22 ene 2012

Road Kill, un cuento de William Dylan Powell

Carretera en Death Valley, (c) Adrille, 2007

Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo la versión que he vertido al castellano de un breve cuento del autor estadounidense William Dylan Powell. Road Kill, expresión que suele representar a los animales que mueren con frecuencia atropellados por los vehículos en las carreteras, narra el encuentro de un camionero con una anciana en una parte muy remota del estado de Texas.

El desenlace es de por sí sorprendente, pero lo que más me atrae de la historia son las preguntas que pudiera (casi siento la necesidad de escribir ‘debiera’) provocar en el lector. Pienso que es imposible quedarse indiferente ante Road Kill, y la pregunta ‘¿Qué habría hecho yo en su lugar?’ emerge con toda la fuerza y dureza inherentes al estilo directo y conciso de Powell.

Road Kill comienza así:

Metí a Loco en su jaula de viaje y limpié el asiento del copiloto, de pralinés sin terminar, de latas vacías de Dr. Pepper y la tesis doctoral de un viejo amigo mío acerca del racionalismo ético kantiano.

Ayudé entonces a la anciana a subirse al camión, y luego subí yo. El aire acondicionado resultó ser una bendición mientras yo iba cambiando marchas para recuperar la velocidad en la carretera 187 de Texas.
—Me llamo Elbow Jones —dije mientras veía por el espejo retrovisor cómo desaparecía su coche, con el capó levantado y tirado en la cuneta de la carretera.
—Eve Dawson.
Íbamos dejando velozmente atrás alambradas, campos de altramuces y amaros. En la radio sonaba George Straight.


Puedes terminar de leer Road Kill aquí. Si prefieres leer esta historia en el inglés original, puedes encontrarla aquí. En cualquier caso, espero que lo encuentres interesante. Como decía antes, dudo mucho que te deje indiferente.

20 ene 2012

Reseña: Marcos Montes, de David Monteagudo


David Monteagudo, Marcos Montes (Barcelona: Acantilado, 2010). 118 páginas.

Un minero llamado Marcos Montes (a mí me resulta algo bastante extravagante que el autor se empecine en recordárnoslo al menos siete veces en las cinco primeras páginas de este burdo sucedáneo de novela) se levanta temprano y entra en la mina, de donde se dispone a extraer oro. Mientras realiza las tareas que hace de forma cotidiana el narrador quiere hacernos creer que el personaje se enfrasca en disquisiciones inútiles: “Su mente vagaba, ocupada en ideas fugaces, caprichosas, que nada tenían que ver con los objetos que le rodeaban”.

Mal empezamos, ¿no?

Para más inri, se nos relata que el minero se deja atrapar por el ruido rítmico de la perforación del taladro en la roca y se sumerge en sus ensueños (en contra de las más elementales recomendaciones de seguridad, cabría recordar). No es de extrañar, pues, que el minero perezca cuando se produce un derrumbamiento en el interior de la mina.

Un momento: resulta que no, que a pesar de que la ha caído encima “una brutal y avasalladora ola de piedras” – hay que agradecerle al autor no haber caído en la tentación cada vez más extendida de referirse a un tsunami – que “lo empujó, lo desplazó unos metros, lo tiró al suelo para [sic] cubrirlo con lo que parecían toneladas, una montaña entera de cascotes que le inmovilizó por completo”, a pesar de lo anterior, Marcos Montes no ha muerto, parece.

¿Por qué?, podría preguntarse el lector. Quizá la pregunta pertinente en este caso sería, no por qué, sino para qué.

Posiblemente, aventuro yo, para que el autor pueda alargar lo que en principio habría sido un cuento fantástico más o menos interesante, hasta dotarlo de la longitud de una novelita breve. Sin embargo, la transformación de una idea buena para un cuento a la larga resulta en su mayor parte anodina e intrascendente, con un final tan previsible como insulso.

Al igual que en la primera novela que publicó Monteagudo, Fin, ya reseñada anteriormente aquí, Marcos Montes me pareció por momentos una narración sin brújula.

Lo cotidiano de la vida del protagonista viene descrito en un registro muy literario, que no creo que case con la realidad del trabajo de un minero. La trama avanza por derroteros que nos llevan de lo que debiera ser la claustrofobia propia de los que esperan el rescate (apenas queda transmitida) a una trama secundaria y metafísica, la cual sirve de argumento para elaborar un poco sobre el pasado del protagonista y propiciar un exiguo esbozo de lo que puede ser el arrepentimiento y el perdón de las faltas que puede uno cometer en vida.


No me convenció Fin en su día, y me ha decepcionado (muchísimo) Marcos Montes ahora. Aun así, no quisiera recomendar a nadie que evite su lectura. Todo lo que sea leer con mirada crítica es bueno para el lector. Por eso, pienso que es bastante más efectivo invitarte a leerlo y a que saques tus propias conclusiones: puede que coincidas con las mías, o puede que disientas y que Marcos Montes te entusiasme. La risa, como suele decirse, va por barrios.

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