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12 ago 2013

Resurrection, by Roberto Bolaño


Resurrection

Poetry enters a dream
Like a diver into a lake.
Poetry, braver than anyone else,
Enters and falls
Heavily
Into a lake, infinite like Loch Ness,
Or murky and ill-fated, like Lake Balaton.
Gaze at it from the bottom:
A diver
Innocent
Wrapped in the feathers
Of will.
Poetry enters a dream
Like a dead diver
In God’s eye.

Translated from the Spanish by Jorge Salavert, 2013.

29 may 2013

Tres encuentros con lo físico: Un cuento de Graeme Simsion

© Rennett Stowe, 2008.
En Hermano Cerdo acaba de aparecer mi traducción al castellano del relato 'Three Encounters with the Physical', del australiano Graeme Simsion. Es el relato de un hombre de mediana edad que busca hacer realidad el sueño de completar un maratón. Tras haberse preparado a conciencia, el día de la carrera las cosas no le salen como él esperaba. Por tozudez y amor propio, el corredor obliga a su cuerpo a superar los  límites propios físicos de la tolerancia al dolor, con consecuencias muy graves.

'Three Encounters with the Physical' fue galardonado con el segundo premio del certamen de narrativa breve de 2012 del diario de Melbourne The Age.

El cuento comienza así:
Mañana añadirás otra línea a tu currículo, pondrás una marca más en tu lista de deseos. A los cincuenta y un años, con tu título de doctor, dueño de una compañía exitosa, un pasaporte que tiene los sellos de cuarenta y siete países distintos y una novela en marcha, vas a correr tu primer maratón.
No eres deportista, y tampoco eres alguien que haya jugado al fútbol hasta los cuarenta años o se haya mantenido en forma jugando al squash y tenga confianza rutinaria en su propio cuerpo. Pero te has entrenado durante ocho meses, literalmente al pie de la letra del manual, levantándote a las seis de la mañana seis días por semana, dándole varias vueltas al parque, y has llegado a los treinta y cinco kilómetros una mañana de domingo, hace apenas tres semanas. Has perdido nueve kilos y tu índice de masa corporal se ha reducido hasta 22.
Puedes terminar de leer este excelente relato corto aquí. También puedes encontrar el relato original en inglés aquí.

30 mar 2013

Los llanos, un cuento de James Bradley, en Hermano Cerdo


Se acaba de publicar en la revista Hermano Cerdo mi traducción del cuento titulado 'The Flats' (Los llanos) del autor y crítico australiano James Bradley, y que apareció publicado en una antología de relatos breves de autores australianos,  Ten Short Stories You Must Read in 2011.

'Los llanos' indaga en el conflicto entre la lealtad que parece exigirnos la amistad que consideramos verdadera y el sentido moral individual de cada persona, que exige nuestra denuncia de pongamos por caso, un crimen, o del silencio de la cobardía. Narrada en tercera persona de forma retrospectiva, este relato cuenta con un final sorprendente (gracias a un buen giro narrativo que, pese a lo abrupto que es, no descoloca al lector, precisamente por ser lógico y coherente).

En el momento de reseñar el volumen de cuentos de 2011, dije que iba a aparecer en la revista de los campeones en un par de semanas. Se ha demorado mucho, pero creo que su lectura merece la pena.

Puedes leer este cuento de James Bradley aquí.

24 mar 2013

Una nana de Eugene Field: Versión en castellano

Estatua de Wynken, Blynken y Nod en Washington Park. Fotografía de Matt Wright, 30 de marzo de 2006.
Hace cosa de un año encontré por casualidad en un diario inglés el poema (la nana, para ser más precisos) titulado Wynken, Blynken and Nod del escritor americano Eugene Field. Desde el primer momento me cautivó con su suave ritmo, y la adormecedora repetición de los nombres de los tres marineritos. Es una magnífica nana que juega con la imaginación del oyente para llevarlo a ese espacio y tiempo mágicos en el que sus ojos se cierran y el sueño les abre los ojos a la fantasía.

Llevaba tiempo trabajando en una traducción al castellano. Como suele ser habitual en la traducción de poesía, surgen en el proceso de transferencia lingüística tantos problemas que las soluciones que encontraba nunca me terminaban de satisfacer. Para empezar, los nombres de los tres marineros (el título inicial del poema era 'Dutch Lullaby', es decir, 'la nana holandesa') estaban fuera de lugar y perdían todo su sentido en una versión en otra lengua.

De manera que dejé aparcada la traducción durante unos cuantos meses, y recientemente la retomé con nuevo ímpetu. Opté por rebautizar a los tres niños del poema: Poncho, Soñoliento y Dormilón. Aunque he buscado de alguna manera incluir alguna insinuación de rima, he preferido no forzarlas, y dejar que el poema fluyera con la corriente de ese río de aguas centelleantes que lleva a Poncho, Soñoliento y Dormilón hasta el mar de los sueños.


Poncho, Soñoliento y Dormilón
Versión en castellano del poema de Eugene Field

Una noche, Poncho,
Soñoliento
y Dormilón
se embarcaron en un zapatito de madera.
Salvando las aguas de un río cristalino
arribaron a un mar lleno de rocío.
“¿A dónde vais? ¿Cuál es vuestro deseo?”
les preguntó a los tres la vieja Luna.
“A pescar arenques hemos venido,
los ricos peces de este mar tan bello.
¡Redes de oro y plata hemos traído!",
le respondieron Poncho,
Soñoliento
y Dormilón.

Rió la vieja Luna, y entonó su canción;
cabeceando en su zapatito de madera,
toda la noche el viento les impulsó,
enarbolando olas de puro rocío.
Eran las estrellas lindos pececillos
que vivían en aquel hermoso mar.
“Echad ya vuestras redes, allá donde queráis.
¡Ningún miedo les tenemos!”,
gritaron las estrellas a los tres marineros:
Poncho,
Soñoliento
y Dormilón.

Aquella noche atraparon en sus redes
mil estrellas de centelleante espuma.
Descendió del cielo el zapatito de madera,
y trajo a los marineros de vuelta a casa:
La travesía fue perfecta, si bien les pareció
que en verdad, nada les había sucedido.
Y hubo incluso quien pensó
que un sueño fue, que soñaron
que zarpaban por aquel hermoso mar.
Te diré yo pues el nombre de los tres marineros:
Poncho,
Soñoliento
y Dormilón.


Poncho y Soñoliento son tus dos ojitos,
Dormilón es tu cabecita,
y el zapatito de madera que cruzó los cielos
es ésta, la camita de mi muchachito.
Cierra pues los ojos, que Mamá te canta
canciones de hazañas asombrosas,
y podrás ver todas las cosas hermosas
mientras en este mar te acunas,
allí donde el mar meció a los tres marineritos:
Poncho,
Soñoliento
y Dormilón.

(c) De la traducción, J. Salavert, 2013.

Incluyo debajo el enlace de una de las muchas versiones disponibles en Youtube (hay una musicalizada por los Doobie Brothers, además de la ya clásica de Walt Disney). En ésta simplemente se recita el poema en tono y ritmo de nana, que es personalmente como más me gusta. Por razones que se me escapan, no he podido insertar el vídeo directamente.

Buenas noches...


12 mar 2013

Reseña: Street to Street, de Brian Castro


Brian Castro, Street to Street (Artarmon: Giramondo, 2013). 149 páginas.

Es más que probable que tú mismo hayas alguna vez iniciado el estudio riguroso de la obra de un autor y que te hayas sentido tan fuertemente atraído por su vida y su obra que hasta es posible que algunos aspectos de tu vida hayan de alguna manera seguido la vida del sujeto de tu estudio, imitando al autor, quizás en pequeñas rutinas o manías, o quizás aplicándote una suerte de marco general a tu propia existencia basado en la doctrina o en la obra del autor que estudiabas.

La vida y la obra del poeta australiano Christopher Brennan (1870-1932) se convierten en la obsesión y raison d’être del profesor universitario Brendan Costa, cuya propia vida es tan caótica y desordenada que se convierte en propicia cabeza de turco para los gestores de esa extraña y pervertida institución, que antaño era académica y valoraba el conocimiento por encima de todas las demás cosas, la universidad. En esta estupenda nouvelle, Brian Castro pone en marcha un virtuoso y a ratos muy divertido juego de espejos metaliterarios. Street to Street captura al lector por varios motivos: es una narración construida con gusto exquisito a pesar de su temática presuntamente (auto)biográfica, pero es también una obra bastante asequible, muy entretenida y ante todo de una gran belleza literaria.

De Brian Castro había disfrutado hasta ahora (y disfrutado muchísimo) de su anterior novela The Bath Fugues (2009) y de un librito de curiosísimos ensayos titulado Looking for Estrellita (1999). Street to Street salió hace apenas un par de meses, y rápidamente me lo agencié a través de la biblioteca pública del barrio: cuando las vacas vienen flacas, ahí está la biblioteca pública para alimentar el hambre del lector ávido.

Castro no esconde el juego de espejos: Brendan Costa (BC)/Christopher Brennan (CB)/Brian Castro (BC). Además, Castro pone algunas pistas, como que Brendan Costa sea de origen “chino-irlandés” (el propio Castro nació en Hong-Kong y es de ascendencia lusa, china e inglesa). Castro muestra a Brennan como un flamante poeta que con el paso del tiempo se hunde en el fracaso personal y profesional, y en su estudio del poeta de Sydney, Costa parece imitar el camino trazado por Brennan muchas décadas antes. Como le sucedió a Brennan, Costa se refugia en sí mismo, se siente un intruso en la universidad de Sydney y se abandona al alcoholismo en su perentoria búsqueda del fracaso.

Significativa es no obstante una especie de prólogo con el que Castro inicia Street to Street. En él, el joven Costa visita a los catorce años la casa de una vieja Bruja, una vidente, quien le asegura que tendrá una vida afortunada, pero le hará falta disponer de “sensatez allí donde juegan las sirenas”.

La voz del narrador la asume un amigo, un compañero de trabajo de Costa, al que denominan el Labrador, en un juego anagramático del término español ‘laborado’. Aunque éste se refiera en algunos momentos a sí mismo en tercera persona, la confusión viene a ser parte y refuerzo del juego que propone Castro. Una novelita sorprendente, maravillosa y ante todo gratificante, cuya lectura recomiendo.

Y para abrir boca y provocar el apetito, te dejo mi traducción de las primeras páginas de Street to Street, del australiano Brian Castro.

Tiene catorce años y está de vacaciones del internado, con su amigo Michael, cuya madre tiene un bar cerca de Lake Macquarie. El Hotel Orana, así se llama el bar, aunque la gente del pueblo lo llama el Urinal, debido a su popularidad. La madre de Michael fuma un pitillo tras otro, y es guapa, y alrededor de ella hay siempre hombres grandotes y brutos. Brendan Costa tiene catorce años y no puede irse a casa, al Lejano Oriente, en avión… él dice que viene de allí… porque su padre ha perdido el trabajo y hasta puede que termine en la cárcel, y esta noticia le mueve a la madre de Michael a acercarse hasta donde está él, tan bonita y cariñosa, y le dice que si fuera necesario, tendría que adoptar a Brendan, porque a los chicos jóvenes que no tienen una casa hay que cuidarlos bien, y que ella era dueña de un hotel y él podía quedarse con su hijo en el cuarto de los invitados que está al final del ala residencial, lejos de los ruidos del bar. ¿Mi casa?, se había burlado su amigo Michael cuando estaban solos; la casa estaba allí donde su madre dormía con un bate de béisbol bajo la almohada, por si acaso su ex – Russell el Destructor, el que lucha con los gatos monteses – aparecía de visita, y que el sexo, según le había dicho a su hijo de catorce años, era un asunto muy largo, tedioso y a veces violento.
Pero hoy Brendan ha cumplido también los catorce años, y Michael y él han decidido cruzar el lago a remo para visitar a la Bruja, que todos los muchachos sabían que vivía en una diminuta casita destartalada al final de la calle Mayfair, y que echaba maldiciones a la gente. Por ejemplo, una vez espantó a un chico que estaba tirando piedras contra las ventanas de su casa, y cuando echó a correr calle abajo lo atropelló un camión cargado de retretes portátiles. Aunque no resultó malherido, enseguida se extendió el rumor de que el chico no pudo nunca más eliminar de su cuerpo el olor a excremento. Varias semanas después, el padre del chico perdió su trabajo en los altos hornos y le dio por beber. Sus padres se separaron.
La Bruja también predecía el futuro, pero solamente si te echaba una buena mirada, si sabía que eras genuino, que tenías amigos que tenían amigos que creían en las profecías y pagaban cada uno sus dos chelines para que les leyera el futuro en cinco minutos. Te tocaba las gafas, si es que las llevabas puestas. Frotaba tu reloj con sus manos si tenías uno. Te pedía que cortaras una baraja de naipes grasientos. A veces, si le caías bien, te ponía la mano sobre la cabeza. Si hacía eso, siempre acertaba en sus predicciones.
Hoy Michael y él están cruzando el lago en un trincado que la madre de Michael había cobrado de un pescador cuya cuenta en el bar había quedado anulada. Era un lindo bote de casco de tingladillo, con asientos barnizados y alta proa que podía hacer frente a toda clase de mal tiempo, que a veces entraba en el lago, que se embravecía como el océano, y hacia saltar caballos blancos por encima de la regala, cuando de pronto el viento se volvía frío y el sabor de la sal se te metía en la boca e incluso las medusas desaparecían. ¿Has leído algo del viaje de Brendan?, le estaba diciendo Michael. Un monje del siglo VI había cruzado el Atlántico hasta América en un bote de pellejo de buey, ganándole a Colón por más de mil años. Una travesía milagrosa y tormentosa. Pero hoy las aguas están tranquilas y hay un fuerte olor a algas en el aire, y encallan el bote en el extremo de Mayfair Street, atan la cuerda del ancla a un árbol, agarran los remos y se los llevan hasta la casa de la Bruja, y los dejan apoyados contra la valla, y las cortinas se balancearon un poco, de manera que sabían que la Bruja estaba en casa y los estaba observando. La última vez que vine, le dijo Michael, pedí hora. Le dije que iba a traer a un amigo mío. ¿Has traído los dos chelines?
Llaman a la puerta, y después de un rato la puerta se abre en una rendija. Una vieja mujer de pelo blanco con un brazo arrugado entreabre un poco más la puerta y los escudriña. Con que tú eres Brendan. Yo soy irlandesa, pero tú no pareces irlandés. No, dice Brendan. Está ya acostumbrado. Puede que mi abuelito lo fuera. Yo soy del Lejano Oriente. La Bruja los guía hasta la cocina. Está sorprendentemente limpia y parece acogedora para ser la cocina de una bruja. En las paredes hay grabados, en la chimenea hay encendido un pequeño fuego, y sobre la mesa hay muchos tarros pequeños de mermelada y una máquina para picar carne a mano. Brendan pensó que si no le gustabas, podía meterte los dedos ahí y hacer girar el mango. ¿Queréis un té? Los dos dicen que no. Si comes o bebes algo en su casa, les han dicho los chicos mayores, te volverás impotente. Entonces, ¿a quién voy a ver primero?, dice la vieja con una sonrisa repleta de dientes estropeados. Es la única vez que sonríe en toda la tarde. Mi amigo será el primero, dice Michael. Ya ha roto el pacto, que era que puesto que Michael ya lo había hecho, él sería el primero. Brendan empieza a poner objeciones, pero la Bruja les indica con un gesto de la cabeza y la barbilla que Michael debería marcharse y esperar en el jardín de delante. Estate alerta, dice con un grito mientras Michael cierra la puerta. Puede que no sea una bruja de verdad. Sabe cómo tomar precauciones y quizás no tenga poderes. Clava sus ojos en Brendan. Son dos chelines. Él coloca la moneda sobre la mesa. Ella no la coge. No le toca las gafas ni ninguna otra cosa. Él mira la cocina. En las estanterías hay algunas botellas, con algo dentro. En la clase de ciencias él había visto fotos de fetos embotellados, pero éstas no se parecían. Así que tu padre ha perdido el trabajo, dice ella, y Brendan se asusta. Tan personal, tan rápido. Claro, Michael debe habérselo dicho. Tu hermana es una pilla, dice la mujer, pero eso no lo puede haber sabido nadie. El fuego hace un ruido. No quiero que respondas a nada, le dice la Bruja. Solamente escucha. Ya no llevas un jovenzuelo dentro, ¿me entiendes? Te lo estoy diciendo porque tienes que escuchar. Eres mucho más mayor de lo que crees, en tu interior, aunque puede que no lo sepas. Las olas te cubren. Vienes de allá, y las olas siempre te cubrirán, y puede que creas que no podrás respirar, pero durante largo tiempo todo va a estar bien, fíjate en lo que te digo, aunque pienses que no tienes tiempo. Pero tú puedes respirar bajo el agua. El ocio es el lugar favorito del demonio, así que mantente ocupado y encontrarás el oxígeno. Brendan no sabe qué quiere decir. Ella juega con una baraja con una sola mano. La otra está oculta en la manga del suéter que lleva puesto, recogida por encima del codo. Él quisiera que ella le dijera una buenaventura, y entonces él podría marcharse. Y poner a Michael en la picota. Habrá muchas mujeres en tu vida, le dice. Te hará falta sensatez allí donde juegan las sirenas. ¿Entiendes lo que te digo? Él asiente. Conocerás a una que es buena para ti; habrá dificultades, pero ella será clara y oscura. (¿Qué quiso decir: de tez blanca pero  hermética, o sincera y de piel morena?) Eso es lo máximo que puedes esperar. Y ahora, piensa un deseo. Él hace un esfuerzo. Quiere la bicicleta Schwinn que ha visto en un escaparate de Newcastle. O quizás un caballo. Compórtate como un adulto, le interrumpe ella. Se acuerda de su padre, que dice que tiene que estudiar mucho; hacerse abogado. Él no quiere eso. Él quiere tocar la batería en una banda de jazz. Quiere ser negro, un cuerpo lleno de ritmo. Él quiere escribir poesía, pero su padre decía ‘posía’… su padre siempre pronunciaba mal las palabras para burlarse de ellas… la ‘posía’ llevaba al suicidio. De manera que optó por lo segundo mejor: quiere ser profesor de poesía. Es un deseo un poco raro para un chico de catorce años. Está a punto de decirlo, pero la mujer le para. No, en ningún caso, no lo digas, la Bruja le está leyendo el pensamiento. Sabe lo que hace, está pensando él. Finalmente, ella asiente, y entonces le dice: conseguirás lo que quieres. Ahora corta la baraja. Él había visto a su padre jugar con naipes como estos. Corta la baraja de manera experta, y coloca la parte superior en la mesa. Ella le observa. La mujer toma las primeras cartas del montón de abajo, y las pone en un abanico sobre la mesa con su mano buena. Él ve que hay un montón de espadas. Ella frunce el ceño. La otra cara de una vida afortunada, le dice, es la falta de atención. La concentración no les es dada a muchos, pero la conciencia es incluso más rara. Algunos la tienen, y viven bastante bien. A otros se les da grandes dones sin la conciencia, pero cuando sueltan el timón… incluso un momentito… No llega a terminar la frase. No dice lo que eso implica. El buen juicio, dice ella. ¿Te fijas en lo que te digo? Lo hace, de alguna manera. Es lo que hacen los jueces cuando se sientan en sus sillones. Ha visto a su padre perorando delante de ellos. Él asiente. No te subas a un coche si puedes ir en tren, dice la Bruja. Eso él lo sabe. Michael y él se subieron una vez en el Hillman Minx de la madre de Michael y soltaron el freno de mano. El coche empezó a bajar despacio por la pendiente de la entrada. Pero cogió velocidad, y cuando Michael intentó pisar el freno se equivocó de pedal. Tenían una oportunidad entre tres. No hubo tiempo. El coche chocó contra el pilón debajo del hotel y el cemento se resquebrajó, y salieron pitando de allí en dirección al pueblo montados en sus bicicletas. La madre de Michael no dijo nada de aquello. Dos días después, cuando los trabajadores habían terminado de arreglar el pilón, les hizo sentarse y dijo: Me da igual quién fuera el que estaba intentando conducir, pero vosotros dos tenéis desde ya una semana de trabajo en la cocina fregando vasos. Michael dijo que fue gracias a que Brendan estaba allí que no le dio un berrinche. Te quiere, le dijo Michael. Brendan se pasó una semana lavando vasos y pensando en la madre de Michael. En cómo conducía a todas partes muy rápido, con un cigarrillo entre los labios, enseñándole los conceptos más importantes – no pegues un volantazo para evitar atropellar a un perro, porque te matarás – cómo se echaba el pelo hacia atrás con una mano y tiraba la ceniza del cigarrillo con la otra, de manera que no había nada que controlara el volante excepto sus muslos, que usaba en algunas ocasiones, cuando se le levantaba la falda y se revelaba una pícara liga. La Bruja interrumpió sus pensamientos. Y ahora, ve a por tu amigo y dile que entre, y recoge los remos y llévatelos al bote, no vaya a ser que esa pandilla de mozalbetes que anda por ahí os los roben. Y ella se levanta al mismo tiempo que él, y le pone la mano en la cabeza.

13 feb 2013

Reseña: The Cartographer, de Peter Twohig


Peter Twohig, The Cartographer (Sydney: Fourth Estate, 2012). 386 páginas.

¿Quién, de niño, no trató alguna vez de recrear por medio de un mapa el mundo por el que se movía y en el que vivía sus aventuras? Cuando éramos pequeños, ese mapa que hacíamos a mano y a nuestro antojo nos daba la posibilidad de una ficcionalización gráfica de esas experiencias vitales.

Es el año 1959 y en el ‘melburniano’ barrio obrero de Richmond (por aquel entonces, claro está, las cosas han cambiado mucho en Melbourne) un chico de once años está atravesando por un momento muy difícil. Hace cosa de un año presenció, impotente, la muerte accidental por asfixia de su hermano gemelo Tom, a quien le aplastan la garganta las barras de trepar en el parque cercano a su casa. En casa, abrumados por el dolor pero incapaces o poco dispuestos a articularlo, sus padres están abocados a una separación inevitable. La situación es desastrosa, y redunda negativamente en la condición traumatizada del chico, que la expresa mediante ataques epilépticos.

Cuando el padre se marcha de casa y abandona a la madre, él también decide alejarse del lugar el mayor tiempo posible, y lo hace explorando las calles del barrio. Su mejor amigo es su abuelo, un personaje muy carismático al que acompaña a numerosos lugares en los que normalmente no estaría un niño de once años. Como una especie de mecanismo de autodefensa emocional, el protagonista irá encarnándose en diversos superhéroes, y de ser el Explorador pasa a convertirse en el Cartógrafo, que da título a esta novela, la primera de Peter Twohig.

Pero para su desgracia, el chico se convierte en testigo presencial de un asesinato, y lo peor es que el asesino también lo ha visto. A partir de ese momento comienza a dibujar un mapa de los alrededores, para saber por dónde no tiene que ir y así evitar que el asesino lo localice y lo liquide. Pero como buen superhéroe que es, no es que él busque los problemas, sino que son los problemas los que le encuentran a él. La narración de The Cartographer avanza ágil, aunque a ratos lo haga alocadamente, y Twohig captura la voz del chico de once años de manera muy competente: con un lenguaje fresco y muy coloquial, el chico repite todo lo que escucha decir a los adultos, en cuyo mundo se mueve con total libertad y sin apenas supervisión. Es un escenario muy diferente del mundo actual, en el que a los niños no se les permite jugar ni salir por su cuenta y riesgo. El mundo ha cambiado mucho desde la década de los 60.

En sus aventuras, el Cartógrafo se adentra por la red subterránea en el subsuelo de Richmond, con oscuros túneles y húmedos sumideros. Desconsolado por la muerte de su hermano, el Cartógrafo se hace acompañar de su perro en sus aventuras; el anónimo narrador (Twohig nunca nos da su nombre, solamente el apellido) advierte al lector de lo que le espera: “Si eres una de esas personas que piensa que lo último que haría un niño al que ha perseguido un loco homicida por un túnel subterráneo es volver a ese lugar para rememorar y seguir explorando, entonces es que no sabes gran cosa sobre niños”.

La novela cuenta también con numerosos personajes secundarios que le dan mayor vida y credibilidad a la narración de Twohig: policías corruptos, un niño pirómano, un médico que quiere solucionar los problemas de conducta con tratamientos brutales, los vecinos y los parientes, etc. En su conjunto, The Cartographer resulta ser una estampa verídica, muy realista, de la vida en esta gran ciudad australiana tras la segunda guerra mundial, donde vemos a través de los ojos de un niño la violencia, la corrupción, la pobreza y los muchos ardides, legales o no, de la población desfavorecida para mejorar su suerte.

A pesar del tremendo dolor y la soledad que rigen la vida del protagonista, hay también mucho humor en The Cartographer. Las dotes de observación del Explorador y del Cartógrafo las utiliza Twohig con maestría para ofrecernos fragmentos de diálogos desternillantes, en los que la hipocresía del mundo adulto queda desnudada por la cruda y cándida visión del jovenzuelo.

The Cartographer podría también leerse como una historia de fantasía e imaginación, una narración que crease el niño protagonista para escapar del trauma de la muerte de su hermano. Aunque no sea así (y Twohig no añade ningún elemento metaliterario que realmente induzca a considerarlo), es una lectura sumamente entretenida. Aunque el lector no conozca (como es mi caso) la mayoría de las referencias a películas, series de TV y temas musicales de finales de la década de los 50 que salpican The Cartographer, la historia del Cartógrafo, el Forajido y el Ferroviario te atrapa hasta el final.

Te invito a leer ahora las primeras páginas de El Cartógrafo en mi traducción al castellano. Puedes encontrar también la versión original en inglés de esas primeras páginas aquí.
1 La casa de Kipling Lane
Mamá y Papá no me llevaron al funeral. Me dejaron con la Sra. Carruthers, que vivía enfrente. La Sra. Carruthers me dio pasteles de chocolate y limonada, como si fuera un día de fiesta. Más tarde volví a casa y descubrí que estaba llena de familiares, tanto los que les caían bien a Mamá y Papá como los que ellos odiaban. Nadie hizo mención alguna del nombre de Tom, así que pensé que se trataba de alguna clase de juego, y que Tom iba a aparecer de pronto, que iba a salir de un armario y me iba a agarrar, tal y como lo hacíamos siempre, el uno al otro. Pero no lo hizo. Al final, Blarney Barney, el ayudante del Abuelo, y que no era pariente nuestro, se me acercó.
«¿Cómo va la cosa, muchacho?»
«Barn, nadie quiere hablar conmigo, ni siquiera el Abuelo.»
Era la primera vez que abría la boca, ese día.
«Ay, es que nadie sabe qué decir, eso es todo. Y además, no te pasa todos los días que vayas a un velatorio y te encuentres cara a cara con la viva imagen del difunto paseando por la casa. Y eso les quita hasta las ganas de comer.»
Me pasó la mano por el pelo – era posiblemente la persona número veintisiete en hacerme eso – y se fue a buscarse algo de beber. Mamá, que había estado vigilando a Barney, que era lo que mucha gente tenía costumbre de hacer, se acercó con un paso hasta mí y me dijo muy seria: «Péinate», y luego desapareció en medio de una maraña de tías y tíos. Apareció Papá, me pasó la mano por el pelo y me llevó a la cocina, donde vació el vaso de cerveza, con un golpe lo dejó en el banco y dijo: «Vámonos a dar una vuelta, ¿qué te parece?» Estaba medio piripi, pero a él no se podía decirle que no.
De manera que cinco minutos después Papá y yo íbamos como balas por el Boulevard en su Triumph Speed Twin verde, y yo me sentía incluso peor que me había sentido en casa. Pero había que reconocérselo a Papá, era mucho mejor piloto cuando estaba borracho que cuando estaba sobrio. Escondí la cara en su chaqueta y olfateé el cuero. Le di un siete de diez, como siempre.
Y ahora se acercaba el aniversario del funeral y mi nombre estaba en boca de todos más de lo que a mí me gustaba. Ves qué pasa, pues que se me da bastante bien eso de hacer que ocurran cosas malas. Por eso no fue sorpresa alguna cuando Papá decidió de pronto que ya había tenido suficiente, en mitad de una pelea con Mamá, y se largó de casa. Podía oírlos discutir claramente desde afuera, en el cobertizo, donde yo estaba sentado en la oscuridad encima de la Triumph, simulando ser un corredor en la Isla de Man, como George Formby en No Limit, que era la película favorita de Papá.
«Eso es, vuelve a dejarnos, márchate otra vez. Venga, vete a la casa de tu amiguita – te creías que no lo sabía, lo de esa guarra, ¿verdad?»
Oí cómo la puerta exterior se cerraba con un golpe tan fuerte que no le dio ni tiempo a chirriar.
«No te preocupes, que ya me largo», eso fue todo lo que se ocurrió responder a Papá.
«¡Y no te molestes en volver! Nos harías un favor», gritó Mamá, cuya voz sonaba un poco más cercana y un poco más enojada.
Papá no dijo nada más. Era bebedor, no hablador.
Vino al cobertizo, abrió la puerta de un tirón y me miró, sentado en la moto. En su cara no había expresión alguna, pero llevaba puesta la cazadora de cuero, y eso ya me decía todo lo que yo necesitaba saber. Casi me esperaba un tortazo en la oreja por estar toqueteando la moto, pero Papá me levantó y se subió de un salto. Mientras la ponía en marcha dándole al pedal de arranque, yo me fui corriendo hasta la puerta de atrás y la abrí para que pasara. Mientras Papá salía del cobertizo, apareció Mamá y se quedó en el porche con las manos en las caderas y las mandíbulas apretadas. Papá me guiñó un ojo al pasar a mi lado, y yo se lo devolví con una rápida sonrisa, aunque los dos sabíamos que no era cosa de risa. Entonces se marchó por la callejuela, y yo me quedé sujetando la puerta.
Tenía dos opciones: volver adentro y soportar a Mamá, o largarme como Papá. Decidí largarme, pero antes seguí a Mamá dentro de casa para coger mi bolsa de explorador. Mamá entró dando pisotones en la cocina y empezó a revolver cosas en el armario de las cacerolas y sartenes, como si acabara de oír que la Reina estuviera a punto de venir de visita, aunque me parece que a la Reina no le habría gustado mucho oír lo que decía. Cada vez que Mamá intentaba cocinar mientras estaba enojada, era siempre un desastre, y creo que aún estaba enojada porque habíamos nacido Tom y yo todavía – los dos de una vez – y no solamente por haber perdido a Tom, que era lo que ella quería que pensara todo el mundo.
Mientras estaba pasando eso, fui a mi cuarto y encontré mi bolsa. Aunque había sido la bolsa de pescar del Abuelo, delante llevaba impreso el nombre 'Hardy', lo que me recordaba a los Hardy Boys, de manera que sabía que estuvo siempre destinada a ser la bolsa de un explorador. Comprobé lo que había en los bolsillos interiores: en uno había una manzana, que me había quedado de mi anterior expedición; el otro tenía un tarro de Vegemite, por si me encontraba algún bicho interesante. En los bolsillos de afuera estaban mi vieja navajita, un cordel, una lupa y un silbato, que había sido de Tom. También estaba allí mi posesión más bonita, mi yo-yo de Coca-Cola. Lo saqué y lo miré. Era una de las pocas cosas que yo tenía que nunca había visto Tom, pues acababan de salir, y yo era el primer chico de Richmond en conseguir uno, gracias a que el Abuelo conocía a alguien que podía conseguir chapas de botellas de Coca-Cola sin tener que comprarlas. Pero no me hacía sentirme tan bien como debería.
Ya tenía todo lo que me hacía falta. Me pasé el asa por encima del pecho y luego me puse el sombrero. Hora de irse. Pasé por delante de Mamá sin decir palabra, y salí por la puerta de atrás. No dije ni pío – pensé que era mejor no interrumpir sus pensamientos.
De modo que, igual que Papá se había ido montado en su Triumph, porque sí, yo me fui también a dar una larga caminata, porque sí. Oí a Mamá y a la Sra. Carruthers que hablaban de cómo iba ya para un año desde que habíamos ‘perdido’ a Tom, y Mamá decía que no sabía qué iba a hacer. Pues yo tenía una idea – llorar más, probablemente. Me quité a Tom de la cabeza, un truco que había aprendido del Abuelo, y seguí caminando.
Vagaba por todas partes, sin que me importara demasiado si giraba por aquí o tiraba por aquella callejuela. Cuando me paraba y miraba alrededor, sentía un extraño sabor de boca, como me pasó en la última noche de la Fiesta del Fuego, cuando me explotó aquel petardo en la mano. Me había apartado del camino transitado, y ahora tenía la exquisita esperanza de haberme perdido. De hecho, le rogué a Dios que me dejara perderme. No quería irme a casa, a un lugar lleno de mujeres que chillaban. Bueno, vale, solamente estaba Mamá, pero es que ella llenaba la casa de mujeres chillonas.
En realidad, las mujeres de mi familia eran duras de pelar, la clase de mujeres que mataban a los indios, que cruzaban el Atlántico en avión y escribían novelas. Fíjate en Tía Betty. Era la peor mujer del mundo. Mamá me dijo una vez que Tía Betty en realidad no era tía mía, sino más bien medio-tía, como si eso lo explicara todo, aunque, por lo que a mí respecta, eso solamente daba pie a más preguntas. La cosa estaba entre ella o Mamá, en una carrera sobre cuál de las dos era la que más hablaba, y en la sala de pesaje todos estaban de acuerdo en que Tía Betty debía llevar el mayor hándicap, aunque el Abuelo pensaba que obligarla a llevar peso extra habría sido innecesario.
Luego estaba Tía Jem, que vivía en el barrio de Hawthorn – que por cierto tienen un equipo de fútbol que da pena – y que cree que todos los que beben son probablemente malos. Todos piensan que es muy raro, pues a su marido, Tío Ivor, lo que más le gusta es ir al fútbol con Papá y empinar el codo; Tío Ivor es el hermano pequeño de Papá.
Luego estaba Tía Dell, que vive en Fairfield, y que es más flaca que un palillo y que casi se murió de tuberculosis, que es lo que finalmente mató a la abuela Taggerty. No dice gran cosa, no porque no tenga nada que decir sino porque es tan enclenque que apenas puede hablar, aunque a veces tira de mí y me susurra secretos al oído, y por esos secretos puedo darme cuenta de que también ella es una señora dura de pelar.
Mi otra abuelita, la Abuelita Blayney, está todavía vivita y coleando, y vive cerca de nosotros con sus dos maridos al mismo tiempo, lo cual a mí me va muy bien cuando se trata de recibir regalos. Uno de ellos, el Tío Mick, es apostador profesional, así que él y el Abuelo son muy buenos amigos. El otro, el Tío Seb, es pianista, y se gana la vida en una banda de jazz que se llama The Hot Potatoes. Por último está la Tía Queenie – bueno, en realidad ella no es mi tía, sino una amiga íntima del Abuelo.
Anda, pues tanto pensar en tías me distrae de lo que estoy haciendo, y cuando echo un vistazo alrededor va y resulta que estoy requeteperdido de verdad. Jodío, eso es lo que estaba, y me sentía seguro e inseguro en una calle que no me era conocida, ese tipo de calles que no tiene aceras. Cuando me acercaba a cada una de los intersecciones, estrechas y oscuras, buscaba con la mirada algún rótulo o un cartel indicador, pero no veía ninguno. Estaba en una especie de cuadricula gris, bajo un cielo gris y rodeado por vallas grises de madera, y detrás de ellas había cobertizos grises, invernaderos sucios y las paredes traseras de casas que tenían las fachadas en otras calles, más alejadas. Pero finalmente llegué a un cartel indicador, y me hechizó igual que lo habría hecho una de las páginas de la enciclopedia que teníamos en casa. El rótulo decía: KIPLING LANE.
Ese nombre yo lo había visto antes, en una placa de latón que había en casa, en la sala de estar.
Si eres capaz de conservar la cabeza cuando todoslos demás la están perdiendo, y te censuran;
- Rudyard Kipling.
Siempre me pareció que era un nombre tonto, y aquí estaba otra vez. Resultaba curioso que siempre hubiera pensado que Rudyard Kipling era una persona del pasado. Pero ahora me daba cuenta, de golpe y porrazo, que tenía una vida más allá de la sala de estar de mis padres. De alguna manera, se había impuesto, un poco del modo en que él lo había expresado en la placa.
El título del poema ése en la placa era Si. Volví a mirar el rótulo de la calle, con la intención de encontrar alguna pista más, pero no las había. Era un rótulo viejo y gris, como todo lo demás. El Abuelo, que tenía también algo de poeta, le llamaba Kipling, pero para mí siempre era Rudyard Kipling. Alguien que tenga un nombre así se merece que lo llamen con nombre y apellido. Y decidí en ese mismo momento que la razón por la cual le habían dedicado una callejuela era porque había escrito Si.
Bien hecho, pensé. Y sin embargo, no era más que un callejón. Eso es todo lo que te ganabas por un poema.
Así que allí estaba yo, mirando al cielo y sintiendo la fría brisa, observando las vallas traseras de las casas, las casonas altas con sus paredes grises, algunas de las cuales tenían hiedras viejas que se habían pegado a ellas, e incluso algunas de ellas tenían torreones en la parte superior.
Había llegado al cruce de Kipling Lane y el callejón sin nombre que había estado siguiendo, aunque sabía que si seguía por el callejón en el que estaba, al final descubriría cómo se llamaba. Eso es lo que pasa cuando estás caminando, y normalmente eso es todo lo que pasa, a menos que, te ataque un perro, claro está. No había visto ni oído ninguno, de manera que parecía que estaba a salvo. Pero en mi interior sabía yo que todo era cuestión de tiempo.
Estaba haciendo lo que pensaba que habría hecho Papá, estaba saliendo a explorar. Solo que yo sospechaba que él no tenía intención alguna de volver nunca más. Y por otra parte, yo todavía no tenía decidido cuánto tiempo iba a estar fuera de casa.

20 nov 2012

Cuerpo y alma. El Premio Calibre de Ensayo de 2012, en Hermano Cerdo

an Cathach
La revista Hermano Cerdo acaba de publicar mi traducción del Premio Calibre de Ensayo 2012 de la revista Australian Book Review, del autor australiano Matt Rubinstein.

Se trata de una valiente reflexión sobre el crítico momento actual por el que pasa la industria editorial. La irrupción de la tecnología digital en el mundo del libro, arguye Rubinstein, va a suponer una auténtica revolución, y de las actitudes y decisiones con que autores y editores enfrenten los cambios radicales que están ya sucediendo depende el futuro de la literatura. Mientras que el pirateo comercial parece haber perdido toda posibilidad de prosperar en el siglo XXI, es el pirateo individualizado (como ya censuré yo mismo aquí) lo que puede arruinar a la industria, a menos que la industria sea flexible y adopte estrategias para atraer a lectores y amantes de la literatura al interior del marco legal que sería deseable. La alternativa, como siempre, es la selva, el caos y la ruina.

‘Cuerpo y alma: El derecho de la propiedad intelectual y su cumplimiento en la era del libro electrónico’ es, en definitiva, una lectura fascinante para todo aquel que disfrute de la literatura y ame los libros. Agradezco a Peter Rose y la Australian Book Review la oportunidad de trasladar este importante debate a los lectores en lengua castellana.

El ensayo comienza así:

El manuscrito más valioso que custodia la Real Academia Irlandesa es el RIA MS 12 R 33, un libro de salmos del siglo VI, conocido por el título de an Cathach (‘El luchador’), o Salterio de San Columba. Se cree que es el salterio irlandés existente más antiguo, el ejemplo más temprano de escritura en Irlanda – y la copia pirateada más antigua del mundo. Según la tradición, San Columba transcribió en secreto el manuscrito a partir de un salterio que pertenecía a su maestro, San Finiano. Finiano descubrió el subterfugio, exigió la copia, y expuso la disputa ante Diarmait, el último de los reyes paganos de Irlanda. El rey decretó que “a cada vaca le pertenece su ternero”, y por tanto la copia de un libro pertenecía al propietario del original. Columba apeló la decisión en el campo de batalla, y derrotó a Finiano en sangriento combate en Cúl Dreimhne. No queda resto alguno del manuscrito original de Finiano, si es que existió. Únicamente subsiste ‘El luchador’.

Puedes seguir leyendo en Hermano Cerdo.

7 oct 2012

The Sunday column


I recommend (and translate into English for the reader's benefit) this column by Manuel Vicent, featured in El País on Sunday, 7 October 2012, and which you may read in its Spanish original here.

Pantheism
by Manuel  Vicent

Thus spoke Spinoza’s God: ‘Stop praying, enjoy life, work, sing and have fun with everything I have made for you. My house is not in those gloomy, dark, cold temples you have built yourselves, and which you call my abode. My house is in the hills, in the rivers, lakes and beaches. This is where I live. Stop blaming me for your wretched life. I never said you were sinners, or that your sexuality was wrong. Sex is a gift I have given unto you, so that you can express your love, your ecstasy, your happiness. Do not blame me for what they have made you believe. Do not read religious books. Read me in the dawn, in the landscape, in your friends’ gaze, in the eyes of a child. Stop being afraid of me. Stop asking me for forgiveness. I gave you myriad passions, pleasures, feelings, free choice. Why would I punish you, if it is I that created you? Forget the commandments, which are mere tricks in order to manipulate you. I cannot tell you whether there is an afterlife. Just live as if there were none, as if this were the only opportunity to love, to exist. Stop believing in me. I want you to feel me whenever you kiss your loved one, whenever you stroke your dog, whenever you bathe in the sea. Stop praising me. I am not so egocentric’.
Thus spoke the imaginary God of the 17th-century Sephardic pantheist philosopher, Baruch Spinoza, the founder of a mystic school that hippies, gurus, pumpkin-seed sellers and other prophets of modern spirituality have fed upon. Now, if there were a God who was an aesthete and became visible, we might demand an explanation for the sorrow of so many innocents, the millions of children who starve to death, the violent depravation so many men subject women to, the killing instinct that human beings seem to own, engraved deep inside them. Spinoza’s God flows over the green valleys, It flies over the snow-capped peaks, It is indistinct from an unpolluted river, It is present in dolphins, in children’s laughter.
Yet evil does not fit into such beauty. This God tells us to stop asking It for things. ‘Are you telling me how I should do my Work? I am but pure love’. Therefore, It will have to explain to us why, everywhere one looks in this wretched world, one finds nothing but evil, wars, moral junk, the tears and the blood of the innocent, blood which makes the rivers and the seas, too.

My own thoughts on this? We may be just a very annoying contradiction, which has spread like a lethal virus all over the third planet away from a fairly minor star in the Milky Way. The dodo or the thylacine, to name but two, could attest to that.

22 ago 2012

Primicia: lo último de Tom Keneally, en Hermano Cerdo

Eugene von Guerard, Sydney Heads, 1865

La revista Hermano Cerdo acaba de publicar mi traducción al castellano del primer capítulo de la nueva novela del australiano Tom Keneally, titulada The Daughters of Mars. Keneally ha publicado decenas de libros, y entre los más conocidos figura su novela Schindler's Ark, por la que recibió el Booker Prize en 1982, y que Spielberg llevó a la pantalla grande bajo el título de Schindler's List.

El primer capítulo de la novela situada en Sydney y Nueva Gales del Sur a principios del siglo XX lleva por título 'Murdering Mrs. Durance', y se lee perfectamente como un cuento. Tras serle detectado un cáncer galopante, la Sra. Durance vuelve a casa, donde el dolor y el sufrimiento se vuelven insoportables. Sus dos hijas son enfermeras: ¿Harán todo lo posible por evitarle tanto sufrimiento? ¿Hasta dónde serías tú capaz de ir para evitarle el dolor a una persona amada?

Estas preguntas me podrían servir para justificar mi traducción del título: 'La muerte de la Sra. Durance'. Puedes leer el texto de Keneally aquí.

También puedes encontrar el texto original en inglés dentro de la revista Humanities Australia, que puedes descargar en PDF (5 MB) aquí.

Y doy públicamente las gracias a Tom por permitirme traducir y publicar su obra.

15 ago 2012

Reseña: Open City, de Teju Cole


Teju Cole, Open City (Londres: Faber and Faber, 2011). 259 páginas.

Hacia el final de Open City, el narrador nos relata los tiempos en que la Estatua de la Libertad servía de faro a la entrada del puerto de Nueva York, y cómo causaba gran mortandad entre las aves migratorias. Esta imagen me trajo a la mente otra imagen, mucho más reciente, la de los restos del naufragio de un barco que transportaba a solicitantes de asilo político (es decir, emigrantes) hasta las costas de Isla Navidad, al noroeste de Australia, y en el que perecieron la mayoría de sus tripulantes. No hace falta tampoco recordar los innumerables naufragios de pateras que han ocurrido en las costas del sur de Andalucía o en las Canarias, o las terribles muertes de personas que han intentado cruzar a pie el desierto de Arizona desde el norte de México.

He vivido en varias ciudades grandes, como Sydney o Valencia, y he visitado un buen número de las grandes urbes del planeta, desde México DF a París, Buenos Aires o Melbourne, San Francisco, Londres, Santiago de Chile, Bangkok. Sin embargo, no conozco Nueva York.

En un interesante contrapunto vital, también viví durante un año en un lugar extremadamente remoto, totalmente apartado, en mitad del bush australiano, desde donde un largo paseo a pie de unas dos horas no me llevaba más allá de una carretera secundaria, a una treintena de kilómetros del centro urbano (es decir, comida y gasolina) más próximo.

Caminar solo por una ciudad es siempre una experiencia enriquecedora. Es difícil en algunas partes de Australia, sin embargo, pues el peatón suele sentirse a veces ciudadano de segunda clase; Sydney, por poner un ejemplo, era en la década de los 90 una ciudad que pareciera haberle declarado enemistad eterna al paseante.

El narrador de Open City nos cuenta de forma muy sugestiva al principio de esta singular novela cómo adquirió el hábito de pasear sin rumbo por Manhattan: “Not long before this aimless wandering began, I had fallen into the habit of watching bird migrations from my apartment, and I wonder now if the two are connected.”

Y no cabe duda alguna de que Open City es una novela singular: con una estructura en la que apenas hay una trama propiamente dicha, el lector tiene que llegar a la página quince para enterarse del nombre del narrador protagonista, Julius, y lo hace únicamente a través del diálogo que éste tiene con otro personaje. Psiquiatra de profesión, Julius es un nigeriano que ha emigrado a los EE.UU., un hombre solitario que camina como terapia propia, y mientras camina piensa, rememora, reflexiona, describe.
Los largos paseos de Julius son pues el eje narrativo del libro, pero la narración forma meandros, relatando sus encuentros con amistades, con desconocidos o pequeños episodios del pasado. En cierto modo, es el lector el que, una inmerso en la novela, se compromete a hacerle compañía a esta solitaria figura narradora. Es precisamente nuestra lectura la que empuja a Julius a escribir, pues solamente leyéndolo podemos acompañarle en sus caminatas.

La prosa de Teju Cole es elegante y serena, y con un exquisito estilo va tejiendo una especie de mosaico sorprendentemente equilibrado, dada la ausencia de un argumento en el sentido más común del término: Cole pasa de conversaciones a recuerdos sin fisuras, y adereza esa argamasa narrativa con brillantes, detalladas observaciones (en ocasiones rozando la erudición). Hay también una interesante cualidad poética en su prosa, con imágenes impactantes.

Si no existe una trama lineal propiamente dicha, entonces ¿de qué trata Open City? Los temas son muchos y variados, pero yo quiero destacar dos ejes temáticos primordiales: la contraposición del mundo interior del inmigrante frente a un modelo social (el occidental) donde persiste un racismo subyacente, oculto. Julius es normalmente el observador, pero en otras ocasiones describe que es él el observado (en un concierto en el Carnegie Hall, en el que la mayoría del público son personas blancas de mediana o avanzada edad, el joven africano es objeto de sus miradas, la nota disonante).

Hay otro hilo temático que engarza la narración desde principio a fin, el de la cordura y la falta de esta, es decir, la locura. No solamente nos revela Julius algunas de las singularidades de sus pacientes, también se analiza a sí mismo en interesantes digresiones (me resultaron particularmente interesantes sus reflexiones tras ser víctima de un violento robo a manos de tres afroamericanos cerca de su apartamento).

El tema de la emigración aflora una y otra vez a lo largo de la novela: en la primera parte, Julius viaja a Bruselas con la (¿falsa?) esperanza de encontrar a su abuela; en Bruselas entabla amistad con el empleado del locutorio telefónico y de internet donde acude a leer su email, Farouq, un marroquí airado y fuertemente politizado. Mientras acompañamos a Julius en sus paseos, el narrador reitera mediante diversos episodios y observaciones el drama que conlleva toda experiencia migratoria; el aislamiento, y cómo el paso del tiempo va deteriorando la posibilidad de que se mantengan los nexos que pudieran aliviar la soledad del emigrado.

Ciudad de emigrantes por antonomasia, Nueva York es en Open City una ciudad abierta a las múltiples posibilidades de lectura que Cole brinda al lector. Una escena muy significativa nos muestra a Julius enfrentado a Moji, la hermana de un amigo de la adolescencia, quien le recuerda un turbio episodio de acoso sexual durante una fiesta. El hecho de que el narrador no trate de aclarar los hechos contribuye mucho más a dejar mayor libertad si cabe al lector. Ante la vaguedad con que el propio narrador nos habla de sí mismo – el lector no deja de ser un extraño con el que el caminante Julius se cruza en su largo andar – nos queda la duda sobre quién es él en realidad.

Open City es una novela que invita a caminar, a pensar, a salir de uno mismo para volver a uno mismo, a la introspección. Es una caminata que encuentro muy aconsejable.

Te invito ahora a leer mi versión en castellano de las primeras páginas de Open City. Puedes también leer un extracto más largo en inglés que fue publicado en el NY Times, y que está disponible aquí o también aquí.
De modo que cuando empecé a dar paseos vespertinos el pasado otoño, descubrí que Morningside Heights era un lugar desde el que era fácil encaminarse en dirección a la ciudad. El sendero que baja desde la Catedral de San Juan el Divino y cruza Morningside Park queda a solamente quince minutos de Central Park. En la otra dirección, hacia el oeste, son unos diez minutos hasta Sakura Park, y caminando con rumbo norte desde allí te lleva a Harlem, a lo largo del Hudson, aunque el tráfico hace inaudible el río al otro lado de la arboleda. Los paseos, un contrapunto a los ajetreados días que pasaba en el hospital, se prolongaron de manera constante, y me llevaron cada vez más y más lejos, de modo que con frecuencia me encontraba a bastante distancia de mi casa bien avanzada la noche, y me veía obligado a regresar en el metro. De este modo, al comienzo del último año de mi beca de investigación, la ciudad de Nueva York se abrió paso en mi vida a paso de caminante.
No mucho tiempo antes de que comenzase este deambular sin rumbo fijo, había caído en el hábito observar las migraciones de las aves desde mi apartamento, y ahora me pregunto si ambas cosas tienen alguna conexión. Los días que llegaba a casa lo bastante temprano desde el hospital, solía mirar por la ventana como alguien que percibe auspicios, con la esperanza de ver el milagro de la inmigración natural. Cada vez que avistaba una bandada de gansos cruzando el cielo en formación, me preguntaba qué aspecto podría tener desde su perspectiva nuestra vida allá abajo, e imaginaba que, si alguna vez fuesen a darse el gusto de especular sobre ello, los altos edificios les parecerían abetos agolpados en un campo. Con frecuencia, mientras escudriñaba el cielo, todo lo que veía era lluvia, o la débil estela de un avión que diseccionaba en dos la ventana, y en algún lugar de mi ser yo albergaba la duda de si realmente existían aquellos pájaros, con sus oscuras alas y gaznates, sus pálidos cuerpos e incansables corazoncitos. Tan asombrado estaba con ellos que no podía confiar en mi memoria cuando no estaban allí.
De vez en cuando pasaban volando algunas palomas, y también golondrinas, chochines, orioles, cardenales y vencejos, aunque era casi imposible identificar los pájaros en los puntitos solitarios e incoloros que atravesaban el cielo. A veces, mientras esperaba la aparición de algún raro escuadrón de gansos, escuchaba la radio. Normalmente evitaba las emisoras norteamericanas, que para mi gusto tenían demasiados anuncios – Beethoven seguido de chaquetas de invierno, Wagner después de un queso artesanal – y sintonizaba en cambio emisoras de Canadá, Alemania o los Países Bajos por internet. Y aunque con frecuencia no podía entender a los presentadores, pues mi comprensión de sus idiomas era bastante pobre, la programación concordaba siempre con mi estado de ánimo vespertino con gran precisión. Mucha de la música me era familiar, puesto que para entonces llevaba más de catorce años escuchando música clásica con entusiasmo, pero algunas piezas me eran nuevas. También hubo raros momentos de asombro, como la primera ocasión que escuché, en una emisora que emitía desde Hamburgo, una pieza llena de embrujo  para orquesta y contralto solo de Shchedrin (o quizá fuese Ysaÿe), y que hasta hoy no he podido identificar.
Me gustaba el murmullo de los presentadores, los sonidos de esas voces que hablaban con calma a miles de kilómetros de distancia. Ponía los altavoces del ordenador a bajo volumen y miraba al exterior, agazapado en el confort que me daban aquellas voces, y no me resultaba para nada difícil hacer una comparación entre mí y mi austero apartamento, y el presentador de la radio en su cabina durante lo que debía ser medianoche en algún lugar de Europa. Incluso ahora, aquellas voces incorpóreas siguen conectadas en mi mente con la aparición de los gansos migratorios. Y de hecho, no es que viese las migraciones en más de tres o cuatro ocasiones en total: la mayoría de los días todo lo que veía eran los colores del cielo al anochecer, sus azules diseminados, sus carmines desaliñados y los tonos rojizos, todos los cuales gradualmente daban paso a una profunda sombra. Cuando oscurecía, cogía un libro y leía a la luz de una vieja lámpara de escritorio que había rescatado de uno de los contenedores de la universidad; la bombilla estaba protegida por una campana de vidrio que proyectaba una luz verduzca sobre mis manos, el libro en mi regazo, el raído tapizado del sofá. A veces incluso me leía en voz alta las palabras del libro, y al hacerlo me daba cuenta del extraño modo en que mi voz se mezclaba con el murmullo del presentador francés, alemán o neerlandés, o con la tenue textura de las cuerdas de violín de las orquestas, todo ello intensificado por el hecho de que, fuese lo que fuese que estuviera leyendo, probablemente había sido traducido al inglés desde una de las lenguas europeas. Aquel otoño pasé de un libro a otro: Camera Lucida de Barthes, Telegrams of the Soul de Altenberg, The Last Friend de Tahar Ben Jelloun, entre otros.
En esa fuga sónica, me acordé de San Agustín, y de su asombro ante San Ambrosio, de quien se decía que había descubierto un modo de leer sin pronunciar las palabras. Parece algo extraño – me sorprende ahora tal como lo hizo entonces – que podamos comprender palabras sin pronunciarlas. Para San Agustín, la importancia y la vida interior de las frases se experimentaban mejor en voz alta, pero nuestra idea de la lectura ha cambiado mucho desde entonces. Durante demasiado tiempo nos han enseñado que la visión de una persona que habla consigo misma es una señal de excentricidad o de locura; ya no estamos en absoluto habituados a nuestras propias voces, excepto en conversación o desde dentro de la seguridad de una ruidosa multitud: una persona está hablando con otra, y el sonido audible es, o debería ser, algo natural en ese intercambio. De modo que leía en voz alta, y yo era mi propia audiencia, y les daba voz a las palabras de otro.
En cualquier caso, estas inusuales horas vespertinas pasaban con facilidad, y con frecuencia me quedaba dormido allí mismo en el sofá, y solamente me arrastraba hasta la cama mucho más tarde, normalmente en algún momento en mitad de la noche. Luego, tras lo que parecían ser meros minutos de sueño, me despertaba con crispación el pitido del reloj despertador de mi teléfono móvil, que estaba programado para hacer sonar un extraño arreglo de “O Tannenbaum” en clave de marimba. En esos primeros momentos de consciencia, bajo el repentino resplandor de la luz diurna, la mente me daba vueltas, recordando fragmentos de sueños o trozos del libro que había estado leyendo antes de quedarme dormido. Era para romper la monotonía de aquellas noches que, dos o tres días por semana, después del trabajo, y al menos uno de los días del fin de semana, salía a caminar.
Al principio encontraba en las calles un estrépito incesante, un shock tras la concentración y la relativa tranquilidad del día, como si alguien hubiese hecho añicos la calma de una silenciosa capilla privada con el estruendo de un aparato de televisión. Iba zigzagueando entre las multitudes de compradores y trabajadores, a través de obras en las calles y los cláxones de los taxis. Atravesar a pie las partes ajetreadas del centro de la ciudad significaba que veía a más gente, a cientos más de personas, incluso miles, de la que estaba acostumbrado a ver en un día, pero la huella de esos innumerables rostros no lograba mitigar mi sensación de aislamiento; si acaso los intensificaba. También me sentía más cansado después de que comenzasen las caminatas, una extenuación distinta de todo lo que había conocido desde los primeros meses de prácticas, tres años antes. Una noche simplemente no paré, caminando todo el trecho hasta Houston Street, una distancia de unos once kilómetros, y terminé por encontrarme en un estado de fatiga y desorientación, esforzándome por mantenerme de pie. Aquella noche cogí el metro para volver a casa, y en vez de quedarme dormido de inmediato, me quedé echado en la cama, demasiado cansado para liberarme del estado de desvelo, y en la oscuridad enumeré los numerosos incidentes y lugares de interés con que me había encontrado durante mis paseos, clasificando cada encuentro igual que un niño que jugase con bloques de madera, intentando hacerme una idea de dónde encajaba cada uno y a qué respondían. Cada vecindario de la ciudad parecía estar hecho de una sustancia distinta, cada uno parecía tener una presión atmosférica diferente, un peso psíquico diferente: las luces brillantes y las tiendas cerradas, los proyectos urbanísticos y los hoteles de lujo, las escaleras de incendios y los parques urbanos. Mi fútil tarea clasificatoria continuó hasta que las formas comenzaron a transformarse las unas en las otras, y a asumir formas abstractas sin relación con la ciudad real, y solamente entonces mi mente febril mostró algo de piedad y se sosegó, solamente entonces llegó el sueño tranquilo.
Los paseos satisfacían una necesidad: eran un alivio del entorno mental tan tenazmente regulado del trabajo, y una vez descubrí que eran una forma de terapia, se convirtieron en la norma, y me olvidé de cómo había sido la vida antes de que comenzase a pasear. El trabajo era un régimen de perfección y competencia; no permitía la improvisación ni toleraba errores. Por muy interesante que fuera mi proyecto de investigación — estaba realizando un estudio clínico de desordenes afectivos en las personas mayores — el nivel de detalle que exigía era de una complejidad que excedía todo lo que había hecho hasta entonces. Las calles me servían de grata antítesis a todo aquello. Cada una de las decisiones — dónde girar a la izquierda, cuánto tiempo quedarme ensimismado delante de un edificio abandonado, si ver la puesta de sol sobre Nueva Jersey o corretear a la sombra del sector este mirando hacia Queens — resultaba inconsecuente, y por esa razón era un recordatorio de la libertad. Cubría las manzanas de la ciudad como midiéndolas con mis pasos, y las estaciones del metro servían de motivos recurrentes en mi avance sin rumbo. La visión de grandes masas de personas apresurándose a entrar en recintos subterráneos me resultaba invariablemente extraña, y sentía que la humanidad en su totalidad se daba prisa, empujada  por un impulso mortal en contra de lo intuitivo, al interior de catacumbas móviles. Afuera, por encima del suelo, estaba con miles de otros en su soledad, pero en el metro, cerca de extraños, empujándolos y recibiendo empujones para hacernos un hueco, un espacio vital, todos en una representación de traumas no reconocidos, la soledad intensificada.
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