31/10/2011 |
I promised her I'd grow many flowers...
2/11/2011 |
bright-red blooms, buds bursting in sheer adoration...
4/11/2011 |
Spring rains carried blood in its showers...
6/11/2011
A thrilling world of red: Carnation Nation.
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Recuerdo, pero no en un orden en particular:
- la piel de la parte interior, lustrosa, de una muñeca;
- el vapor que se alza de un fregadero lleno de agua mientras, entre risas, alguien lanza una sartén caliente en su interior;
- gotas de esperma girando alrededor de un círculo en el desagüe, antes de desembocar por él y recorrer entera una casa, cuan larga es;
- un río que fluye absurdamente río arriba, y a la luz de media docena de linternas, la ola y la estela de sus aguas;
- otro río, ancho y gris, la dirección de su corriente encubierta por un fuerte viento que excita su superficie;
- una bañera llena de agua que hace ya tiempo se ha quedado fría tras una puerta cerrada con llave.
Esto último no es algo que yo realmente viera, mas lo que uno termina recordando no siempre es lo mismo que lo que uno ha presenciado.
Vivimos en el tiempo – el cual nos contiene y nos moldea – pero nunca tuve la impresión de entenderlo bien. Y no me refiero a las teorías de que se dobla y desdobla, o que pueda existir en alguna otra parte en versiones paralelas. No, me refiero al tiempo ordinario, al de todos los días, el que relojes de pared y de pulsera nos aseguran que pasa de forma regular: tictac, clic-clac. ¿Existe algo más plausible que un segundero? Y no obstante, se precisa solamente el más mínimo placer o dolor para enseñarnos lo maleable que es el tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo ralentizan; en ocasiones parece perderse – hasta que finalmente se pierde de verdad, para no volver jamás.
No me interesan mucho mis días de colegio, y tampoco siento nostalgia alguna por ellos. Pero fue en el colegio donde comenzó todo, de modo que tengo que volver brevemente a unos cuantos incidentes que se han convertido en anécdotas, regresando a unos recuerdos aproximados que el tiempo ha deformado hasta hacerlos certidumbres. Si ya no puedo estar seguro de los sucesos reales, al menos puedo ser fiel a las impresiones que esos hechos me dejaron. Es lo máximo que puedo hacer.
Éramos tres, y ahora él hacía el número cuatro. No esperábamos añadir a nadie a nuestro pequeño número: las camarillas y los emparejamientos ya habían tenido lugar mucho antes, y ya estábamos comenzando a imaginar nuestra escapada del colegio para ingresar a la vida. Se llamaba Adrian Finn, un chico alto y tímido que inicialmente no levantaba la vista ni decía lo que pensaba. Durante el primer par de días apenas le hicimos caso; en el colegio no había ninguna ceremonia de bienvenida, por no hablar de lo contrario, la iniciación punitiva. Simplemente registramos su presencia y esperamos.
Los maestros estaban más interesados en él que nosotros. Tenían que averiguar si era inteligente y cuál era su sentido de la disciplina, hacerse una idea de lo bien que le habían enseñado previamente, y si podría resultar tener ‘madera de académico’. La tercera mañana de aquel trimestre de otoño teníamos una clase de historia con el Viejo Joe Hunt, un hombre irónico y afable que siempre llevaba puesto un traje, un profesor cuyo sistema de control dependía de mantener a la clase suficiente, pero no excesivamente, aburrida.
“Bueno, ustedes recordarán que les pedí que leyeran con anterioridad la lección sobre el reinado de Enrique VIII.” Colin, Alex y yo nos miramos entornando los ojos, con la esperanza de que la pregunta no fuera lanzada, igual que la mosca de un pescador, para terminar depositada en nuestras cabezas. “¿Quién desea hacernos una semblanza de la época?” El profesor sacó sus propias conclusiones de cómo se apartaban nuestras miradas. “Bueno, pues Marshall, quizás. ¿Cómo describiría usted el reinado de Enrique VIII?”
Sentimos más alivio que curiosidad, porque Marshall era un indocto precavido al que le faltaba la inventiva de la verdadera ignorancia. Buscaba posibles complejidades ocultas en la pregunta antes de finalmente localizar una respuesta.
“Hubo algunos disturbios, señor.”
Un brote de sonrisitas apenas controladas; el propio Hunt casi sonreía.
“¿No le importaría entrar en detalles?”
Marshall asintió lentamente, se lo pensó un poco más y decidió que no era momento de ser precavido. “Yo diría que hubo muchos disturbios, señor”.
“Veamos, usted, Finn. ¿Está usted al día en este periodo?”
El chico nuevo estaba sentado una fila delante de mí, un poco a la izquierda. No había mostrado ninguna reacción obvia ante las idioteces de Marshall.
“La verdad es, señor, que me temo que no. Pero hay una corriente de pensamiento, según la cual todo lo que en verdad se puede decir de un acontecimiento histórico – incluso del estallido de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo – es que ‘ocurrió algo’.”
“Una cierta corriente, claro. Pues eso me podría dejar a mí sin trabajo, ¿no?” Tras unas cuantas risas lisonjeras, el Viejo Joe Hunt nos perdonó la pereza de las vacaciones y nos puso al día sobre el regio carnicero polígamo.
Durante el siguiente recreo, busqué a Finn. "Yo soy Tony Webster." Me miró con recelo. "Qué bueno lo que le has dicho a Hunt". No parecía saber a qué me refería. "Lo de que 'ocurrió algo'."
"Ah, sí. Me ha decepcionado un poco que no siguiera con el tema."
Eso no era lo que suponía que tenía que decir.
Otro detalle que recuerdo: los tres, como un símbolo de nuestro vínculo, solíamos ponernos los relojes al revés, con la esfera sobre el interior de la muñeca. Era, naturalmente, afectación, aunque puede que fuera algo más. Hacía que el tiempo pareciera algo personal, incluso algo secreto. Esperábamos que Adrian observara el gesto, y que nos lo imitara, pero no lo hizo.
Aquel día, un poco más tarde – o quizás otro día – teníamos dos horas seguidas de la clase de literatura con Phil Dixon, un joven profesor que acababa de graduarse de Cambridge. Le gustaba usar textos contemporáneos, y nos lanzaba retos repentinos. “‘Nacer, copular y morir’ – de eso se trata todo, dice T.S. Eliot. ¿Algún comentario?” Una vez comparó a un héroe shakesperiano con Kirk Douglas en Espartaco. Y me acuerdo cómo, cuando estábamos hablando de la poesía de Ted Hughes, inclinaba un poco la cabeza a la manera de un catedrático y murmuraba, “Claro está que todos nos preguntamos qué pasará cuando agote todos los animales”. A veces se dirigía a nosotros como “Caballeros”. Naturalmente, lo adorábamos.
Aquella tarde nos entregó un poema sin título, sin fecha y sin el nombre de su autor, nos dio diez minutos para que estudiarlo, y entonces nos pidió nuestras respuestas.
“¿Qué le parece si empezamos con usted, Finn? En pocas palabras, ¿de qué diría usted que trata este poema?”
Adrian levantó la vista del pupitre. “De Eros y Tánatos, señor”.
“Mmm. Siga, siga.”
“El sexo y la muerte”, prosiguió Finn, como si no fueran únicamente los zoquetes de la última fila los que no habían comprendido su griego. “Del amor y la muerte, si usted lo prefiere. El principio erótico, en cualquier caso, entrando en conflicto con el principio de la muerte. Y lo que se desprende de dicho conflicto. Señor.”
Probablemente yo tenía pinta de estar más impresionado de lo que Dixon consideraba saludable.
“Webster, ilumínenos usted un poco más”.
“Yo solo pensé que se trataba de un poema sobre una lechuza, señor”.
Esa era una de las diferencias entre nosotros tres y nuestro nuevo amigo. Nosotros, básicamente, solamente queríamos tomar el pelo, excepto cuando nos poníamos serios. Él era básicamente serio, excepto cuando estaba tomando el pelo. Nos costó cierto tiempo darnos cuenta de eso.
Adrian se dejó absorber por nuestra pandilla, sin reconocer que fuera algo que él buscaba. Quizá no fuera así. Tampoco cambiaba sus opiniones para que coincidieran con las nuestras. En los rezos matinales se le podía oír, uniendo su voz a las respuestas, mientras Alex y yo simplemente fingíamos decir las palabras, y Colin prefería la táctica satírica del bramido entusiasta de un pseudo-fanático. Los tres considerábamos que las clases de gimnasia no eran más que un plan cripto-fascista para reprimir nuestro deseo sexual; Adrian se apuntó al club de esgrima y practicaba el salto de altura. Nosotros teníamos mal oído musical hasta el punto de la beligerancia, mientras que Adrian se traía el clarinete al colegio. Cada vez que Colin denunciaba a su familia, o yo me mofaba del sistema político, o Alex le ponía objeciones filosóficas a la naturaleza percibida de la realidad, Adrian guardaba silencio – al menos al principio. Daba la impresión de que creía en cosas. Nosotros también – era simplemente que nosotros queríamos creer en nuestras propias cosas, en vez de en lo que se había decidido que debíamos creer. De ahí lo que nosotros pensábamos que era un escepticismo purificador.
El colegio estaba en el centro de Londres, y cada día viajábamos hasta allí desde nuestros barrios respectivos, pasando de un sistema de control a otro. Por aquel entonces, las cosas eran más sencillas: menos dinero, nada de aparatos electrónicos, muy poca tiranía de la moda, nada de novias. No había nada que pudiera distraernos de nuestra obligación humana y filial, la cual consistía en estudiar, aprobar los exámenes, utilizar los títulos para encontrar un trabajo y luego ensamblar un modo de vida que no fuera más amenazadoramente completo que el de nuestros padres, que daban su aprobación mientra en privado la comparaban con sus propias vidas anteriores, las cuales habían sido más sencillas, y por tanto, superiores. Por supuesto que no se declaraba nada de eso: permanecía siempre implícito el refinado darwinismo social de las clases medias inglesas.“Qué cabrones son, los padres,” se quejó Colin un lunes a la hora del almuerzo. “Te crees que son buenos cuando eres pequeño, y luego te das cuenta de que son como…”
“¿Como Enrique VIII, Col?” sugirió Adrian. Estábamos empezando a acostumbrarnos a su sentido de la ironía; también al hecho de que podía igualmente volverse en contra de nosotros. Cuando se burlaba o quería que nos tomáramos algo en serio, a mí me llamaba Anthony, a Alex, Alexander, y a Colin, cuyo nombre no podía alargar más, lo abreviaba a Col.
“Pues no me importaría si mi padre tuviera media docena de esposas.”
“Y si fuera inmensamente rico.”
“Y si lo retratara Holbein.”
“Y si mandara al Papa a freír espárragos.”
“¿Hay alguna razón en particular por la que son unos cabrones?”, le preguntó Alex a Colin.
“Yo quería que fuéramos a la feria. Ellos me dijeron que tenían que pasarse el fin de semana arreglando el jardín.”
Un verdadero hatajo de cabrones.