Rohan Wilson, The Roving Party (Crows Nest: Allen & Unwin, 2011). 282 páginas.
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Desde
hace tiempo se vienen produciendo en Australia interesantes debates en torno a
la historia oficial de la colonización, y en el terreno estrictamente literario,
sobre la legitimidad o la propiedad del uso que hacen los novelistas
contemporáneos de las fuentes históricas para escribir recreaciones y ficciones
que contienen elementos y personajes históricos. Algunos historiadores y
académicos han hecho público su desagrado por esta tendencia, mientras otros se
han limitado a recordar al público la diferencia entre historia como disciplina
y la escritura novelada de la historia como producto literario.
La
historia a la que nos remite The Roving
Party es la de la partida que organizó John Batman (fundador de la ciudad
de Melbourne) por encargo del gobernador de lo que hoy en día es Tasmania, que
por entonces todavía recibía el nombre de Van Diemen’s Land, la tierra de Van
Diemen, bautizada así por el neerlandés Abel Tasman, primer explorador europeo
en desembarcar en la isla en 1642. La partida, compuesta por varios convictos y
un par de guerreros Dharug venidos expresamente desde Sydney para ayudar a
seguirles el rastro a los aborígenes, recorrió diversas partes de la isla en
1829.
Wilson
inserta en esta historia a un personaje enigmático y complejo, Black Bill.
Indígena de la isla pero educado por los colonos blancos ingleses, Black Bill
no pertenece por completo a ninguna de las dos culturas, pero ha tomado partido
por Batman – aparentemente porque con Batman no le va a faltar la comida. No
obstante, parece haber en él también un rescoldo de odio o resentimiento contra
el líder de los aborígenes a los que persigue el grupo de Batman, Manalargena,
a quien considera un brujo.
Desde
el mismo comienzo de la novela Wilson nos recuerda que Black Bill opera en un
doble nivel: es, por una parte, el mercenario implacable que sirve a Batman
para sus propósitos, pero por otra queda clara su conexión mítica con la
tierra, con su gente. Si en la primera escena encontramos la referencia a su
nombre tribal, “nombre que ya no le servía de nada”, en la escena final es el
propio Black Bill el que susurra el nombre secreto de su hijo, nacido muerto.
Que el hijo de Black Bill naciera muerto añade todavía mayor simbolismo e
ironía a la tarea a la que el nativo se ha encomendado: el exterminio de las
tribus autóctonas.
Black
Bill es por tanto, y sin lugar a dudas, el protagonista de la narración, y
Wilson desarrolla espléndidamente su relación con el líder, Batman, y con el
resto de los expedicionarios. La relación del vandiemeniense con Batman es otro de los aspectos interesantes de
la novela. Hay entre ellos un evidente respeto mutuo (Batman consulta con Black
Bill en numerosas ocasiones), pero el indígena nunca va a ser considerado como
un igual por el jefe de la expedición.
Los
diálogos son, como cabría esperar, comedidos, y apuntan más que denotan el
sentido y la intención de las palabras. Corresponde pues al lector profundizar
en la compleja psicología de los personajes mientras los acompaña por el
territorio agreste y hostil en las cercanías de Ben
Lomond, y en la narración escueta de la brutalidad de sus actos y sus
reacciones instintivas.
También
el clima se erige en obstáculo al avance de la partida de aniquilación de
Batman. En las tierras altas de Tasmania, el frío, la niebla, la escarcha, la
lluvia y la nieve añaden una buena dosis de tensión a la narración; mientras
los convictos van prácticamente descalzos, Black Bill luce un estupendo par de
botas, lo que le granjea la envidia de los penados, que nunca podrán considerar
a Bill como un igual.
Puede
que, en su estructura y trama, The Roving
Party les recuerde a muchos a otra gran novela, la muy admirada Heart of Darkness de Joseph Conrad. El
de Batman, Black Bill y los demás mercenarios es también un viaje al interior
de una tierra salvaje, además de suponer un viaje interior hacia las
profundidades más crueles y despiadadas de la psiquis humana.
Como
curiosidad mencionaré que Rohan Wilson se pasó varios años investigando en las
fuentes históricas disponibles, y como fruto de su trabajo de investigación
publicó su tesis de grado de maestría en Escritura Creativa en la Universidad
de Melbourne, titulada The Roving Party
& Extinction Discourse in the Literature of Tasmania, que contiene el
embrión de la novela y que puede consultarse en internet (nota: es un archivo
PDF de 133 páginas) aquí.
The Roving Party es un libro que deja huella en
la memoria del lector, tanto por la calidad de su prosa como por la terrible
historia que cuenta. Por esta novela de debutante, Wilson fue galardonado con
el Premio Literario Australian/Vogel de 2011.
Y como
suele ser habitual en Notas Literarias, te
obsequio con las primeras páginas de The
Roving Party, invitándote a disfrutar de su lectura.
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Al alba, llamaron con silbidos al
Negro Bill, y luego por su viejo nombre de miembro del clan, nombre que ya no
le servía de nada. Él se irguió en el catre y miró a su alrededor. El fuego en
el hogar se había apagado, y la cabaña estaba totalmente a oscuras. Dobló la
manta sobre su fémina, cubriendo el pequeño bulto de su vientre. Se puso el
sombrero y las botas, todo el tiempo escuchando a las almas distantes que le
silbaban y llamaban como si fuese un perro de caza que debiese estar dispuesto
para la montería. Entonces él empujó la trampilla hacia fuera y se quedó en el
hueco, observando cómo los enormes eucaliptos enhiestos como columnas
lentamente iban distinguiéndose a medida que el sol iluminaba la tierra. El
aire estaba húmedo y neblinoso entre las finas rendijas de luz, y estuvo un
buen rato mirando fijamente al exterior hasta que se dio cuenta de su
presencia. Primero vio a los perros, enflaquecidos por las lombrices, medio
ocultos por los bancos de niebla. Después, dispuestos entre los vaporosos matorrales
que rodeaban su choza, aparecieron como llegados de un sueño etéreo. El Negro
Bill apretó los dientes. Era un grupo de cazadores de los hombres
Plindermairhemener.
Lo estaban observando a través
de las brumas, sujetando puñados de lanzas como si fueran largos y espigados
alfileres. De sus cuerpos colgaban indolentemente los mantos de piel de canguro
que ocultaban las piezas de ropa que llevaban debajo, pantalones viejos,
desgarrados y ennegrecidos por la sangre de las presas que habían cobrado, y camisas
de algodón que habían robado, ya convertidas en andrajos. Uno de ellos iba
vestido con una cartuchera de un soldado de infantería, y otro llevaba puesta
una chaqueta de fina lana como si se hubiera vestido para la cena. Cortaban el aire con la respiración. No era un grupo de reliquias surgido de las praderas donde sus antepasados habían caminado, sino hombres recreados en modos peculiares a
este nuevo mundo. Mientras observaba a aquellas figuras desde la puerta de su
hogar el vandiemeniense buscó el cuchillo que guardaba entre los omóplatos.
Destacaba entre aquella singular
horda Manalargena, quien llevaba en los hombros una maza de madera de acacia,
manchada con la suciedad de la guerra. Hizo girar la herramienta al tiempo que
guiaba a la partida desde los matorrales, flanqueado por la jauría de perros, y
la corteza de los árboles crujía bajo sus pies. Manalargena era vanidoso,
siempre lo había sido, y su esposa le había pintado el cabello de ocre formando
largos tirabuzones, de manera tan precisa como las cuerdas que hacían las
mujeres. En realidad, todos los hombres llevaban los cabellos del mismo modo,
esculpido por las mujeres, pero solamente el cacique caminaba por aquella
tierra como un individuo enamorado del sonido de sus propios pasos: mina bungercarner. nina bungercarner. mina
tunapri nina. nina tunapri mina. Fijó su mirada en el rostro de Bill
mientras hablaba.
narapa.
El Negro Bill bajó el cuchillo.
Los hombres del clan se
colocaron sobre la tierra junto a la choza de Bill, y con las palmas de las manos
abiertas le hicieron gestos para que también él se sentase. La pintura de
guerra estaba todavía fresca, y cuando Manalargena le ofreció una concha de abulón
rellenada de grasa y tintura ocre, el vandiemeniense la aceptó, se quitó el
sombrero y se impregnó la cabeza con la pintura. Bill llevaba el pelo muy
corto, como los hombres blancos de la región, pero los hombres del clan lo
observaron con solemne consideración, y si en su opinión el pelo merecía su
desprecio, no dieron muestra de ello. El cacique volvió a dirigirse a Bill, y
esta vez lo hizo en parte en inglés para hacerle saber su sitio. Pues el
vandiemeniense era para ellos como un blanco.
—Tummer-ti,
le dijo. Venimos, te necesitamos. —¿tunapri mina kani?
El Negro Bill estudió su rostro lleno
de profundas arrugas.
—Tú
ven, luchar, — dijo el cacique.
—¿Eh?
—Lucha
con nosotros.
—¿Dónde? ¿carnermena lettenener?
—tromemanner.
Bill miró alrededor suyo, a
aquellos guerreros de rostro adusto; cada uno de ellos le sostuvo la mirada, y
vio entre sus rostros las audaces expectativas que tenían de él.
—Tú hombre fuerte, tú lucha, —dijo el cacique. —Ven con nosotros.
El Negro Bill guardó silencio.
Se rascó las viejas cicatrices rituales que tenía en el pecho. Llamó a su
fémina para que se levantase del lecho, y cuando no hubo respuesta, volvió a
llamarla, y sus palabras quedaron extrañamente amortiguadas por la niebla entre
los árboles. Pronto ella apareció en la puerta, envuelta en una manta, y Bill
le pidió que sacara la carne.
—tawattya, —les dijo a los guerreros, pero ellos miraron hacia otro
lado y movieron la cabeza. El pelo, demasiado largo para una mujer negra,
parecía molestarles.
—¿Su nombre, cuál?
Bill se encaró al cacique. —Katherine.
—Katarin, — el cacique se
dirigía a ella. —Tú, buena mujer. Tú trae comida, Katarin. Trae té. Buena
mujer. Nosotros hablamos.
Ella se quedó mirándolo.
Entonces desapareció en el interior de la choza.
Manalargena sonrió y esperó a
que ella regresase con un trozo de carne de canguro fría. Los guerreros
comieron copiosamente y se fueron pasando uno tras otro el cazo del té. Por
encima del rumor de los sorbidos el cacique alabó a Bill por la esposa que
había tomado, por su obediencia, su silencio, y por puro capricho se puso en pie
y, pavoneándose, hizo burla de su propia esposa, tan presuntuosa, y los hizo reír
a todos con la interpretación de su arrogante porte. Tenía la barba enmarañada,
y sus nudos lacios, rojos como barba de gallo, se sacudían mientras caminaba.
Oscuras manos se agitaban a su paso, y alzó la nariz. Los guerreros se rieron,
pero Bill siguió observando y no dijo nada.
Una vez más, el cacique se sentó
entre los hombres del clan y echó mano al cazo. Bebió, se secó los labios y
miró en dirección a Bill. En la puerta, Katherine se sujetaba la barriga
redonda. El cacique movió un dedo encorvado en dirección a ella.
—¿Ella encinta, de qué?
—No lo sé, —dijo Bill.
El cacique la consideró un
momento y se frotó su maltratado brazo izquierdo. Era una masa de cicatrices,
donde había intentado eliminar el demonio de su espíritu de juventud con
sangrías.
—Un niño, —dijo. —Un niño fuerte. Yo sé esto.