?”
Anda pues, Papá era un lunático en lo tocante a Dios, y eso le animó mucho. Dijo: “Claro, jefe, por supuesto que sí. Me sé toda clase de versículos de la Biblia.”

28 dic 2013

La intimidad de la máquina de escribir, de Les Murray


La intimidad de la máquina de escribir

Soy un viejo troglodita, con mis libros,
uno que compone sobre el papel
y escribe y reescribe el resultado
tantas veces como haga falta.


Me asustan la computadora,
sus errores y sus códigos,
sus enlaces con espías y disparos,
su texto que parece ya publicado


y que quizás lo haya sido.
No sé yo quién lee
lo que escribo en un carro
que ni se mueve ni suena.


Confío en el rastro de la pifia,
en el Típex donde el pensar se hizo profundo,
en la libertad del Corrector Ortográfico,
páginas que vender a la Biblioteca Nacional.


Temo a la sabiduría
de una torva tecla equivocada
que llene la pantalla bigotuda
de retorcida pornografía infantil


y que entren por la fuerza en casa,
que la policía me encadene
a una cultura más rígida, la del vídeo,
coralina en un mar cada vez más frío.





Recientemente, mi amigo Javier describía en Rango Finito su sorpresa ante el hecho de que “hace unos cuarenta años las personas se escribieran cartas tan largas y completamente libres en cuanto a temática y énfasis”. Le faltó decir que esas cartas eran por lo general manuscritas, o en el mejor de los casos, escritas a máquina. Casi todos los que hayan nacido después de 1980 habrán, en mayor o menor medida, completado su educación haciendo uso de alguna computadora para escribir sus trabajos. A finales de los 90 el correo electrónico ya había reemplazado a la carta como medio de comunicación escrito favorito. A medida que la tecnología ha hecho más fácil la comunicación instantánea, menos largo y libre ha sido el mensaje que se transmite. De hecho, cuanto más al alcance de la mano parece estar la facilidad comunicativa, menos contenidos que valgan la pena parecen comunicarse.


En este poema del ‘troglodita’ australiano Les Murray la máquina de escribir es protagonista. Me gusta cómo establece las conexiones entre el temor a la computadora porque se trata de un mundo desconocido, de códigos y errores, en el que todo lo digital puede ser fácilmente copiado y revendido, y el temor (no tan infundado) a la vigilancia y el espionaje, a la vulneración de derechos o el allanamiento de la morada. Durante muchos años tuve una Olivetti muy parecida a ésta,



pero en la memoria siempre guardaré la vieja máquina de escribir que tenía mi abuelo en su despacho, con la que preparaba sus cartas comerciales, facturas y recibos, y que en ocasiones me permitía utilizar, aunque nunca escribí en ella nada que valiera la pena.

El poema original en inglés apareció recientemente en NYR Gallery.

9 nov 2013

Poetas, de Dan Disney


Fotografía: Chen Shang Te, 2008
Poetas

como si
lleváramos tierra de cementerio en las suelas, como si viviéramos
en casas con los espejos tapados, como si
cada día no hubiera a media mañana un lado derecho para levantarnos de la cama
tantos que murmuran sobre el silencio
voceando la deidad
insulsa como nuestras tareas laborales
y conmemorando lo inmemorial
tantos que piensan en el tiempo, el amor y adónde lleva eso, en nada
puede que algunos días se estremezcan los corazones

mientras nos inclinamos, gemimos y parpadeamos
bajo una audiencia de estrellas que han llegado temprano

Dan Disney, 'Poets', en and then when the (St Kilda: John Leonard Press, 2011). Traducción de Jorge Salavert, 2013.



Este poema cierra el volumen and then when the, del australiano Dan Disney, libro de poesía que he reseñado para la revista Transnational Literature, cuya número 1, volumen 6, acaba de aparecer. Puedes leer la reseña completa (en lengua inglesa, en PDF) aquí.

13 oct 2013

Aquí, bala - Un poema de Brian Turner

Fotografía de Andy Dunaway, 2007
Aquí, bala 

Si es un cuerpo lo que buscas,
aquí lo tienes: carne, hueso, cartílago.
Aquí tienes ese deseo de clavícula partida,
las válvulas abiertas de aorta, ese salto
del pensamiento en el espacio sináptico.
Aquí tienes esa descarga de adrenalina que ansías,
ese vuelo inexorable, esa insana punzada
en el calor y la sangre. Y te reto a que termines
lo que has comenzado. Porque es aquí, bala,
es aquí donde yo completo la palabra que traes
silbante por el aire, es aquí donde lamento
el frío esófago del cañón, detonando
los explosivos de la lengua para las estrías
que llevo dentro, cada giro del disparo
más profundo, porque es aquí, bala,
es aquí donde el mundo se acaba, siempre.
Brian Turner 

Versión en castellano de Jorge Salavert, 2013.

13 sept 2013

Reseña: Fallen Land, de Patrick Flanery

Patrick Flanery, Fallen Land (Londres: Atlantic Books, 2013). 422 páginas.

Con frecuencia los prólogos de muchas novelas no aportan gran cosa: suelen ser una especie de gestos estéticos o guiños narrativos que buscan captar la atención del lector (o quizás, más bien, la del editor). En Fallen Land, el prólogo nos sitúa en el año 1919, y describe un violento linchamiento extrajudicial en el contexto de una época de disturbios raciales en el interior de los Estados Unidos. El lugar es una ciudad de Nebraska (¿Omaha?), aunque Flanery no lo especifica en momento alguno. Sin embargo, en el prólogo se nos dan unas coordenadas de lo que esta tensa narración irá deparando a lo largo de 400 páginas.

No es muy difícil señalar a posteriori, que el prólogo, escrito con algo de ironía y buenas dosis de distanciamiento, parece aludir a uno de los temas recurrentes en la sociedad estadounidense: la violencia como algo cotidiano, la violencia como rutina normalizada y asimilada en la vida diaria. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 no han ayudado en modo alguno a que decrezca la omnipresencia del terror en las vidas de los norteamericanos, y no necesariamente el causado por barbudos fundamentalistas nacidos en otras partes del mundo.

Como en el caso de Australia, en los EE.UU. la libertad y la oportunidad de muchos se asienta en la rapiña y la desposesión de otros; cuando el nuevo Primer Ministro australiano – sí, el boxeador seminarista que contará para gobernar con todo un supositorio de conocimientos – asevera que “éste es nuestro país, y decidimos quién viene aquí”, mi respuesta tácita es “será vuestro país, pero no es – ni nunca lo será – vuestra tierra.”

En plena crisis de las hipotecas basura, una familia de Boston decide mudarse al midwest para progresar en sus carreras profesionales. Julia investiga en el campo de la inteligencia artificial, y Nathaniel trabaja para una corporación que abarca todas las áreas imaginables en las que la iniciativa privada pueda sacar sustanciosos beneficios económicos exprimiendo y reduciendo a la mínima expresión el concepto de administración pública. Tienen un chico de siete años, Copley – bautizado con el nombre de la plaza de Boston donde se halla el hotel donde sus padres lo concibieron tras una fiesta de Nochevieja a principios del siglo XXI. Un magistral guiño irónico de Flanery (al menos esa es mi opinión).

Los Noailles compran su nueva casa en una subasta a través de una agente inmobiliaria. La casa es enorme en comparación con el apartamento en el que vivían en Boston; es también la primera edificación de un nuevo barrio ideado por Paul Krovik, promotor inmobiliario y mediocre constructor que a las primeras de cambio lo pierde todo (su negocio, su propia familia y su casa) y desaparece.

Pero en realidad Krovik no ha desaparecido. Escondido en un bunker subterráneo anexo a la casa, Krovik sueña con recuperar el sueño de su vida: la casa, la familia, el negocio, la autoestima. Con los nuevos propietarios ya instalados en la casa, Krovik emerge noche tras noche, incrementando paulatinamente su gama de actividades destinadas a echar a los Noailles de la que él considera todavía su casa.

Otros padres de familia tomarían más en serio lo que su hijo pequeño les cuenta, pero Nathaniel sospecha que es Copley el que durante la noche desbarajusta los muebles y causa quebraderos de cabeza derramando la leche en la pila de la cocina, o dejando los grifos abiertos y las luces encendidas. No se ha adaptado a su nuevo entorno, dicen, pese a que Copley asegura una y otra vez que hay un gigante escondido tras el muro de la despensa. Flanery ejecuta un interesante juego de reflejos al adentrarnos en el pasado traumático del padre, quien sufrió el abuso físico y psicológico infligido por ambos padres.

Desde el punto de vista técnico, Fallen Land es también una novela interesante, aunque estructuralmente no resulte completamente perfecta. Flanery adopta varias voces narradoras para contar la historia: hay un narrador externo y omnisciente, con diferentes perspectivas para los diferentes personajes, lo cual supone a veces una pega por la fluctuación inherente a dicha estrategia. Hay también fragmentos narrados en primera persona por Louise Washington, la mujer cuya tierra Krovik compró y a quien el municipio – en un trabajo subcontratado a la empresa para la que trabaja Nathaniel – finalmente expulsa de su casa antes de demolerla. Y un muy trabajado capítulo, supuestamente escrito a modo de confesión por Julia, la madre, cuando ya el matrimonio, ambos cónyuges desquiciados por el vandalismo que suponen inexplicable e increíblemente causado por Copley,  empieza a naufragar.

Pero quizás lo que más llame la atención de Fallen Land sea la muy cabal descripción de la América de pesadilla que se intuye tras los muchos elementos distópicos de la novela: una compañía privada que espía a sus empleados y a otros ciudadanos, y que basa el incremento exponencial de sus beneficios en mantener a la población reclusa en una situación de esclavitud casi permanente; una escuela propiedad de esa misma corporación en la que se imparte una pedagogía de corte fascista que prepara a los niños para servir en esa misma compañía privada; unos EE.UU. donde un vecino puede denunciarte por ser extranjero y parecer sospechoso después de haberle invitado a una barbacoa. El retrato que pinta Flanery de la sociedad estadounidense contemporánea es aterrador. ¿Cuán distinto es de la realidad?


Te invito ahora a leer el prólogo de Fallen Land (título de indudables resonancias bíblicas) en mi versión traducida al castellano.

1919
En lo que el escritor y erudito James Weldon Johnson denominó el ‘verano rojo’ de 1919, varias ciudades se vieron azotadas por disturbios raciales a lo largo y ancho del país, y aquí, en esta ciudad regional entre dos ríos, con la que por aquel entonces era, a excepción de Los Ángeles, la mayor población urbana de negros al oeste del Misisipi, una muchedumbre airada de unos cinco mil blancos empeñados en linchar a dos hombres de raza negra, Boyd Pinkney y Evans Pratt, prendió fuego al juzgado del condado. Pinkney y Pratt trabajaban en uno de los almacenes de empaquetado de carne de la ciudad, y habían sido arrestados por violentar a una chica blanca de doce años, quien se retractó ya de mayor, y confesó que los hombres no habían hecho otra cosa que decirle hola cuando ella los había saludado. A los dos amigos los colgaron de un árbol a las afueras del juzgado, despellejaron sus cuerpos y los quemaron antes de arrojarlos al río, donde estuvieron dando vueltas a la estela de los barcos de vapor para terminar enganchados en las ramas que se levantan como brazos y piernas descarnados en las aguas poco profundas y fangosas, atestadas de mosquitos, que se extienden desde las orillas, en medio de un intenso hedor a podredumbre.
Aquel mismo día Morgan Priest Wright, el alcalde, un gentilhombre granjero de sesenta años de edad al que habían elegido el año anterior en una lista reformista, fue linchado por tratar de intervenir en defensa de los acusados, en cuya total inocencia creían él y unos cuantos funcionarios locales. El juzgado fue pasto de las llamas, y Wright huyó en su Studebaker azul, marchándose de la ciudad y refugiándose en su granja, donde se cobijó con los arrendatarios que laboraban sus tierras en el sótano de piedra construido como refugio en caso de tormenta debajo de su casa. La historia guarda silencio sobre la serie de acontecimientos que llevaron a Wright y a uno de los labradores, George Washington, de veinticinco años de edad, a ser sacados a la fuerza del sótano y colgados de un álamo próximo a la casa de Wright, la cual inmediatamente fue quemada por desconocidos. Freeman iba vestido con ropas de mujer, y a los dos hombres lo ataron juntos, cara a cara, y allí los dejaron colgando después de que la muchedumbre se retirara. El hermano de Freeman, John, y su cuñada Lottie, que eran también arrendatarios de Wright, se habían ausentado de la granja cuando los disturbios, y se hallaban en un condado vecino visitando a la familia de ella. Camino de casa en el Ford T de Wright que él les había prestado, pudieron ver el humo desde la distancia y, ya advertidos de los disturbios, se temieron lo peor. No podrían haber imaginado que tanto el patrón como su propio hermano estaban muertos, ni que la casa a la que de forma discreta habían sido invitados en varias ocasiones, ya no estaba en pie. Para cuando John y Lottie llegaron a su casa, la casa de Wright había sido consumida por las llamas, mientras que su propia cabaña, sita en la parte baja de la colina y en el límite de la granja, seguía en pie y casi intacta, exceptuando algunas ventanas rotas. Levantando la vista hacia el álamo, de unos doce metros de altura, del que colgaban muertos George y el Sr. Wright, los dos cuerpos atados juntos y retorciéndose con el viento que una tormenta de final de verano estaba levantando, John le dijo a Lottie que esperara en casa con los niños mientras él investigaba.
Mientras John se alejaba del árbol del linchamiento y de las ruinas del hogar del alcalde, descendiendo la colina en dirección al granero con la intención de coger una escalera para poder cortar las sogas y soltar a los dos cuerpos, oyó un fortísimo ruido atronador, “calamitoso y catastrófico, como una catarata de ruido”, y sintió que la tierra vibraba bajo sus pies. Cuando se dio media vuelta, el álamo de doce metros de altura en la cima de la colina había desaparecido, y desde la posición que ocupaba John la tierra parecía descarnada, devastada. El regreso a la granja había sido traumático, y pensó que quizás estaba sufriendo algún tipo de trastorno mental debido a su pérdida. Al acercarse al lugar donde debería haber estado el árbol, pudo discernir una amplia sombra oscura en la superficie de la tierra, como si la hierba se hubiese calcinado en un círculo perfecto; sospechó que un fuego divino y purificador había tomado al árbol y a los dos hombres muertos juntos en una llamarada demoledora, un suceso de combustión espontánea causado por Dios. John había visto arder pajares durante los años de sequía, sabía del fuego que ardía sin llamas en los montones de desechos que había en los linderos de la granja, había oído hablar incluso de los grandes pinos que estallaban de pronto de manera inexplicable. Pero cuando se acercó, vio que la tierra no estaba en modo alguno calcinada; había desaparecido. Donde había estado el árbol había ahora un agujero, una enorme oquedad, y al escudriñar por encima del borde del agujero pudo distinguir la copa del árbol, y el tronco entero, y a los dos hombres atados que colgaban de él, tragados todos por la tierra. Freeman llamó a Lottie, que vino a la carrera, y los dos se asomaron al agujero durante un buen rato, intentando decidir qué hacer, observando las ramas hundidas del árbol y escuchando el desdichado silencio de la granja, en la que incluso los estorninos y los mirlos se habían callado. Conforme el viento se levantaba y las gotas de lluvia agujeraban la tierra y golpeaban la piel de aquella pareja con tanta fuerza que les dolía, decidieron que no había nada que hacer hasta la mañana siguiente.
Al día siguiente, mientras la lluvia derramaba su cortina sobre las sinuosas formas de la granja y anegaba las ruinas calcinadas de la casa de Wright, John y Lottie Freeman regresaron con sus hijos a la ciudad en el Ford T de Wright para informar de las muertes de su hermano George y del alcalde. La fuerza policial local, reforzada por la Guardia Nacional pero abrumada no obstante por los acontecimientos de los tres días precedentes, en los que habían ardido un mínimo de treinta casas de la ciudad y del área colindante, no dejaron de mostrar cierta comprensión por la situación en que se hallaban John y Lottie. Escoltados por el sheriff y varios oficiales, volvieron a la granja, donde dos de los agentes del orden público, bien asegurados con cuerdas, bajaron al interior del socavón y se encaramaron a las ramas del álamo, y desde allí confirmaron la presencia de los cuerpos y la identidad del alcalde. El sheriff comprendió que John y Lottie nada tenían que ver con las muertes, que en ningún modo eran responsables de ellas, y que nunca se haría justicia; alguien sugirió que desenterrar a los dos hombres de su inusual última morada daría lugar a preguntas que la comunidad no quería enfrentar, para las que nunca podría hallar respuesta, y únicamente crearía más tensión entre las razas, puesto que el espectáculo de un hombre negro y uno blanco, patrono y arrendatario, atados juntos en el momento de morir, no tenía una fácil explicación. Se acordó que lo mejor para todas las partes involucradas era dejar los cuerpos tal como estaban, y rellenar el agujero con los restos humeantes de la casa de Wright y con tierra de los campos colindantes. Los oficiales ayudaron a John, y mientras despejaban las ruinas de la casa, descubrieron la caja fuerte de Wright, la forzaron con una palanca y encontraron una última voluntad y testamento, un documento algo chamuscado pero todavía legible, por el cual dejaba todas sus propiedades, incluidas la granja y todos sus edificios, a George Freeman, y en el caso de que falleciera George Freeman, a su hermano y también arrendatario John. El propio sheriff era nombrado albacea, y como el hombre no quería otra cosa que el retorno de la paz a una ciudad que se le había escapado de las manos, vio que no tenía ningún sentido admitir impugnación alguna a los deseos finales expresados por el difunto alcalde, tan poco ortodoxos como resultaban ser. Y así, Poplar Farm pasó íntegramente, sin anuncio público alguno, a manos de John y Lottie Freeman, hijos de esclavos.
El juzgado del condado fue reconstruido al año siguiente. Ningún hombre blanco subió al estrado por los sucesos del otoño anterior, mientras que en una granja al oeste de la ciudad se colocaron dos pequeñas losas de granito para señalar el lugar donde un árbol y dos hombres yacían sepultados en una tierra de promesa austera y de muerte.

12/05/2106: El libro se ha publicado recientemente en castellano como Tierra hundida, en Galaxia Gutenberg, en traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla.

21 ago 2013

'Cazando animales', un cuento de Ruby J. Murray

Fuente: Wikicommons Images
La revista Hermano Cerdo publica un cuento de la australiana Ruby J. Murray que he traducido al castellano. Narrado desde la perspectiva de una niña, cuenta la amistad que entabla con un joven solitario y con un pasado doloroso pero oscuro en las playas de un pueblo costero del sur de Australia. El cuento comienza así:
Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
Puedes terminar de leer el cuento aquí. Espero que te guste.
Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
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Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
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