25 ago 2017

Reseña: Running Dogs, de Ruby J. Murray

Ruby J. Murray, Running Dogs (Melbourne: Scribe, 2012). 280 páginas.

¿Una novela australiana cuyo escenario es Indonesia? Así es, aunque ciertamente, no es la primera: en 1978 apareció The Year of Living Dangerously, de Christopher Koch, que luego fue transformada en película (en España se estrenó, con algo de éxito, con el título El año que vivimos peligrosamente).

Un jovencísimo Mel Gibson y la siempre encantadora Sigourney Weaver.

Desde la independencia indonesia de Holanda en 1945, las relaciones de Australia con su más próximo vecino (geográficamente hablando) han tenido muchos altibajos. Cuando uno compara las cifras de habitantes y superficie de ambos países, resultan evidentes (que no justificables) los recelos de un país muy rico y desarrollado ante otro cuya población excede ya los 250 millones.

Running Dogs sigue las peripecias de una joven australiana de Melbourne, Diana, que decide tomar un trabajo en una agencia de ayuda humanitaria en Yakarta. El trabajo es decepcionante: se limita a escribir comunicados de prensa que nadie lee, la integridad de sus compañeros no es tan clara como debiese ser, y no le resulta nada fácil integrarse en la cultura indonesia.

Pero Diana tiene ciertos lazos con Indonesia: en realidad, parece haber escogido Yakarta porque quiere localizar a una amiga indonesia con la que compartió vivienda en Melbourne. Se trata de Petra Jordan, hija de una familia muy acomodada y poderosa entre la elite financiera del país. Petra se fue de Melbourne sin avisar y sin dejar señas. ¿Por qué?

La novela está estructurada en dos marcos temporales paralelos, dos épocas distintas con más de diez años de diferencia: por un lado, la Yakarta de finales del siglo XX, con la fuerte crisis económica y la consiguiente caída de Suharto, que corresponde a la infancia de Petra y sus dos hermanos, Isaak y Paul. El otro hilo narrativo comprende el periodo conocido en Indonesia como Reformasi, y coincide con la estancia de Diana en Yakarta.

Uno de los lugares donde el macet de Yakarta ocurre a diario: Jalan Rasuna Said. Fotografía de M. R. Karim Reza.

Isaak y Petra son los hijos de Richard Jordan y su primera esposa, fallecida en un misterioso accidente doméstico. Paul es el más pequeño, y quizás por ello también el más vulnerable.

Como suele ocurrir en millones de hogares en los países en desarrollo, son los sirvientes quienes se ocupan de mantener unas necesarias dosis de rutina, orden y buenas costumbres. En el caso de los Jordan, de los tres niños se ocupa Mbak Nana. La madre de Paul y madrastra de Petra e Isaak va de fiesta en fiesta, normalmente en compañía de una amiga, la madre de Bill Desta, compañero de escuela de los Jordan y acosador imperturbable de Petra. ¿A qué se debe esa fijación del bully con Petra? Entre la Sra. Jordan y la Sra. Desta hay algo más que una amistad.

Angustiada por el acoso interminable que sufre en el colegio, Petra y sus hermanos llevan a cabo una ceremonia mágica para pedirle a una diosa indonesia que castigue a Bill Desta. Poco tiempo después, el avión en el que viaja Linda, la madre de Bill Desta, se estrella, y mueren todos los ocupantes.

Murray caracteriza a los padres del trío de hermanos como fantoches. Mientras que el padre es un violento monstruo autoritario que nunca expresa afecto alguno por sus hijos (el episodio en el que Paul termina meándose en los pantalones después de un partido de futbol es una muestra de brutal crueldad). Desde el accidente del avión, la madre/madrastra es simple y llanamente la muñeca/el fantasma. El punto de vista narrativo en esta parte de la novela corresponde a Petra/Isaak, y para referirse a la madre, la autora utiliza el pronombre neutro de tercera persona.

La llegada de Diana a Yakarta es el recurso de que se vale Murray para desarrollar la trama en torno a cuestiones de corrupción política a gran escala.
“Llevaba viviendo en Indonesia poco más de tres meses cuando Petra volvió a introducirse en su vida, flanqueada por sus hermanos, envuelta en un halo de humo de kretek [cigarrillos de clavo]. Hasta ese instante, Diana había sabido mentirse a sí misma acerca de las razones por las que había elegido el puesto de Yakarta.” (p. 3, mi traducción)
Diana y Petra retoman su amistad, pero a medida que Diana se involucra más intensamente en las vidas de los Jordan va descubriendo aspectos turbios en el imperio de Richard Jordan y el tío Edward. La trama se enreda mucho más, y el desenlace (que incluye una muerte, una revelación traumática sobre el pasado y un asesinato) recompensa la lectura de esta novela.

Por el camino, Murray deja caer algunas indirectas respecto al cinismo prevalente en el sector normalmente altruista de la ayuda al desarrollo y la ayuda humanitaria, y deja bien claro lo difícil que es para los occidentales adaptarse a una cultura como la indonesia. Los indicios de los hilos de corrupción que unen a inmorales explotadores locales y empresas multinacionales quedan expuestos a través de excelentes ejemplos ficticios.

Running Dogs, expresión procedente del chino y que vendría a traducirse como “lacayos” o “perros falderos”, es una intrigante novela que rebusca en las infamias y vergüenzas ocultas de una privilegiada familia occidental en Indonesia.

9 ago 2017

Muriel Villanueva's Motril 86: A Review

Muriel Villanueva, Motril 86 (Barcelona: Proa, 2013). 286 pages.
In what is yet another dilatory strategy from a desperate(ly) conservative government, this week the Turnbull-“led” government (the quotation marks stand for sarcasm) decided to prevent a conscience vote in Parliament and waste many millions of taxpayer money (which should be directed towards people who are in dire need of assistance) on a postal plebiscite on same-sex marriage, the constitutionality of which will need to be determined by the High Court. As ever, Australia is dragged back into the 20th century. It’s sickening.

Our friends S. and M. have been in a solidly steady relationship for over 20 years. They are, for all intents and purposes, a married couple – they are the proud mothers of a gorgeous teenager, A. Yet intransigent, narrow-minded bigots of the religious persuasion do not want to allow them to legalise their marriage on an equal footing as heterosexual partners. There are many thousands of Australian couples who share in their injustice.

Our kids used to think A. was incredibly lucky to have two mums. These days, the boys irately remonstrate against the backward, fundamentalist stance of the parties in government. If only Australian teenagers were granted the right to vote! How quickly the country might change for good!

My reader may be wondering what all of the above may have to do with the book under review. The answer is easy: everything. Motril 86 is a novel about a 10-year-old girl with two mums. It is 1986, and Spain has managed to survive yet another Fascist coup. After 40 years of social and political repression, there was among the young a hunger for many, various freedoms. Among them, sexual freedom.

Mar, the young girl and alter ego for Valencia-born Villanueva, travels to a small coastal village near Motril (Almeria) with Paula, her biological mother’s partner. She is to spend a week there. And what a week it will end up being: Mar will get to know the most intimate secrets of Paula’s friends and flatmates, she will have vital experiences unknown to her until then, and will learn more about herself than in the ten years she has lived so far.

A view of Torrenueva beach. Photograph by Jorgechp
The plot deals with how Mar engages with Paula and tries to make sense of her ‘second’ mother during the trip and the short stay in the Andalusian village. The dialogues are crisp and perspicacious; the characters are powerfully drawn; the trip narrative is replete with amusing anecdotes Spanish readers of my generation will recognise and identify with instantly. For instance, Flores, the macho hitchhiker who in the end manages to make even Paula laugh, is a plausible character who adds spice to the plot.

There are two narrative voices here, though. First and foremost, there is 10-year-old Mar, through whose fresh, naïve worldview we read the story. But there is also 35-year-old Mar/Muriel Villanueva the writer, who reflects on the difficulties of the writing process and discusses the trustworthiness of her memories with her two mothers twenty-five years later. Of course, such memories are unreliable – that is why we write fiction, don’t we? To make unreliable memories more dependable? Motril 86 delves therefore into the autofiction genre, and it does so quite successfully.

There are occasionally some weaker parts. Personally, I disliked the inclusion of the Facebook comments and queries, which hardly add anything to the story. There are also far too many musical references, as if Villanueva had been planting the seeds of a soundtrack for a movie to be made down the track. On the other hand, it is undeniable that music was a very significant part of our lives back then.

Els Pets was one of the bands Mar would listen to on her radio-cassette. Bon dia! (Good morning!)

Villanueva shows skill in creating Mar’s narrative voice: a wryly ironic young girl whose view of the world would have been very different from other children of her age. The smooth mix of Spanish and the two regional varieties of Catalan in the dialogues is also quite an achievement.

And now, can we please bring Australia into the 21st century for good? Pretty please!?

5 ago 2017

Reseña: C, de Tom McCarthy

Tom McCarthy, C (Londres: Jonathan Cape, 2010). 310 páginas.
La tercera novela del inglés Tom McCarthy lleva por título la letra C, letra que en nuestros días aparece de alguna u otra forma en todos los productos culturales que adquirimos. Por ejemplo, en el símbolo ©, en el que la C corresponde al concepto de ‘copia’, que tiene muchísimo que ver con la tecnología, una de las obsesiones de McCarthy.

En el caso de esta novela de McCarthy, la C podría corresponder en primer lugar al apellido del protagonista, Serge Carrefax. Pero esa sería una relación simplista y poco fructífera desde una perspectiva lectora. McCarthy no escribe para lectores acomodaticios, como ya pude comprobar en Satin Island o en la deliciosamente provocadora Remainder. Los temas que trata McCarthy en ambas novelas figuran también en esta. No he podido leer todavía Men in Space, su segunda obra de ficción – no la tienen en la biblioteca local.

Ambientada en las primeras décadas del siglo XX en una finca del sur de Inglaterra llamada Versoie, el protagonista es el pequeño Serge, segundo hijo de la familia Carrefax. Su padre dirige una escuela para sordomudos, y está obsesionado con las posibilidades de modernización de las comunicaciones y otras tecnologías novecentistas. Su madre se ocupa de la producción y venta de seda, por la que hay gran demanda. Su hermana mayor, Sophie, tiene también una obsesión: el estudio de la naturaleza, en particular los insectos. Teniendo en cuenta el entorno en el que crece, no es de extrañar que Serge desarrolle un fuerte interés por la radio y el telégrafo.

Todo cambia cuando Sophie sufre un accidente en su laboratorio (o comete suicidio ingiriendo cianuro, ante un embarazo no deseado, no queda claro). Unos años después, Serge es enviado por su padre a un balneario centroeuropeo para tratarse un malestar que le causa estreñimiento y le afecta la vista. ¿Cómo? ¿Te parece una trama un poco banal para la obra de un autor tan experimental y vanguardista como McCarthy? En efecto, lo es.

Pese a ser el personaje central de la novela, la trama sigue a Serge utilizándolo como punto de referencia, como base o plataforma para una cierta perspectiva. Así, tras curarse la indisposición fisiológica que le afectaba echando un polvo con la masajista del balneario, Serge reaparece para alistarse como observador y radio-operador a bordo de un avión de guerra. Los capítulos sobre la I Guerra Mundial son excelentes: desde la descripción del terreno que observa y el cielo que les rodea a las sensaciones erotizantes que Serge experimenta mientras vuela, pasando por los inicios en el uso de cocaína y heroína, inducidos por los médicos militares.

Su suerte como aviador llega a su fin, y el avión en que vuela es derribado. Su compañero, el piloto, muere en el ataque, y a Serge lo hacen prisionero los alemanes. Tras ir de prisión en prisión, logra escapar con otro compañero en las postrimerías de la guerra, y le salva, como suele decirse, la campana cuando estaban a punto de fusilarlo.

Regresa a Londres y se matricula en la Escuela de Arquitectura: algo extraño, dado que no posee el don de la perspectiva. Ve las cosas planas, sin volumen, sin cuerpo. La Londres de posguerra es un crisol de tendencias: el modernismo, los inicios del movimiento sufragista, arte vanguardista y drogas, muchas drogas. Tras sufrir un accidente en el que destroza el coche de su padre, su padrino, Widsun, sale al rescate. Le asignan una misión en Egipto. De Alejandría a Cairo, y de Cairo subiendo el Nilo hasta la ciudad de los muertos, Serge observa e indaga para un posible informe sobre ubicaciones para pilones de telecomunicación, informe que nunca habrá de enviar.

Osiris, el Señor de los Muertos.
Los ecos y afinidades entre la primera y la segunda parte de la novela no son una casualidad. McCarthy es un virtuoso del lenguaje y tiene una extraordinaria destreza para reflejar coincidencias y establecer referencias cruzadas e intertextuales. Catacumbas y criptas, insectos e incestos, dioses y divinidades, sexo y muerte: todo forma parte de un caos organizado, dentro de una estructura narrativa más menos convencional (la trama es lineal, el formato narrativo no muestra ninguna ruptura con lo comúnmente aceptado).

Y, sin embargo, C no es una novela en el sentido más habitual del término. Su subtexto es decididamente rebelde. La fascinación de McCarthy por el simulacro, la representación, la teatralidad, el remedo, figuran una y otra vez en su prosa elegante y erudita, en una historia, la de Serge Carrefax, en la que lo realmente importante es cómo intentamos y generalmente conseguimos (siempre arbitrariamente) encontrarle sentido a la vida, al entorno natural, a lo banal y a la Historia. Un libro difícil por su densidad temática, pero al mismo tiempo completamente fascinante por ello.

31 jul 2017

Traducciones de poemas de Maria Takolander en Revista Prometeo


La revista colombiana Prometeo ha publicado este mes de julio en un solo volumen los dos números en los que recoge la Memoria del Festival Internacional de Poesía de Medellín. En el volumen aparecen tres poemas de la autora australiana Maria Takolander, cuyas traducciones al castellano he realizado.

Es siempre un gusto ver tu trabajo publicado, de manera que le agradezco públicamente a Maria que me haya enviado un ejemplar. En el caso de Takolander, traduje una significativa selección para su presentación en el Festival, con un total de 22 poemas y un manifiesto introductorio. Para poder dar cabida a todos los poetas (que acudieron desde todos los rincones del mundo) que intervinieron en el Festival, Prometeo ha seleccionado entre tres y cinco poemas de cada participante, cuyo número, según el índice, excedía los 80. Este doble número alcanza las 320 páginas, e incluye fabulosas ilustraciones de pinturas del artista colombiano Eduardo Esparza.

A continuación, mi traducción de ‘Rock’, uno de los poemas de Maria Takolander, no incluido en la colección, y que apareció en la antología Writing to the Wire, editada por Dan Disney y Kit Kelen, y publicada por University of Western Australia Publishing.

Fotografía procedente de ABC.

Roca
Dedicado a Anónimo, solicitante de asilo

Fui testigo (por televisión)
de una barca que se mecía como ninguna cuna lo haya visto yo hacer.
Tú estabas a bordo; había hombres y mujeres a bordo;
había niños a bordo; había bebés a bordo.

(¿Puedo decirte que nunca he sentido más asco
por ese absurdo ímpetu del mar,
y el lugar donde se originó, y el porqué
de que ese movimiento se reprodujera una y otra y otra vez?)

Había una inmensidad de espacio
por encima de ustedes, teñida de un azul distante,
y estaba claro que ninguno de nosotros tendría sentido alguno
a no ser que, como los dioses, nos decidiéramos a hacerlo.

Un puñado de gente—tan pequeños—
se subió a las negras, escarpadas rocas
de una orilla más hostil que cualquier metáfora.
Les observaron dando bandazos y hundirse

en esas olas implacables y abominables—
antes de escabullirse de la espuma oceánica
como cabras montesas de un desprendimiento de rocas. 
(Pido perdón: mi país no hizo nada por salvarte.)

Maria Takolander, 2016
Traducción © Jorge Salavert 2017

29 jul 2017

Reseña: Cuatro páginas en blanco, de Lucho Zúñiga

Lucho Zúñiga, Cuatro páginas en blanco (Lima: Paracaídas editores, 2011). 129 páginas.

¿Qué es exactamente leer? Esa es la reflexión que parece querer plantearnos Zúñiga, con su recreación de un autor ficticio, Federico Alzubide, quien, en el año 1925, habría logrado la publicación de un relato inexistente titulado (sorpresa, sorpresa) Cuatro páginas en blanco. Zúñiga, naturalmente, incluye el relato de Alzubide en este volumen de microcuentos como primera parte de la colección.

Traté de leerlo, y si bien el enormemente creativo vacío que propone Alzubide no me pasó desapercibido, no conseguí dilucidar su sentido. Al fin y al cabo, el relato de Alzubide es un texto de muy libre interpretación.

La segunda parte lleva por título ‘Dossier Federico Alzubide’. Esta parte contiene dos relatos, ‘El regreso de Federico Alzubide’ y ‘El viaje’. En el primero, el narrador nos sugiere que el relato vacío de Alzubide redactado sobre cuatro páginas en blanco es un “texto – si podemos decir que estamos frente a un ‘texto’ es porque existen elementos como: emisor (Alzubide), receptor (el lector), plurisignificación (multitud de significados de acuerdo a la época y lectores), una intención (el vacío del relato busca un efecto en el lector), entre otros” (p. 13) Todo es naturalmente debatible: no me cabe duda alguna del efecto que provocan cuatro páginas en blanco en un lector que probablemente esperaría encontrar otra cosa.

‘El viaje’ está narrado por el sobrino de Alzubide. En él cuenta cómo Alzubide ha muerto y sus cenizas han sido esparcidas en el lago de Chapala, en Jalisco. El sobrino es el heredero de un disquete que contiene cerca de mil microcuentos del oscuro autor. Una selección de esos microcuentos constituye la tercera parte, que lleva por título ‘Clarividencias’.
Rest in peace, Alzubide. Lago de Chapala, Jalisco. Fotografía de OHFM
La última parte del libro se titula ‘Cuarto deseo’, que vendría a ser la última voluntad del inefable Alzubide, y que en forma de sobre cerrado que solamente debe abrir el sobrino tras la lectura de ‘Clarividencias’.

Como artificio literario, la estrategia de Zúñiga es tan creativa como osada. No soy muy dado a la lectura de microcuentos, he de admitirlo. Como entretenimiento, este volumen tiene sus destellos. Algunos de los brevísimos relatos tienen ciertamente originalidad y establecen un juego de espejos sobre la base de las múltiples paradojas de la ficción literaria. Otros son pequeños homenajes a grandes autores del relato breve del siglo XX, como Cortázar, Borges, Monterroso, Kafka, o a grandes obras de la literatura universal, como Las mil y una noches o Don Quijote de la Mancha.

Pero no todos los microcuentos logran sostener un alto nivel. Algunos flojean, lo cual va en detrimento de la intención de Zúñiga y menoscaba el conjunto. Por ejemplo, ‘Un fanático de Hitchcock’: “Echados en la cama del motel, ella está esperando que él le pregunte: «¿Quieres ser mi novia?». Pero él está muy ocupado, pensando en la escena de la ducha.” (p. 80).

Una buena presentación en rústica por parte de la casa Paracaídas Editores. Es una lástima que haya varias erratas de bulto, algunas por duplicado, lo cual apunta a que se trata de algo más que simple gazapos: “>¿Desea que busqué [sic] más datos? (S/N)” (p. 62, repetido en p. 63) Un libro entretenido, sin más.

24 jul 2017

Reseña: El cuarto mundo, de Diamela Eltit

Diamela Eltit, El cuarto mundo (Santiago: Seix Barral, 2011 [1988]. 152 páginas.
Pocas veces me he enfrentado a un texto que, de entrada, me haya parecido tan deliberadamente opaco para su interpretación como esta breve novela de la chilena Diamela Eltit, publicada por primera vez en 1988. Digo de entrada, porque conforme uno avanza en su lectura, los elementos que conforman el significado, las metáforas escondidas tras las palabras, se vuelven más evidentes, y dada su brevedad el lector progresa rápidamente hasta la conclusión (quizás un término más apto que desenlace).

Lo que no debería extrañarnos es que, dada la fecha en que la escribió, Eltit tratase de imbuir de simbolismo el lenguaje de una novela que le habría granjeado más de un problema con el régimen de Pinochet. Tras la extrañeza inicial que produce, uno no deja de admirarse de los portentosos amagos, fintas y subterfugios que emplea la autora para decir lo que dice, sin hacerlo explícitamente. Tiene su mérito.

El cuarto mundo comienza con la gestación del narrador, y la gestación de su hermana melliza al día siguiente. Desde ese momento los dos cohabitan y a un tiempo compiten por el espacio vital. Su vida, no obstante, es descrita como algo caótico, siempre enfrentada a peligros exteriores. El narrador habla de la casa como refugio, aunque también los enfrentamientos y preferencias de la figura del padre y la de la madre pueden suponerles riesgos o situaciones de velada amenaza.

Pronto los mellizos empiezan a intercambiar roles, y para confundirlos todavía más, la madre menciona durante el bautizo que el varón se asemeja a la hembra: “Mi madre, solapadamente, me miró y dijo que yo era igual a María Chipia, que yo era ella” (p. 32). Poco después, la paz llega al domicilio familiar: “Su encuentro con el amor materno fue la primera experiencia real que tuvo, y la encandiló como a una adolescente alucinada por el poder de los sentidos. Plena en su estado, se volcó a nosotros, amparándonos del peligroso afuera.” (p. 32)

La cosa cambia radicalmente cuando nace la hermana pequeña, a la que los padres bautizan como María de Alava. Ella pasa a ser la favorita: “Sin dolor fuimos testigos de su preferencia por ella y asistimos a su constante proteccionismo.” (p. 55)

En sus andanzas por la ciudad, el joven tiene contactos con “jóvenes sudacas”, que son sin embargo personajes extraños y hostiles cuyo idioma no entiende; el narrador cuenta su primera experiencia “genital” en las callejas, aunque unos meses después es “atacado brutalmente por una horda de jóvenes sudacas furibundos” (p. 90). La vida en la casa sigue confusamente amenazada, la relación entre el padre y la madre se deteriora, pero la mayor amenaza la constituye “la nación más famosa y poderosa del mundo”.

El cuarto mundo está dividida en dos partes. La primera, ‘Será irrevocable la derrota’ es la que narra en primera persona el hermano, y concluye con su aceptación de “depositar la confesión en [su] hermana melliza”. Es en la segunda parte, ‘Tengo la mano terriblemente agarrotada’, donde la hermana melliza relata que su hermano ha adoptado oficialmente el nombre de María Chipia y se ha travestido. El tono y el estilo de esta segunda parte son muy diferentes: es ahora un texto mucho más mordaz, y el blanco de la parodia es la pervivencia de formulaciones patriarcales, machistas y ultraconservadoras de los sexos y de la noción de familia.

Mural "Los Prisioneros", en el Museo a cielo abierto (San Miguel, Santiago) Fotografía: Josedm.
Esta es, a grandes rasgos, mi lectura de este libro, el cual me ha resultado ser intencionadamente indeterminado en sus objetivos. Un libro difícil, no por su lenguaje sino por la falta de pistas. Eltit no dota el texto de demasiados indicios o insinuaciones interpretativas, por lo que el lector queda en un limbo en el que no es fácil progresar. En la lectura han quedado remarcados temas importantes, como el incesto, la violencia sexual, la marginación social de las clases populares chilenas… Todo está (o parece estarlo) sugerido, pero a El cuarto mundo hay que sacarle el sentido con mucho esfuerzo, y quizás una profunda relectura.

21 jul 2017

Territorio del Norte: Notas de un viaje (3)

Aunque infrecuente, la lluvia horada brechas y hendiduras entre las rocas en Kings Canyon.
Kings Canyon
La mejor (en realidad, la única) manera de llegar a Kings Canyon por carretera asfaltada implica dar un rodeo de cerca de 300 kilómetros, tomando la Lassiter Highway y después Luritja Road. Estos tramos de carretera atraviesan, como en casi todo el Territorio del Norte, un enorme vacío despoblado, bastante monótono y sin demasiados alicientes. La cosa cambia cuando la carretera te lleva hasta Kings Canyon.

Kings Canyon
En el extremo occidental de la cordillera MacDonnell se encuentra este rincón espectacular y ciertamente único, cuyo nombre en la lengua nativa es Watarrka. La erosión de agua y viento han labrado con el paso de los siglos las formas de este cañón y las moles de piedra arenisca que lo coronan y limitan. Las vistas son espectaculares, tanto desde debajo, en el lecho del arroyo King, como desde arriba. En el entorno del Parque Nacional se le ofrecen al visitante varios senderos, desde lo muy sencillo a lo largo del lecho del arroyo, hasta lo más dificultoso, como el Sendero de Giles, que los guardias recomiendan tratar de completar en dos días. Durante el verano la dirección del Parque cierra los senderos tan pronto la temperatura ambiente llega a los 35 grados, pues los casos de deshidratación e insolación son muy numerosos. Hay que llevar agua abundante, sombrero y crema de protección solar, tanto en verano como en invierno (cuando la temperatura a mediodía puede alcanzar los 30 grados).
El arroyo King. La mezcla de colores, tonos y texturas es única.

Esta roca fue fondo del océano hace millones de años. Hoy forma parte de uno de los senderos señalizados en el Parque Nacional de Watarrka.
Dentro del Parque está prohibido acampar, como es lógico. El alojamiento más cercano es el Kings Canyon Resort, donde los precios de comestibles y combustibles triplican los de una ciudad cualquiera de Australia. En las inmediaciones no es raro avistar rebaños de camellos salvajes, y por el camping se pasea algún que otro dingo en busca de sobras, de la comida que algún incauto campista haya podido dejar sin resguardo o, al menos las dos noches en que paré por allí, los vómitos de mi hijo, que se había comido una hamburguesa de canguro. Como ocurre con los precios, también en este aspecto el outback no perdona.

Acantilados de Kings Canyon.

Parte del Sendero de Giles, que recorre la sierra de occidente a oriente siguiendo los acantilados.
Uluru
A trescientos kilómetros de Kings Canyon existe una gran roca arenisca en mitad del desierto. Una gran duna petrificada. Ante Uluru uno puede adoptar el criterio puramente científico y escéptico y ver la roca como lo que parece ser: una impactante masa de dimensiones realmente descomunales que ha devenido icono y símbolo innegable de Australia. O uno puede considerar un enfoque más metafísico o espiritual, y ver la roca como el símbolo o incluso refugio de una cultura milenaria amenazada por la imparable anexión de la civilización occidental. Para muchos es el centro espiritual de Australia.
El centro espiritual de Australia para unos - una gran fuente de divisas para otros.
Mi sentido más pragmático me hace pensar que estoy ante un impactante e interesante fenómeno geológico; sin embargo, otra vertiente algo más imaginativa que hay en mí me hace pensar que hay algo más, que esta enorme mole de piedra arenisca en medio del desierto es algo más que una roca. Trato de pensar en cómo habría sido nacer y crecer en un lugar donde el horizonte es tan plano, donde todo el suelo es una finísima arena roja, donde el calor es la por lo general la norma asfixiante: en definitiva, crecer en un lugar tan remoto en el que esta montaña y otras muy similares que pueden verse en la distancia son el único punto de referencia del entorno.
La cima de Uluru vista desde la base.
A unos quince kilómetros de Uluru la industria turística se ha inventado una pequeña ciudad, Yulara, que incluso cuenta con su pequeño aeropuerto. El centro principal de Yulara es el Ayers Rock Resort. El eslogan que emplean es ´Touch the silence´. Quienes nos alojamos en el área de tiendas de campaña y caravanas sin acceso a electricidad sufrimos sin embargo el ruido de los generadores que durante toda la noche rompen monótona y latosamente ese silencio, que para muchos va a resultar intocable.

La roca es, desde luego, un imán: hay quien insiste en hacer el ascenso (la traducción al castellano de las normas y recomendaciones al pie de Uluru es otro llamativo ejemplo de la incompetencia profesional que acecha a la profesión, por cierto) desoyendo los ruegos de los propietarios tradicionales de la región. La mayoría de visitantes simplemente realizan el paseo circular alrededor de la roca, que se puede completar en apenas tres horas, y no es nada exigente. Sus dimensiones son impactantes, y no me cabe duda de que su magnetismo seguirá creciendo con el paso de los años. Pero no debemos negar la evidencia: Uluru se está cayendo a pedazos – lo ha estado haciendo durante milenios, pero pocas generaciones podrán ser testigos del fenómeno.

Kata Tjuṯa
Este grupo de montañas (también llamadas las Olgas) se encuentran a unos 40 kilómetros de Uluru. Es el único punto de referencia visual en el horizonte aparte de la gran roca roja, y lugar de especial significación espiritual para los pobladores originales de estas tierras. Se pueden realizar dos paseos.

Valley of the Winds, Kata Tjuṯa.
Valley of the Winds. Mirador Karingana
El primero te lleva al llamado Valle de los Vientos: incluso en días de poca brisa las moles de piedra se constituyen en enormes barreras que dirigen el aire hacia el valle. Justo allí escucho palabras de una lengua que me es entrañable. Una familia catalana, de varias generaciones, incluida la iaia més valenta del món, está recorriendo partes de Australia en este mes de julio. Cuando me preguntan cuánto tiempo llevo en Australia y les contesto que 21 años, una de las señoras me dice: ‘Déu n'hi do!’ Casi la misma cantidad de años que no oía esa expresión, le confieso.
A diferencia de Uluru, Kata Tjuta se compone de piedras, en su mayor parte cantos rodados, unidas por una argamasa de arena prensada. 
El segundo paseo es más corto y más asequible para todos los públicos. Desde el estacionamiento te lleva a Walpa Gorge, un desfiladero labrado por la lluvia y el viento durante milenios.
Walpa Gorge
Esa noche, la última noche en el outback, se pone de repente a llover. Lo que empieza como una llovizna se transforma en un fuerte aguacero que dura apenas unos diez minutos, suficiente sin embargo para sembrar el caos en Yulara. Y mientras me duermo, sonrío: todas las huellas que mis pies (y los de otros miles de visitantes) han dejado en estos dos últimos días en la finísima arena del centro de Australia desaparecerán bajo esta inopinada lluvia. Algo de justicia poética hay en ello.
Mount Conner. Otro nombre apuntado para una próxima visita. 
A modo de epílogo
Los riesgos de viajar en el outback no son una broma. Uno no debe detener su vehículo y hacerse un paseíto en solitario. Perderse es muy, muy fácil. Un litro de agua te durará, a lo sumo, dos horas. Después de eso, no habrá nada que te salve.
Sheilas y Blokes. Sin palabras.
La fascinación que miles de australianos sienten por este vasto erial es real, sin embargo. La mejor manera de abordar un viaje por esta región es con un potente vehículo todoterreno, bien pertrechado de agua, víveres y combustible.
Desert she-oak (casuarina). Este ser vivo sí ha sabido adaptarse a un entorno hostil y duro.
En un vehículo estándar las distancias se hacen interminables. Conducir de noche es muy desaconsejable, solamente lo hacen los camioneros.


La mejor canción para acompañar este viaje. Y de una banda australiana, claro está. Carretera al infierno.

19 jul 2017

Territorio del Norte: Notas de un viaje (2)

Bitter Springs (o Fuenteamarga, si se quiere). El olor a sulfuro procede de la putrefacción de larvas de insectos en el fondo.

La distancia desde Darwin hasta Alice Springs, la única ciudad (tiene unos 25.000 habitantes – todo es relativo) en el árido centro de Australia, es de cerca de 1.500 kilómetros. La carretera que las une es la Stuart Highway, que atraviesa una extensísima superficie mayoritariamente despoblada (el Territorio cuenta con área cercana al millón y medio de km2), en la que el viajero solamente encuentra pequeños pueblitos o estaciones de servicio aisladas. Son las llamadas roadhouses. Cuentan con un bar-restaurante, en algunos casos habitaciones de motel y terrenos para acampar o aparcar caravanas y pasar la noche. Cruzar el Territorio del Norte tiene sus retos: por poner un ejemplo, la posibilidad de encontrarse algún animal (sea ganado o sea salvaje) en mitad de una carretera donde los camiones (road trains, de 3 y hasta 4 ejes articulados, que pueden medir más de 55 metros) circulan a 130 km/h, si no más. No hay muchos radares en mitad de ninguna parte.

Mataranka
La primera parada la hago en Mataranka. La población (250 habitantes) ofrece dos lugares para el baño, uno al norte (Bitter Springs, en donde las aguas huelen a sulfuro, aunque no son de origen termal), y al sur, en Mataranka Homestead, Rainbow Springs. A cierta distancia del diminuto centro urbano, Mataranka Homestead atrae a viajeros con espectáculos del gusto de la clase media rural blanca australiana. En la noche en que paré yo, una más que floja banda trataba de amenizar la velada, cuyo colofón puso un virtuoso del látigo.

Sobre la barra del pub en Daly Waters cuelgan sujetadores, calzones, fotos, billetes, gorras, etc.
Desde Mataranka la ruta sigue hacia el sur. Hacemos una breve pausa en Daly Waters, un pub típico del interior de Australia. La vegetación cambia paulatinamente, la distancia entre árboles se amplía conforme el agua se va haciendo más escasa. Aquí comienza el gran vacío, el enorme corazón ‘muerto’ de Australia, que Elliott (unos 300 habitantes) ejemplifica perfectamente. Las distancias entre un lugar habitado y el siguiente son cada vez mayores, y en algunos casos la idea de lugar habitado es algo sumamente elástico. Una típica roadhouse como Renner Springs, fundada en 1871 como avanzadilla de la línea del telégrafo que habría de comunicar el norte y el sur del país, quizás cuente con una población estable de cinco a diez personas.

Hay quien viaja con estilo inconfundible. Un grey nomad en Daly Waters.

Renner Springs roadhouse.
Tennant Creek
160 kilómetros adelante la carretera cruza otro pequeño pueblo, Tennant Creek (unos 3.000 habitantes). El lugar tiene un aspecto decrépito, casi tanto como Elliott. La mayoría de las pocas tiendas que siguen operando tienen las lunas selladas con puertas o enrejados de aluminio para evitar robos y vandalismo. A plena luz del día el lugar parece siniestro, sombrío y falto de esperanza. ¿Quién sabe qué le deparará el futuro?

En un lugar del Territorio de cuyo nombre no tengo ni idea... no vivía nadie ni había nada. Junto a la Stuart Highway.
Karlu Karlu, o The Devil’s Marbles
Cien kilómetros más adelante, la carretera pasa junto a una anécdota geológica de indudable significación cultural y espiritual para las comunidades indígenas locales. Karlu Karlu (The Devil’s Marbles) pudiera simplistamente identificarse como la Ciudad Encantada del Centro de Australia. Llego al Parque Nacional justo en el momento que uno de los guardas se encuentra en plena discusión con un turista de Victoria. El turista le está amenazando y menospreciando. El guarda le explica que solamente cumple con su cometido. Al parecer, el victoriano había tratado de filmar uno de los grupos de rocas desde el aire con su dron, para lo cual es necesario el permiso pertinente, con el que obviamente no contaba.

La erosión es caprichosa con las formas que crea. Karlu Karlu (The Devil's Marbles).
A pocos kilómetros de las Canicas del Diablo se halla Wycliffe Well, otra roadhouse y parque de caravanas. Su origen es interesante: fue creado durante la II Guerra Mundial con el único propósito de servir de huerta para las bases militares que Australia creó en el Territorio del Norte tras el bombardeo de Darwin por la aviación imperial de Japón. El sitio contaba con agua abundante y las tierras eran fértiles. Hoy en día sobrevive como gasolinera, restaurante, tienda de comestibles y bar, además de adjudicarse el extraño título de capital australiana de los ovnis y punto de contacto con los extraterrestres.

Barrow Creek Roadhouse. Según parece, Falconio y su asesino se enzarzaron en una nimia discusión en el bar. Para Murdoch no fue tan nimia: los siguió y les hizo parar en alguna parte al norte, y cuando Falconio bajó de la furgoneta, le disparó a quemarropa.
Barrow Creek
La Stuart Highway sigue rumbo al sur entre las vastísimas extensiones despobladas del outback. Cada tanto aparece tirado como un pobre guiñapo el cadáver de alguna res muerta, sin duda a causa del atropello de uno de los innumerables road trains que vuelan, más que ruedan. No hay nada ni nadie en decenas de kilómetros a la redonda, y es aquí, en algún lugar que nadie ha encontrado todavía, donde quizás estén los restos mortales de Peter Falconio, mochilero británico brutalmente asesinado mientras viajaba con su novia en una furgoneta en julio de 2001. Joanne se salvó de una muerte cierta porque le dio tiempo a esconderse entre matorrales y arbustos espinosos, y pasó allí una noche terrorífica. Incluso en pleno día, estos inabarcables llanos no inspiran demasiada confianza. Imaginar lo que puede sentirse en un lugar así en total oscuridad y con un tipo armado que quiere cazarte no es nada placentero.

Stuarts Well
La Stuart Highway cruza Alice Springs, donde será indispensable reponer la despensa antes de proseguir el camino con rumbo sur y después al oeste. La ciudad se encuentra casi encajonada en medio de las dos vertientes de las cordilleras MacDonell, oriental y occidental. A poco más de 40 kilómetros, en el corazón de estas viejas ondulaciones del suelo, se puede entrar a un increíble tajo en la piedra, Standley’s Chasm. La montaña ha sido erosionada por el agua de un arroyo a lo largo de los siglos, y el resultado es prodigioso. Las MacDonell encierran muchos otros lugares fascinantes, pero si no cuentas con un vehículo todoterreno no es recomendable adentrarse mucho en esta región. Retomamos la Stuart Highway, y tras haber recorrido cerca de 550 kilómetros en un solo día, ya es hora de detenerse y descansar.

Standley's Chasm. Durante milenios, el agua ha cortado la piedra.
Elegimos Stuarts Well, una vieja estación en la antigua ruta de transporte que en el siglo XIX atravesaba el centro de Australia. Para poder realizar la travesía se importaron camellos y guías afganos, pues los caballos europeos no sobrevivían al desierto. Adjunta a Stuarts Well, otra roadhouse que incluye gasolinera, bar-restaurante y parque de caravanas, existe todavía una granja de camellos. Los animales los siguen utilizando en pequeñas y no tan pequeñas excursiones por el outback.

La belleza de los paisajes y horizontes se traslada en forma de arte a las paredes. Obra de Adrian Robertson expuesta en la cafetería del Araluen Centre, Alice Springs. Tuya por $640.
Es viernes noche, y tras una opípara cena de rosbif con salsa y unas verduras, me dispongo a ver el partido de footy. Pero el bar ha sido ocupado por un numeroso grupo de grey nomads. El alcohol los desmelena (a ellas un poco más que a ellos) y pronto el griterío es ensordecedor, mientras cantan (o mejor dicho, aúllan) las canciones de los 70 que escogen en una Rockola. Parece que la noche va a ser larga para algunos. Pero no para mí.


El paso de los días comienza a cobrarse un precio, el cansancio se acumula, pero antes de que salga el sol ya estamos de nuevo en la carretera. Los colores de la tierra, los pocos árboles y el cielo van cambiando de tonalidad conforme la luz del sol va ganándole terreno a la noche. Por unos minutos los rayos del sol iluminan únicamente las copas de árboles y los matorrales, produciendo un efecto extraño, casi sobrenatural. Lo cierto es que todo en el outback parece a veces ser, si no sobrenatural, extraño y hostil, tal como sugiere el nombre: out (foráneo) y back (contrario). Todas las posibles traducciones de la palabra al castellano resultan inadecuadas e imprecisas. Es un lugar único e irrepetible.

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