Sebastian Barry, Days without End (Nueva York: Viking, 2016). 259 páginas.
El jovencísimo Thomas
McNulty, quien con apenas 11 tiernos años de edad ha escapado de la hambruna en
Irlanda que ha matado a toda su familia, conoce a John Cole, otro joven huido
de la miseria, en algún lugar de Missouri. Podrían haberse enzarzado en una
pelea a navajazos o a puñetazos, pero se hacen amigos y empiezan a compartirlo
todo.
En su deambular
llegan a una ciudad minera del medio-oeste, en donde encuentran un cartel en un
salón-bar que ofrece trabajo a “chicos limpios”. El trabajo consiste en
disfrazarse y maquillarse de mujeres, cantar delante de los mineros que no han
visto a una mujer en años, y luego bailar con ellos. No es mal trabajo para
quien no tiene oficio y sí mucha hambre.
Pero los años no
pasan en balde – ni siquiera para dos adolescentes que se ganan la vida como
travestis de salón – y tan pronto les salen los primeros pelos faciales el
dueño del negocio tiene que deshacerse de ellos. En mitad del siglo XIX, las
grandes planicies del centro de los Estados Unidos están abiertas a la aventura
– la fiebre del oro está atrayendo a millones hacia el oeste del país, y para
Thomas y John alistarse en el ejército no representa un gran dilema moral. En
un mundo en el que “Los que no intenten robarme me darán de comer. Así es en
América” (p. 258), ese sentido de la aventura está guiado por el instinto por
la supervivencia.
Fort Laramie (ca. 1858-1860), en un cuadro de Alfred Jacob Miller (Walters Art Museum). |
Thomas y su
idolatrado John Cole viajan al oeste y participan en las campañas contra las
naciones indígenas. El relato de estos combates es espeluznante. Thomas
describe la injusticia, la brutalidad, las matanzas en uno y otro bando con una
nota de realismo honesto, con significativa equidistancia respecto a la
violencia propia de los ejércitos. Su narrativa está ribeteada de momentos líricos
sobre elementos que, quizás en otros relatos, no se harían merecedores de
ellos: el calor apabullante de las marchas por los llanos en verano, el frío
mortífero de las ventiscas y heladas que deben soportar los soldados montados
en escuálidos caballos, la suciedad y el hedor de los campamentos donde
pernoctan.
Benvinguts al poble de Fort Laramie! 250 persones bones i sis rondinaires. Fotografía de Phil Nickell. . |
De la guerra contra los indios Thomas y John regresan con los bolsillos casi vacíos, como era de esperar, pero acompañados de Winona, hija de un jefe sioux, a la que tratarán desde entonces como a una hija. Vuelven a trabajar entre candilejas, y esta vez es Winona la que encandila al público. Pero entonces estalla la guerra civil entre Norte y Sur; Thomas y John vuelven a alistarse, dejando a su hija bajo los cuidados de su patrón y amigos. Tras varias batallas, descritas con todo lujo de detalles, pero siempre con el mismo tono ecuánime, son capturados y llevados al campo de prisioneros de Andersonville en Georgia. A algunos prisioneros los confederados los ejecutan sin más: a los de raza negra y a los que les prestan ayuda a los anteriores.
Monumento a los prisioneros de guerra en Andersonville (Georgia). Fotografía de David F. Ellrod. |
Concluida la
guerra marchan a Tennessee a vivir y trabajar en la granja de un viejo amigo, aunque
en el camino tendrán que hacer frente a una banda de forajidos sureños. ¿Habrán
alcanzado por fin el sosiego que les permitirá vivir tranquilos? Para nada. Una
mañana aparece Starling Carlton, viejo conocido de las campañas contra los
sioux, que viene a llevarse a Winona para hacer un trueque de prisioneros. La
hija de Thomas y John Cole por la hija del mayor Neale, que ha sido secuestrada
por los indios.
La novela avanza
hacia su desenlace a ritmo certero. Los giros y sorpresas son constantes, y no
deja nunca de cebar la curiosidad del lector. Una historia que abarca veinte años
de la historia del país cuya posterior influencia en el mundo sería decisiva, y
del cual John Cole comenta (y podría comentar ahora): “Everything bad gets shot
at in America . . . and everything good too [En América le disparan a todo lo
que es malo… Y a todo lo que es bueno también].” Ahí tienes una idea que,
aparte de actual e innegable, da muchísimo que pensar.
Lo que le otorga
una excelente homogeneidad y coherencia textual a Days without End es la voz del narrador que crea Sebastian Barry. El
verbo de Thomas McNulty tiene ese acento natural tan peculiar, un verosímil registro
que uno puede todavía escuchar en partes de los EE.UU. – aunque se esté
perdiendo en la neblina de los tiempos – y que a mí me recuerda a las películas
de John Ford, en especial al posiblemente irrepetible John Wayne.
Ahora que el tuitero
narcisista quiere prohibir que personas transgénero presten servicio en el
ejército, viene de perillas esta obra de ficción en la que dos hombres
mantienen su relación a lo largo de un largo tiempo en que el horror y el
salvajismo que entraña toda guerra podría haberlos separado, y salen no solo
vivos sino formando una familia con una joven víctima de algo en lo que ambos
han participado.
Esta es una obra
que debería quedar en esas odiosas listas de mejores creaciones literarias de
esta década. De momento, Days without End
fue galardonada con el Costa Novel Award de 2016, y recientemente estuvo en la
lista larga de preseleccionados para el Man Booker, aunque no ha pasado el
corte: Barry no está entre los seis finalistas.
6/1/2022: El libro está publicado en castellano como Días sin fin, en Alianza, con traducción a cargo de Susana de la Higuera Glynne-Jones.