Estaban escuchando música cuando sonó el teléfono. Era una tarde de verano, las nueve en punto. Habían terminado de cenar y Christine estaba escuchando intensamente, sentada en el sillón, con los pies metidos debajo de ella; reconocía la música, aunque no sabía de quién era. La había elegido Alex, no la había consultado y ahora ella, tozuda, no quería preguntárselo – a él le daba demasiado gusto saber lo que ella no sabía. Alex estaba echado en el sofá junto a la ventana en mirador con un libro abierto en la mano, sin leerlo, el libro descansando en el pecho; estaba mirando el cielo en el exterior. Tenían un piso en la primera planta que daba a una ancha calle bordeada de plátanos. Una bandada de pericos cruzó la calle desde el parque; los oscuros tonos morados y marrones de la haya roja de la casa de al lado destacaban frente al cielo turquesa y engullían las últimas luces del día. Sobre una de sus ramas se apreciaba la silueta de un mirlo con el pico abierto; debía de estar cantando, pero la grabación lo silenciaba.
Era el teléfono fijo el que estaba sonando. Christine se fue olvidando de la música; se puso en pie y echó un vistazo a su alrededor, buscando dónde habían dejado el teléfono cuando lo habían usado por última vez – seguramente por allí, entre los montones de libros y papeles. ¿O en la cocina, cerca de los platos y cubiertos sucios? Alex no le hacía caso al teléfono, o únicamente demostraba ser consciente de él mediante un pequeña muestra de tensa irritación en su rostro – una cara siempre líquidamente expresiva, extranjera, pues sus ojos eran tan oscuros, esbozados como si hubiesen sido pintados. Era un efecto que se estaba tornando más llamativo a medida que envejecía y su pelo, que solía ser de un dorado fosco y deslustrado, se iba desprendiendo de la brillantez.
Era más probable que al teléfono estuviese su madre en vez de la de Alex – o bien sería su hija Isobel, y Christine quería hablar con ella. Tras renunciar a localizar el inalámbrico, y sin molestarse en calzarse los pies descalzos con unas alpargatas, subió las escaleras de prisa, de dos en dos escalones – todavía podía hacerlo – hasta el lugar donde estaba la extensión telefónica, en el dormitorio del ático. La música seguía sin ella en la habitación que dejaba detrás, era Schubert o algo similar, y mientras Christine se dejaba caer en la cama y respondía al teléfono casi sin aliento, era consciente de la dulzura que dejaban caer las notas descendientes encadenadas. Esta habitación, que habían hecho construir debajo de los cerrados ángulos del tejado, guardaba el calor del día y estaba repleta de olores – el humo del tráfico, la madreselva del jardín, la moqueta polvorienta, los libros, sus perfumes y la crema facial, el leve olor a rancio de las sábanas. Las litografías, foros y dibujos que colgaban de las paredes – algunos de ellos eran obras suyas – estaban ya escondidas, borradas entre la penumbra, y solamente el patrón de las formas enmarcadas se dejaban ver sobre la pintura blanca. A través de la claraboya podía oírse el canto del mirlo.
Qué maravilla. (1-3, mi traducción)
Así comienza Late
in the Day. La llamada telefónica trae una terrible noticia que va a
desencadenar cambios tajantes en la vida de las personas a las que va a afectar
la muerte repentina de Zachary. Es Lydia, su mujer, la que llama. Lydia y
Christine han sido mejores amigas desde su juventud. Zachary y Alex han
mantenido también una profunda amistad desde muy jóvenes. Son dos parejas de
clase media alta, bien acomodadas en el Londres de principios del siglo XXI.
De hecho, cuando
los cuatro se conocieron, los devaneos eran un poco diferentes. Lydia estaba casi
obsesionada con Alex (en un principio profesor de francés en la universidad
tanto de ella como de Christine). Esta mantenía una relación más o menos formal
con Zachary, aunque las ataduras no eran tan fuertes como para mantenerla y
poder seguir siendo buenos amigos una vez ella se dio cuenta de que Zachary
adoraba a Lydia.
Cualquiera puede permitirse comprar bienes raíces en Londres, ¿verdad? St Mark's Church, Clerkenwell. Fotografía de John Salmon. |
Tras el deceso de
Zachary, Alex y Christine invitan a Lydia a quedarse con ellos. Y ella lo hace
por un tiempo prudencial, releyendo los viejos poemas de Alex, de cuando eran
jóvenes. ¿Fue Lydia la que propició el divorcio de Alex? No es algo evidente.
Pero el hecho es que al regresar de un viaje a Escocia para llevar a Grace (la
hija de Zachary y Lydia) de vuelta a sus estudios, Alex no regresa a su casa y
se va directamente a la galería. Al borde la histeria, Christine llama a Lydia
a las tantas de la madrugada para compartir su inquietud con Lydia. Ella le
responde con perfecta ecuanimidad y le dice que Alex está con ella. Extrañada,
indaga la razón: «No sé qué decir. No sé cómo decírtelo.»
Hadley cuenta la
historia entrelazada de estos cuatro personajes en un vaivén continuo entre el
pasado y el presente. El punto clave temporal que divide la trama es la llamada
telefónica del comienzo de la novela. Los capítulos se alternan, profundizando
en los orígenes de la confusión a la que se han abocado sus vidas ya en su
madurez, cuando nada hacía presagiar las sacudidas que sus vidas han dado.
Late in the Day añade una nueva hoja al ya notable currículo de Tessa Hadley (cuatro de sus libros ya han sido reseñados en este blog: The Past, The London Train, Bad Dreams and Other Stories, Clever Girl). Como en sus obras anteriores, Hadley explora las relaciones de pareja y las dinámicas de poder que se desarrollan en ellas; cómo las perspectivas vitales cambian con el paso de los años; el peso de la conciencia o su ausencia. Y lo hace con una prosa siempre comedida, elegante. Es una narradora sumamente perceptiva, que entiende de la falibilidad humana y muestra las contradicciones de sus personajes sin incurrir en lo excesivamente melodramático.
10/05/2021: Curiosament, aquesta mateixa setmana estarà a les llibreries Cap al tard, publicada per Edicions de 1984, amb traducció al català de Mercè Ubach.