Tony Judt, The Memory Chalet. Londres: William Heinemann, 2010. 226 páginas.
Se suele decir que momentos antes de que sobrevenga la muerte, uno ver pasar su vida en apenas un instante. Desde mi perspectiva personal no estoy tan seguro de que sea así. Sobreviví a una catástrofe en la que estuve a punto de perecer ahogado: el tsunami que destruyó las costas meridionales de Samoa, entre otros lugares, en 2009.
En un caso muy distinto, Tony Judt vivió una lenta pero inexorable sentencia de muerte, que le permitió disponer de dos largos años para contemplar y rememorar su vida antes de morir. La enfermedad, un tipo de esclerosis que va paralizando el cuerpo poco a poco, primero los dedos, luego un brazo, luego otro, luego las piernas, y finalmente los músculos del torso impiden la respiración. La pregunta que uno cabría hacerse es si esa circunstancia se trata de una condena, o si podría considerarse un motivo de dicha: ‘disfrutar’ (es un decir) de un periodo de tiempo relativamente largo para rememorar y reflexionar sobre nuestra vida, a sabiendas de que el final se acerca inexorablemente. Cada lector será de un parecer según cuáles sean sus convicciones morales.
En 2008, dos años antes de su muerte en agosto de 2010, los médicos le revelaron a Tony Judt, reputado historiador británico de la Universidad de Nueva York, que padecía una enfermedad incurable de carácter motor neuronal. Estaba pues atrapado en su cuerpo: no podía moverse, pero sí tenía sensaciones; la enfermedad en sí misma no le producía dolor, y además era plenamente consciente de todo lo que le estaba sucediendo. Judt se pasaba la mayor parte de las noches (y los días) en vela, ‘con libertad para contemplar según su conveniencia y con la mínima incomodidad el catastrófico avance del deterioro individual’. Fue en esas condiciones que Judt dictó el libro. Por las noches, divagaba y almacenaba sus ideas en la memoria, para luego dictárselas a su ayudante durante el día.
The Memory Chalet tiene el formato de un mosaico. Se compone de fragmentos autobiográficos, recuerdos variados que abarcan desde su infancia en el Londres de la posguerra hasta su migración a los Estados Unidos, pasando por su estancia, por ejemplo, en un kibbutz del Golán en la década de los 60, experiencia que le supuso un desengaño respecto a la ideología que él denomina ‘la teoría y práctica de la democracia comunitaria’, o sus peculiares experiencias en el París de 1968.
Es, en muchos aspectos, un libro único. Lo suyo era la historia europea del siglo XX, y jamás se le había pasado por la cabeza escribir sus memorias. Pero las temibles y terribles circunstancias que rodean la creación de este libro le confieren a sus recuerdos un rigor y una energía singulares. Por otro lado, se evidencia también que Judt podía tener un talante bastante conservador: el recuerdo de su primer profesor de idiomas (alemán) le lleva a elogiar los viejos métodos de enseñanza que recurrían a la intimidación del estudiante. Ni tanto, ni tan calvo.
Neoyorquino de adopción, Judt rememora del Londres de su niñez ‘una densa neblina amarilla’, producto de la combustión de carbón, que tenía tal espesor que tenía que asomarse por la ventanilla del coche para indicarle a su padre a qué distancia quedaba el bordillo. Elogia la sociedad multicultural de Nueva York, sin reconocer en cambio que el proceso de mezcla humana está adquiriendo un ritmo cada vez más acelerado y más extendido: Sydney o Melbourne podrían ser ejemplos tan buenos como el de Nueva York.
Personalmente, un artículo que ciertamente me cautivó es el que lleva por título ‘Edge People’, y que versa sobre la cuestión de la identidad. Desde mi condición de emigrante, suscribo las palabras de Judt: ‘Prefiero el margen: el lugar donde países, comunidades, lealtades, y raíces tropiezan de manera incómoda unos contra otros – donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad como la circunstancia normal de la vida’. La vida del emigrante es un constante tropezar, buscando el hueco donde hacerse el sitio, tratando de mantener unos márgenes invisibles que de algún modo te permitan respirar(te).
Judt concede no obstante que declararse en el margen de forma permanente es síntoma de autoindulgencia. O puede sea, una burda artimaña propia más bien de una campaña publicitaria. En todo caso, la tendencia a no destacar siempre es más fuerte, pues uno siente más seguridad entre otros semejantes, formando parte del gran pelotón. Y sin embargo, a Judt le aterraba la idea de lealtades incondicionales y inflexibles, a ideas, a países, a líderes o a entelequias religiosas. Su visión del futuro inmediato no era muy halagüeña para la humanidad.
La mayoría de los ensayos que componen The Memory Chalet fueron apareciendo en forma de artículos en The New York Review of Books. Si llegado el momento tuviéramos la posibilidad de elegir, ¿no sería un modo ciertamente provechoso de pasar los últimos años de nuestra vida escribiendo unas memorias?
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Un fragmento del artículo titulado 'Edge People':
Prefiero el margen: el lugar donde países, comunidades, lealtades, y raíces tropiezan de manera incómoda unos contra otros – donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad como la circunstancia normal de la vida. Hubo un tiempo en que abundaban los lugares así. Bien entrado el siglo XX había muchas ciudades que comprendían múltiples comunidades y lenguas —a menudo mutuamente antagonistas, en ocasiones en conflicto, pero que de algún modo coexistían. Sarajevo fue un lugar de esos, Alejandría otro. Tánger, Salónica, Odesa, Beirut y Estambul, todas esas ciudades cumplían los requisitos— al igual que otras ciudades más pequeñas, como Chernivtsi y Uzhgorod. Para los patrones conformistas norteamericanos, Nueva York se asemeja a algunos aspectos de esas ciudades cosmopolitas ya perdidas: es por eso que vivo aquí.
Claro está, hay un tanto de autoindulgencia en la afirmación de que uno está siempre en los bordes, en los márgenes. Dicha aseveración está únicamente abierta a cierto tipo de persona que ejerce unos privilegios muy particulares. La mayoría de la gente, la mayor parte del tiempo, preferiría no destacar: no es seguro. Si todos los demás son chiítas, es mejor ser chiíta. Si todos en Dinamarca son altos y blancos, entonces ¿quién —si le dieran a elegir— optaría por ser bajito y moreno? Incluso en una democracia abierta hace falta cierta terquedad de carácter como para ir deliberadamente contra la corriente de la propia comunidad, en particular si se trata de una comunidad pequeña.
Pero si uno nace en márgenes que se entrecruzan y —gracias a la peculiar institución de la titularidad académica— tiene la libertad de permanecer allí, me parece una posición privilegiada indudablemente ventajosa: ¿Qué sabrán de Inglaterra los que solamente conocen Inglaterra? Si la identificación con una comunidad de origen fuese fundamental para mi sentido del ser, quizá dudaría antes de criticar a Israel —el ‘estado judío’, ‘mi gente’— de manera tan rotunda. Los intelectuales con un sentido más madurado de la afiliación orgánica se autocensuran de forma instintiva: se lo piensan dos veces antes de ponerse a lavar la ropa sucia en público.
A diferencia del difunto Edward Said, creo que puedo comprender e incluso empatizar con los que saben lo que significa amar a un país. No considero que esos sentimientos sean incomprensibles; simplemente no los comparto. A lo largo de los años, esas intensas lealtades incondicionales —a un país, a Dios, a una idea, o a un ser humano— han terminado por aterrarme. La fina capa de barniz de la civilización descansa sobre lo que puede perfectamente ser una ilusoria fe en nuestra común humanidad. Mas sea ilusoria o no, haríamos bien en aferrarnos a ella. Ciertamente, es esa fe —y las limitaciones que ésta ejerce sobre la conducta humana— lo primero en desaparecer en tiempos de guerra o de malestar social.
Sospecho que estamos iniciando una época de conflictos. No son solamente los terroristas, los banqueros y el clima los que van a causar estragos en nuestro sentido de la seguridad y la estabilidad. La misma globalización —la ‘tierra plana’ de tantas fantasías conciliatorias— será fuente de miedo y de incertidumbre para miles de millones de personas que acudirán a sus líderes en busca de su protección. Las ‘identidades’ se volverán mezquinas y cerradas, mientras los indigentes y los desarraigados golpean los cada vez más altos muros de las urbanizaciones cerradas, desde Delhi a Dallas.
Ser ‘danés’ o ‘italiano’, ‘norteamericano’ o ‘europeo’ no será solamente una identidad; será un rechazo y un reproche para los que ésta excluya. El estado, lejos de desaparecer, puede que esté a punto de alcanzar su apogeo: los privilegios de la ciudadanía, la defensa de los derechos de los que son titulares de una tarjeta de residencia, se blandirán como comodines políticos. Los demagogos intolerantes en las democracias establecidas exigirán ‘exámenes’ —de conocimientos, del idioma, de la actitud— para decidir si los desesperados recién llegados merecen la ‘identidad’ británica u holandesa o francesa. Ya lo están haciendo. En este nuevo siglo echaremos en falta a los tolerantes, a los marginales: a la gente de los márgenes. Mi gente.
Esta reseña apareció ayer en Hermano Cerdo, a excepción del anterior fragmento traducido.