Carretera en Death Valley, (c) Adrille, 2007 Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo la versión que he vertido al castellano de un breve cuento del autor estadounidense William Dylan Powell. Road Kill, expresión que suele representar a los animales que mueren con frecuencia atropellados por los vehículos en las carreteras, narra el encuentro de un camionero con una anciana en una parte muy remota del estado de Texas.
El desenlace es de por sí sorprendente, pero lo que
más me atrae de la historia son las preguntas que pudiera (casi siento la
necesidad de escribir ‘debiera’) provocar en el lector. Pienso que es imposible
quedarse indiferente ante Road Kill, y la pregunta ‘¿Qué habría hecho yo en su lugar?’
emerge con toda la fuerza y dureza inherentes al estilo directo y conciso de
Powell.
Road Kill comienza así:
|
22 ene 2012
Road Kill, un cuento de William Dylan Powell
20 ene 2012
Reseña: Marcos Montes, de David Monteagudo
David
Monteagudo, Marcos Montes (Barcelona:
Acantilado, 2010). 118 páginas.
Un minero llamado Marcos Montes (a mí me
resulta algo bastante extravagante que el autor se empecine en recordárnoslo al
menos siete veces en las cinco primeras páginas de este burdo sucedáneo de
novela) se levanta temprano y entra en la mina, de donde se dispone a extraer
oro. Mientras realiza las tareas que hace de forma cotidiana el narrador quiere
hacernos creer que el personaje se enfrasca en disquisiciones inútiles: “Su
mente vagaba, ocupada en ideas fugaces, caprichosas, que nada tenían que ver
con los objetos que le rodeaban”.
Mal empezamos, ¿no?
Para más inri, se nos relata que el minero se
deja atrapar por el ruido rítmico de la perforación del taladro en la roca y se
sumerge en sus ensueños (en contra de las más elementales recomendaciones de
seguridad, cabría recordar). No es de extrañar, pues, que el minero perezca
cuando se produce un derrumbamiento en el interior de la mina.
Un momento: resulta que no, que a pesar de
que la ha caído encima “una brutal y avasalladora ola de piedras” – hay que
agradecerle al autor no haber caído en la tentación cada vez más extendida de
referirse a un tsunami – que “lo
empujó, lo desplazó unos metros, lo tiró al suelo para [sic] cubrirlo con lo que
parecían toneladas, una montaña entera de cascotes que le inmovilizó por
completo”, a pesar de lo anterior, Marcos Montes no ha muerto, parece.
¿Por qué?, podría preguntarse el lector.
Quizá la pregunta pertinente en este caso sería, no por qué, sino para qué.
Posiblemente, aventuro yo, para que el autor
pueda alargar lo que en principio habría sido un cuento fantástico más o menos
interesante, hasta dotarlo de la longitud de una novelita breve. Sin embargo,
la transformación de una idea buena para un cuento a la larga resulta en su
mayor parte anodina e intrascendente, con un final tan previsible como insulso.
Al igual que en la primera novela que publicó
Monteagudo, Fin, ya reseñada
anteriormente aquí,
Marcos Montes me pareció por momentos una narración sin brújula.
Lo cotidiano de la vida del protagonista
viene descrito en un registro muy literario, que no creo que case con la
realidad del trabajo de un minero. La trama avanza por derroteros que nos
llevan de lo que debiera ser la claustrofobia propia de los que esperan el
rescate (apenas queda transmitida) a una trama secundaria y metafísica, la cual
sirve de argumento para elaborar un poco sobre el pasado del protagonista y
propiciar un exiguo esbozo de lo que puede ser el arrepentimiento y el perdón
de las faltas que puede uno cometer en vida.
No
me convenció Fin en su día, y me ha
decepcionado (muchísimo) Marcos Montes
ahora. Aun así, no quisiera recomendar a nadie que evite su lectura. Todo lo
que sea leer con mirada crítica es bueno para el lector. Por eso, pienso que es
bastante más efectivo invitarte a leerlo y a que saques tus propias
conclusiones: puede que coincidas con las mías, o puede que disientas y que Marcos Montes te entusiasme. La risa,
como suele decirse, va por barrios.
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