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8 ene 2012

Buscando a Tusitala: una crónica en Hermano Cerdo

El comedor en la residencia de los Stevenson. Vailima, Apia, Samoa.


La revista Hermano Cerdo acaba de publicar una crónica titulada Buscando a Tusitala, un relato basado en la visita a fines de noviembre (la tercera ocasión en que voy a Samoa) a la isla de Upolu, la más populosa. Comienza así:
La noticia de la multa por valor de cien cerdas como castigo en un caso de supuesta mala conducta durante la reciente Copa del Mundo en Nueva Zelanda, multa que le fue impuesta al manager del equipo de rugby de Samoa, fue recogida por los medios de comunicación españoles con una pizca de curiosidad, que dio paso a la hilaridad y a los comentarios jocosos de los internautas, que naturalmente hicieron gala de su ignorancia de la sociedad y cultura samoanas, cuando no de absurdos prejuicios con ciertas dosis de tufo a colonialismo rancio y trasnochado.
Puedes terminar de leerla haciendo clic aquí. Espero que te guste.

24 nov 2011

Muertos de risa, un cuento de Susan Johnson

Costa de Queensland, con la isla Bribie al fondo. Fotografía: Vladimir Venkov.
Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo un cuento de la autora australiana Susan Johnson, Dying, Laughing, y que he traducido al castellano bajo el título Muertos de risa.

Muertos de risa lleva al lector al interior de la casa de una joven madre soltera, Kylie, en un día de verano en el cual Kylie preferiría no tener que despertarse y hacer frente a su realidad. Una visión lacerante del malvivir de una mujer (auto)engañada por la promesa de que todos los problemas pueden tener solución, promesa de que la cándida juventud parece convencer a muchos y muchas.

El cuento de Susan Johnson comienza así:

Los niños de Kylie Thomas llevaban subidos al tejado de la casa desde primeras horas de la mañana. Los había oído, como de lejos, dando golpecitos en los márgenes de su consciencia mientras ella trataba de aferrarse al sueño, incluso mientras éste desaparecía. Adoraba dormir, le encantaba la circunstancia de no ser consciente del dolor, de los problemas, de cada uno de los golpecitos que sonaban a exigencia. ¡Los niños lo querían tener todo! ¡Todo el tiempo, y todo enseguida! Si se hubiera dado cuenta de qué era un niño antes de crear uno por accidente, se habría ido bien lejos de allí, y a la carrera. Habría corrido tan rápido que Russell Woodbridge nunca la habría alcanzado, nunca le habría dado un beso en la mejilla al pasar ni le habría tomado la cabeza por el pelo suelto al viento. Nunca la habría inmovilizado con su pálido y enjuto cuerpo encima de ella.

Puedes terminar de leerlo aquí.

Puedes encontrar el texto original en inglés aquí, en la revista Griffith Review. Si tienes curiosidad por saber más acerca de Susan Johnson y de su obra, puedes visitar su sitio web aquí.

15 nov 2011

La milonga de una vida



La revista HermanoCerdo publica esta semana la crónica de un concierto que tuvo lugar en Canberra hace ya unas cuantas semanas. Un evento entrañable por muchos motivos, pero sobre todo porque supuso el descubrimiento de la voz de Faye Bendrups. Que nuestros amigos tenían talento lo intuíamos, pues nunca los habíamos visto actuar. Pero qué gran sorpresa es ver ese enorme talento en vivo...






Esta es la introducción a la crónica:


Supongamos que esta crónica comenzase hace tres años. Estoy en mi nueva oficina cuando suena el teléfono y una mujer, cuya voz no reconozco, me ruega que acceda a hablar con ella dentro de un par de horas. Me explica que alguien le ha dado mi nombre porque otro alguien (cobarde, anónimamente) ha acusado a su marido, un profesor argentino en la universidad, de falsear sus cualificaciones. Mi nombre salió a colación durante una charla porque otro alguien (digamos que este alguien es alguien “de peso”) también se ensañó conmigo, le han dicho. Naturalmente, le digo que sí, que venga. Que hablaremos.
Nunca imaginé que esa voz cantase como lo hace.



Tangomundo interpretan Roto (Canberra, 28 de octubre de 2011)

Puedes terminar de leer esta crónica en la revista HermanoCerdo, haciendo clic aquí.

'Roto', del libro Lalomanu (2010)

5 nov 2011

Reseña: The Sense of an Ending, de Julian Barnes


Julian Barnes. The Sense of an Ending (Londres: Jonathan Cape, 2011). 150 págs.

El pasado es siempre un terreno a la vez resbaladizo y pedregoso, propenso al error y al olvido del sujeto. Uno de los pasajes más significativos en esta novela se puede leer como un guiño al lector/relector de ficción en el siglo XXI. El estudiante recién llegado, Adrian Finn, le espeta al profesor de Historia lo siguiente:

“Pero naturalmente, mi deseo de adscribir responsabilidad a alguien pudiera ser más una reflexión de mi propia mentalidad que un justo análisis de lo sucedido. Ese es uno de los problemas centrales de la historia, ¿no es verdad, señor? La cuestión de la interpretación subjetiva frente a la objetiva, el hecho de que nos hace falta conocer la historia misma del historiador para poder comprender la versión que se nos ha puesto delante.”

The Sense of an Ending investiga en lo esquiva que resulta la verdad como consecuencia de la subjetividad inherente en nuestra memoria. Barnes crea un narrador en primera persona, Tony Webster, que desde un principio advierte al lector que se sabe poco fidedigno. Uno de los recuerdos que menciona en el listado de recuerdos que conforma el primer párrafo ni siquiera es algo que él hubiera presenciado.

Que los seres humanos distorsionamos o adaptamos el pasado (o la historia) con el propósito de exculparnos es simplemente el reflejo (¿o la consecuencia lógica?) de nuestra desdichada condición mortal. Queremos que nos recuerden como a alguien querido, apreciado. Cedemos fácilmente a la tentación de (re)crear la historia de nuestras propias vidas a través de recuerdos y anécdotas, con tal de mitificarnos para la posteridad.

El narrador, Tony, ya jubilado, nos dice al comienzo de la novela que ha logrado un cierto estado de paz (consigo mismo, cabría añadir); tiene una nieta de su única hija, divorciado tras una década mantiene una cierta amistad con su exmujer; la tranquilidad, en fin, rige su vida, y al escribir esas páginas aspira a rememorar los días de su juventud.

Al colegio donde estudia llega un muchacho, Adrian Finn, a quien muy pronto Tony y sus dos amigos admirarán y buscarán como compañía. Adrian es bastante más inteligente que ellos, y consigue entrar en Cambridge. Tony estudia en una universidad menor, la de Bristol, donde conoce a Veronica. La relación con ella fracasa, y al cabo de unos meses recibe una carta de Adrian en la que éste le pide permiso para iniciar una relación con su exnovia. Tony se marcha a hacer las Américas, y a su regreso descubre que Adrian se ha suicidado.

La apacible y sosegada vida que Tony lleva en su jubilación se ve abocada a una seria crisis cuando recibe una carta de un abogado, por la cual descubre que la madre de Veronica le ha dejado una pequeña suma en su testamento y el diario de Adrian. En la segunda parte de la novela, Barnes crea unas buenas dosis de incertidumbre; lo que el lector quiere saber es por qué Tony reacciona como lo hace y, enfrentado a la nada halagadora realidad de lo que hizo, insiste en tratar de re-crear su pasado. El personaje, no hace falta explicarlo, sale malparado. No así la narración, que resulta ágil. Barnes se guarda en la manga hasta prácticamente la última página el naipe ganador, la baza definitiva.

Barnes toma el título de la novela de un libro fundamental de Frank Kermode, en el cual postulaba que lo que tradicionalmente llamamos historia no deja de ser una ficción, un intento de darle forma, de moldear el caos que es el tiempo.

Si en el párrafo citado anteriormente que Adrian le suelta a su viejo profesor Hunt sustituimos historia por narración, e historiador por narrador, vemos reflejada la tesis de Kermode. Somos muchos los que, de algún u otro modo, trataremos en su día de borrar o alterar las estupideces y las mentiras de nuestra juventud, de revestir esa (¿inevitable?) necedad juvenil de un barniz más aceptable para nuestra middle-age respectability, convirtiendo sucesos reales en simples anécdotas más o menos ajustadas a nuestro sentido del decoro. Dice Tony Webster que “puede que sea esta una de las diferencias entre la juventud y la vejez, cuando somos jóvenes, nos inventamos futuros diferentes para nosotros mismos; cuando somos viejos, nos inventamos pasados diferentes para los demás”.


Solamente cabe desear que la novela que cada cual escriba en su momento posea al menos tanta vivacidad y sagaz sutileza como ésta de Barnes, la cual se hizo merecedora del Premio Booker de este año.

Las primeras páginas de The Sense of an Ending:


Recuerdo, pero no en un orden en particular:
-          la piel de la parte interior, lustrosa, de una muñeca;
       el vapor que se alza de un fregadero lleno de agua mientras, entre risas, alguien lanza una sartén caliente en su interior;
-     gotas de esperma girando alrededor de un círculo en el desagüe, antes de desembocar por él y recorrer entera una casa, cuan larga es;
-      un río que fluye absurdamente río arriba, y a la luz de media docena de linternas, la ola y la estela de sus aguas;
-       otro río, ancho y gris, la dirección de su corriente encubierta por un fuerte viento que excita su superficie;
-       una bañera llena de agua que hace ya tiempo se ha quedado fría tras una puerta cerrada con llave.
Esto último no es algo que yo realmente viera, mas lo que uno termina recordando no siempre es lo mismo que lo que uno ha presenciado.

  
Vivimos en el tiempo – el cual nos contiene y nos moldea – pero nunca tuve la impresión de entenderlo bien. Y no me refiero a las teorías de que se dobla y desdobla, o que pueda existir en alguna otra parte en versiones paralelas. No, me refiero al tiempo ordinario, al de todos los días, el que relojes de pared y de pulsera nos aseguran que pasa de forma regular: tictac, clic-clac. ¿Existe algo más plausible que un segundero? Y no obstante, se precisa solamente el más mínimo placer o dolor para enseñarnos lo maleable que es el tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo ralentizan; en ocasiones parece perderse – hasta que finalmente se pierde de verdad, para no volver jamás.

No me interesan mucho mis días de colegio, y tampoco siento nostalgia alguna por ellos. Pero fue en el colegio donde comenzó todo, de modo que tengo que volver brevemente a unos cuantos incidentes que se han convertido en anécdotas, regresando a unos recuerdos aproximados que el tiempo ha deformado hasta hacerlos certidumbres. Si ya no puedo estar seguro de los sucesos reales, al menos puedo ser fiel a las impresiones que esos hechos me dejaron. Es lo máximo que puedo hacer.



Éramos tres, y ahora él hacía el número cuatro. No esperábamos añadir a nadie a nuestro pequeño número: las camarillas y los emparejamientos ya habían tenido lugar mucho antes, y ya estábamos comenzando a imaginar nuestra escapada del colegio para ingresar a la vida. Se llamaba Adrian Finn, un chico alto y tímido que inicialmente no levantaba la vista ni decía lo que pensaba. Durante el primer par de días apenas le hicimos caso; en el colegio no había ninguna ceremonia de bienvenida, por no hablar de lo contrario, la iniciación punitiva. Simplemente registramos su presencia y esperamos.
Los maestros estaban más interesados en él que nosotros. Tenían que averiguar si era inteligente y cuál era su sentido de la disciplina, hacerse una idea de lo bien que le habían enseñado previamente, y si podría resultar tener ‘madera de académico’. La tercera mañana de aquel trimestre de otoño teníamos una clase de historia con el Viejo Joe Hunt, un hombre irónico y afable que siempre llevaba puesto un traje, un profesor cuyo sistema de control dependía de mantener a la clase suficiente, pero no excesivamente, aburrida.
“Bueno, ustedes recordarán que les pedí que leyeran con anterioridad la lección sobre el reinado de Enrique VIII.” Colin, Alex y yo nos miramos entornando los ojos, con la esperanza de que la pregunta no fuera lanzada, igual que la mosca de un pescador, para terminar depositada en nuestras cabezas. “¿Quién desea hacernos una semblanza de la época?” El profesor sacó sus propias conclusiones de cómo se apartaban nuestras miradas. “Bueno, pues Marshall, quizás. ¿Cómo describiría usted el reinado de Enrique VIII?”
Sentimos más alivio que curiosidad, porque Marshall era un indocto precavido al que le faltaba la inventiva de la verdadera ignorancia. Buscaba posibles complejidades ocultas en la pregunta antes de finalmente localizar una respuesta.
“Hubo algunos disturbios, señor.”
Un brote de sonrisitas apenas controladas; el propio Hunt casi sonreía.
“¿No le importaría entrar en detalles?”
Marshall asintió lentamente, se lo pensó un poco más y decidió que no era momento de ser precavido. “Yo diría que hubo muchos disturbios, señor”.
“Veamos, usted, Finn. ¿Está usted al día en este periodo?”
El chico nuevo estaba sentado una fila delante de mí, un poco a la izquierda. No había mostrado ninguna reacción obvia ante las idioteces de Marshall.
“La verdad es, señor, que me temo que no. Pero hay una corriente de pensamiento, según la cual todo lo que en verdad se puede decir de un acontecimiento histórico – incluso del estallido de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo – es que ‘ocurrió algo’.”
“Una cierta corriente, claro. Pues eso me podría dejar a mí sin trabajo, ¿no?” Tras unas cuantas risas lisonjeras, el Viejo Joe Hunt nos perdonó la pereza de las vacaciones y nos puso al día sobre el regio carnicero polígamo.
Durante el siguiente recreo, busqué a Finn. "Yo soy Tony Webster." Me miró con recelo. "Qué bueno lo que le has dicho a Hunt". No parecía saber a qué me refería. "Lo de que 'ocurrió algo'."
"Ah, sí. Me ha decepcionado un poco que no siguiera con el tema."
Eso no era lo que suponía que tenía que decir.
Otro detalle que recuerdo: los tres, como un símbolo de nuestro vínculo, solíamos ponernos los relojes al revés, con la esfera sobre el interior de la muñeca. Era, naturalmente, afectación, aunque puede que fuera algo más. Hacía que el tiempo pareciera algo personal, incluso algo secreto. Esperábamos que Adrian observara el gesto, y que nos lo imitara, pero no lo hizo.


Aquel día, un poco más tarde – o quizás otro día – teníamos dos horas seguidas de la clase de literatura con Phil Dixon, un joven profesor que acababa de graduarse de Cambridge. Le gustaba usar textos contemporáneos, y nos lanzaba retos repentinos. “‘Nacer, copular y morir’ – de eso se trata todo, dice T.S. Eliot. ¿Algún comentario?” Una vez comparó a un héroe shakesperiano con Kirk Douglas en Espartaco. Y me acuerdo cómo, cuando estábamos hablando de la poesía de Ted Hughes, inclinaba un poco la cabeza a la manera de un catedrático y murmuraba, “Claro está que todos nos preguntamos qué pasará cuando agote todos los animales”. A veces se dirigía a nosotros como “Caballeros”. Naturalmente, lo adorábamos.


Aquella tarde nos entregó un poema sin título, sin fecha y sin el nombre de su autor, nos dio diez minutos para que estudiarlo, y entonces nos pidió nuestras respuestas.
“¿Qué le parece si empezamos con usted, Finn? En pocas palabras, ¿de qué diría usted que trata este poema?”
Adrian levantó la vista del pupitre. “De Eros y Tánatos, señor”.
“Mmm. Siga, siga.”
“El sexo y la muerte”, prosiguió Finn, como si no fueran únicamente los zoquetes de la última fila los que no habían comprendido su griego. “Del amor y la muerte, si usted lo prefiere. El principio erótico, en cualquier caso, entrando en conflicto con el principio de la muerte. Y lo que se desprende de dicho conflicto. Señor.”
Probablemente yo tenía pinta de estar más impresionado de lo que Dixon consideraba saludable.
“Webster, ilumínenos usted un poco más”.
“Yo solo pensé que se trataba de un poema sobre una lechuza, señor”.
Esa era una de las diferencias entre nosotros tres y nuestro nuevo amigo. Nosotros, básicamente, solamente queríamos tomar el pelo, excepto cuando nos poníamos serios. Él era básicamente serio, excepto cuando estaba tomando el pelo. Nos costó cierto tiempo darnos cuenta de eso.


Adrian se dejó absorber por nuestra pandilla, sin reconocer que fuera algo que él buscaba. Quizá no fuera así. Tampoco cambiaba sus opiniones para que coincidieran con las nuestras. En los rezos matinales se le podía oír, uniendo su voz a las respuestas, mientras Alex y yo simplemente fingíamos decir las palabras, y Colin prefería la táctica satírica del bramido entusiasta de un pseudo-fanático. Los tres considerábamos que las clases de gimnasia no eran más que un plan cripto-fascista para reprimir nuestro deseo sexual; Adrian se apuntó al club de esgrima y practicaba el salto de altura. Nosotros teníamos mal oído musical hasta el punto de la beligerancia, mientras que Adrian se traía el clarinete al colegio. Cada vez que Colin denunciaba a su familia, o yo me mofaba del sistema político, o Alex le ponía objeciones filosóficas a la naturaleza percibida de la realidad, Adrian guardaba silencio – al menos al principio. Daba la impresión de que creía en cosas. Nosotros también – era simplemente que nosotros queríamos creer en nuestras propias cosas, en vez de en lo que se había decidido que debíamos creer. De ahí lo que nosotros pensábamos que era un escepticismo purificador.


El colegio estaba en el centro de Londres, y cada día viajábamos hasta allí desde nuestros barrios respectivos, pasando de un sistema de control a otro. Por aquel entonces, las cosas eran más sencillas: menos dinero, nada de aparatos electrónicos, muy poca tiranía de la moda, nada de novias. No había nada que pudiera distraernos de nuestra obligación humana y filial, la cual consistía en estudiar, aprobar los exámenes, utilizar los títulos para encontrar un trabajo y luego ensamblar un modo de vida que no fuera más amenazadoramente completo que el de nuestros padres, que daban su aprobación mientra en privado la comparaban con sus propias vidas anteriores, las cuales habían sido más sencillas, y por tanto, superiores. Por supuesto que no se declaraba nada de eso: permanecía siempre implícito el refinado darwinismo social de las clases medias inglesas.“Qué cabrones son, los padres,” se quejó Colin un lunes a la hora del almuerzo. “Te crees que son buenos cuando eres pequeño, y luego te das cuenta de que son como…”
“¿Como Enrique VIII, Col?” sugirió Adrian. Estábamos empezando a acostumbrarnos a su sentido de la ironía; también al hecho de que podía igualmente volverse en contra de nosotros. Cuando se burlaba o quería que nos tomáramos algo en serio, a mí me llamaba Anthony, a Alex, Alexander, y a Colin, cuyo nombre no podía alargar más, lo abreviaba a Col.
“Pues no me importaría si mi padre tuviera media docena de esposas.”
“Y si fuera inmensamente rico.”
“Y si lo retratara Holbein.”
“Y si mandara al Papa a freír espárragos.”
“¿Hay alguna razón en particular por la que son unos cabrones?”, le preguntó Alex a Colin.
“Yo quería que fuéramos a la feria. Ellos me dijeron que tenían que pasarse el fin de semana arreglando el jardín.”
Un verdadero hatajo de cabrones.


Esta reseña apareció el 4 de noviembre de 2011 en la revista HermanoCerdo, a excepción del breve extracto traducido del inglés.

22 oct 2011

Horizontales, 5: Un acertijo - Morris Lurie




La revista HermanoCerdo publicó hace unos días mi más reciente colaboración, la traducción de un cuento del australiano Morris Lurie titulado ‘Horizontales, 5: Un acertijo’.

Se trata de una historia que pudiera parecer algo inexplicable. El cuento gira en torno al tema de las obsesiones, las ideas fijas e inamovibles que nacen de ciertos hábitos personales – en realidad, algo que todos los seres humanos tenemos, por muy ínfimas o insignificantes que sean. ¿Puede la quiebra de unas expectativas creadas por uno de esos hábitos ocasionar a la larga un desenlace psicótico?

Con lenguaje sobrio, el narrador describe cómo su compañero de trabajo sufre un desengaño tan enorme y perturbador que le descoloca tanto que pierde el norte. La traducción del cuento planteaba por otra parte el interesante reto de hacer coincidir letras iniciales de palabras, como sucede con los crucigramas.

Puedes encontrar el cuento original en inglés de Morris Lurie en la revista The Griffith Review.

30 sept 2011

Aguas vivas, un cuento del australiano Max Barry, en Hermano Cerdo

Una vista de Yakarta; fotografía de Midori.

El miércoles apareció en la revista de los campeones la traducción al castellano de Springtide, un divertido cuento del escritor radicado en Melbourne Max Barry. Aguas vivas es un relato cortísimo (no llega a las 2000 palabras) ambientado en las oficinas de un jovencísimo empresario (de 12 años) en la capital de Indonesia, Yakarta. El chico es dueño de la empresa que fabrica unas muñecas que todas las niñas del mundo desean tener (las ‘Do-me dolls’), y está recibiendo la visita de una periodista muy, muy joven. Gordy, depredador sexual de jovencitas, está a punto de hacerse con otra presa cuando algo sale mal, muy mal. No quiero revelar el desenlace, claro está.

Max Barry es autor de cuatro novelas que con el tiempo iré reseñando en este blog. Sus creaciones se caracterizan por la sátira y el humor descarnado que impregna su escritura. Max Barry tiene un fantástico weblog al que puedes ir desde aquí.

Por cierto, si te apetece también leer el original de Aguas vivas, en inglés, puedes encontrarlo aquí.

8 sept 2011

Gloria, un cuento de Suchen Christine Lim, en Hermano Cerdo


Manila. Fotografía tomada por Mike Gonzalez el 29 de mayo de 2006

El colapso económico causado por la crisis financiera global y recientes acontecimientos en el ámbito occidental (las escenas de pillaje en las principales ciudades inglesas, por ejemplo) han llevado a algunos comentaristas a fijarse de nuevo en el modelo singapurense de democracia, en el cual se sacrifican muchas libertades individuales por un supuesto bien colectivo. Singapur puede ser un lugar fascinante para la sociología, pero la verdad es que tras un par de días resulta ser un auténtico plomazo para el visitante al que no le interese simplemente llenar sus maletas de productos.

La revista Hermano Cerdo publica esta semana un cuento de la autora singapurense Suchen Christine Lim, titulado ‘Gloria’, y que he tenido el gusto de traducir. Narra las peripecias de una mujer filipina que emigra a Singapur para trabajar como criada para una familia acomodada. Alejada de sus hijos y del apoyo de los suyos, la criada logra crear algunos lazos afectivos con el pequeño de la familia, cosa que molestará sobremanera a la madre. Cuando por fin llega el momento de regresar a Manila con sus hijos, la mujer comete un pequeño error que puede costarle muy caro. ¿La ayudará una madre celosa y resentida?


En ‘Gloria’, Lim pone de manifiesto la disparidad de las actitudes humanas ante la adversidad que sufre el prójimo, además de la enorme grieta que ha quedado abierta de forma permanente entre las clases sociales pudientes y los necesitados. Una grieta que sigue abriéndose, expandiéndose en su magnitud, no solamente entre el primer mundo y el de los países en vías de desarrollo. La grieta se ha ramificado en tantas direcciones que es ya motivo de preocupación para los dirigentes políticos y empresariales de países ricos como los Estados Unidos.

7 sept 2011

Reseña: The Memory Chalet, de Tony Judt



Tony Judt, The Memory Chalet. Londres: William Heinemann, 2010. 226 páginas.


Se suele decir que momentos antes de que sobrevenga la muerte, uno ver pasar su vida en apenas un instante. Desde mi perspectiva personal no estoy tan seguro de que sea así. Sobreviví a una catástrofe en la que estuve a punto de perecer ahogado: el tsunami que destruyó las costas meridionales de Samoa, entre otros lugares, en 2009.

En un caso muy distinto, Tony Judt vivió una lenta pero inexorable sentencia de muerte, que le permitió disponer de dos largos años para contemplar y rememorar su vida antes de morir. La enfermedad, un tipo de esclerosis que va paralizando el cuerpo poco a poco, primero los dedos, luego un brazo, luego otro, luego las piernas, y finalmente los músculos del torso impiden la respiración. La pregunta que uno cabría hacerse es si esa circunstancia se trata de una condena, o si podría considerarse un motivo de dicha: ‘disfrutar’ (es un decir) de un periodo de tiempo relativamente largo para rememorar y reflexionar sobre nuestra vida, a sabiendas de que el final se acerca inexorablemente. Cada lector será de un parecer según cuáles sean sus convicciones morales.

En 2008, dos años antes de su muerte en agosto de 2010, los médicos le revelaron a Tony Judt, reputado historiador británico de la Universidad de Nueva York, que padecía una enfermedad incurable de carácter motor neuronal. Estaba pues atrapado en su cuerpo: no podía moverse, pero sí tenía sensaciones; la enfermedad en sí misma no le producía dolor, y además era plenamente consciente de todo lo que le estaba sucediendo. Judt se pasaba la mayor parte de las noches (y los días) en vela, ‘con libertad para contemplar según su conveniencia y con la mínima incomodidad el catastrófico avance del deterioro individual’. Fue en esas condiciones que Judt dictó el libro. Por las noches, divagaba y almacenaba sus ideas en la memoria, para luego dictárselas a su ayudante durante el día.

The Memory Chalet tiene el formato de un mosaico. Se compone de fragmentos autobiográficos, recuerdos variados que abarcan desde su infancia en el Londres de la posguerra hasta su migración a los Estados Unidos, pasando por su estancia, por ejemplo, en un kibbutz del Golán en la década de los 60, experiencia que le supuso un desengaño respecto a la ideología que él denomina ‘la teoría y práctica de la democracia comunitaria’, o sus peculiares experiencias en el París de 1968.

Es, en muchos aspectos, un libro único. Lo suyo era la historia europea del siglo XX, y jamás se le había pasado por la cabeza escribir sus memorias. Pero las temibles y terribles circunstancias que rodean la creación de este libro le confieren a sus recuerdos un rigor y una energía singulares. Por otro lado, se evidencia también que Judt podía tener un talante bastante conservador: el recuerdo de su primer profesor de idiomas (alemán) le lleva a elogiar los viejos métodos de enseñanza que recurrían a la intimidación del estudiante. Ni tanto, ni tan calvo.

Neoyorquino de adopción, Judt rememora del Londres de su niñez ‘una densa neblina amarilla’, producto de la combustión de carbón, que tenía tal espesor que tenía que asomarse por la ventanilla del coche para indicarle a su padre a qué distancia quedaba el bordillo. Elogia la sociedad multicultural de Nueva York, sin reconocer en cambio que el proceso de mezcla humana está adquiriendo un ritmo cada vez más acelerado y más extendido: Sydney o Melbourne podrían ser ejemplos tan buenos como el de Nueva York.

Personalmente, un artículo que ciertamente me cautivó es el que lleva por título ‘Edge People’, y que versa sobre la cuestión de la identidad. Desde mi condición de emigrante, suscribo las palabras de Judt: ‘Prefiero el margen: el lugar donde países, comunidades, lealtades, y raíces tropiezan de manera incómoda unos contra otros – donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad como la circunstancia normal de la vida’. La vida del emigrante es un constante tropezar, buscando el hueco donde hacerse el sitio, tratando de mantener unos márgenes invisibles que de algún modo te permitan respirar(te).

Judt concede no obstante que declararse en el margen de forma permanente es síntoma de autoindulgencia. O puede sea, una burda artimaña propia más bien de una campaña publicitaria. En todo caso, la tendencia a no destacar siempre es más fuerte, pues uno siente más seguridad entre otros semejantes, formando parte del gran pelotón. Y sin embargo, a Judt le aterraba la idea de lealtades incondicionales y inflexibles, a ideas, a países, a líderes o a entelequias religiosas. Su visión del futuro inmediato no era muy halagüeña para la humanidad.

La mayoría de los ensayos que componen The Memory Chalet fueron apareciendo en forma de artículos en The New York Review of Books. Si llegado el momento tuviéramos la posibilidad de elegir, ¿no sería un modo ciertamente provechoso de pasar los últimos años de nuestra vida escribiendo unas memorias?


*****

Un fragmento del artículo titulado 'Edge People':

Prefiero el margen: el lugar donde países, comunidades, lealtades, y raíces tropiezan de manera incómoda unos contra otros – donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad como la circunstancia normal de la vida. Hubo un tiempo en que abundaban los lugares así. Bien entrado el siglo XX había muchas ciudades que comprendían múltiples comunidades y lenguas —a menudo mutuamente antagonistas, en ocasiones en conflicto, pero que de algún modo coexistían. Sarajevo fue un lugar de esos, Alejandría otro.  Tánger, Salónica, Odesa, Beirut y Estambul, todas esas ciudades cumplían los requisitos— al igual que otras ciudades más pequeñas, como Chernivtsi y Uzhgorod. Para los patrones conformistas norteamericanos, Nueva York se asemeja a algunos aspectos de esas ciudades cosmopolitas ya perdidas: es por eso que vivo aquí.
Claro está, hay un tanto de autoindulgencia en la afirmación de que uno está siempre en los bordes, en los márgenes. Dicha aseveración está únicamente abierta a cierto tipo de persona que ejerce unos privilegios muy particulares. La mayoría de la gente, la mayor parte del tiempo, preferiría no destacar: no es seguro. Si todos los demás son chiítas, es mejor ser chiíta. Si todos en Dinamarca son altos y blancos, entonces ¿quién —si le dieran a elegir— optaría por ser bajito y moreno? Incluso en una democracia abierta hace falta cierta terquedad de carácter como para ir deliberadamente contra la corriente de la propia comunidad, en particular si se trata de una comunidad pequeña.
Pero si uno nace en márgenes que se entrecruzan y —gracias a la peculiar institución de la titularidad académica— tiene la libertad de permanecer allí, me parece una posición privilegiada indudablemente ventajosa: ¿Qué sabrán de Inglaterra los que solamente conocen Inglaterra? Si la identificación con una comunidad de origen fuese fundamental para mi sentido del ser, quizá dudaría antes de criticar a Israel —el ‘estado judío’, ‘mi gente’— de manera tan rotunda. Los intelectuales con un sentido más madurado de la afiliación orgánica se autocensuran de forma instintiva: se lo piensan dos veces antes de ponerse a lavar la ropa sucia en público.
A diferencia del difunto Edward Said, creo que puedo comprender e incluso empatizar con los que saben lo que significa amar a un país. No considero que esos sentimientos sean incomprensibles; simplemente no los comparto. A lo largo de los años, esas intensas lealtades incondicionales —a un país, a Dios, a una idea, o a un ser humano— han terminado por aterrarme. La fina capa de barniz de la civilización descansa sobre lo que puede perfectamente ser una ilusoria fe en nuestra común humanidad. Mas sea ilusoria o no, haríamos bien en aferrarnos a ella. Ciertamente, es esa fe —y las limitaciones que ésta ejerce sobre la conducta humana— lo primero en desaparecer en tiempos de guerra o de malestar social.
Sospecho que estamos iniciando una época de conflictos. No son solamente los terroristas, los banqueros y el clima los que van a causar estragos en nuestro sentido de la seguridad y la estabilidad. La misma globalización —la ‘tierra plana’ de tantas fantasías conciliatorias— será fuente de miedo y de incertidumbre para miles de millones de personas que acudirán a sus líderes en busca de su protección. Las ‘identidades’ se volverán mezquinas y cerradas, mientras los indigentes y los desarraigados golpean los cada vez más altos muros de las urbanizaciones cerradas, desde Delhi a Dallas.
Ser ‘danés’ o ‘italiano’, ‘norteamericano’ o ‘europeo’ no será solamente una identidad; será un rechazo y un reproche para los que ésta excluya. El estado, lejos de desaparecer, puede que esté a punto de alcanzar su apogeo: los privilegios de la ciudadanía, la defensa de los derechos de los que son titulares de una tarjeta de residencia, se blandirán como comodines políticos. Los demagogos intolerantes en las democracias establecidas exigirán ‘exámenes’ —de conocimientos, del idioma, de la actitud— para decidir si los desesperados recién llegados merecen la ‘identidad’ británica u holandesa o francesa. Ya lo están haciendo. En este nuevo siglo echaremos en falta a los tolerantes, a los marginales: a la gente de los márgenes. Mi gente.

Esta reseña apareció ayer en Hermano Cerdo, a excepción del anterior fragmento traducido. 

9 ago 2011

Después de Lalomanu



La revista Hermano Cerdo publica esta semana un breve ensayo que comencé a escribir ahora hace unos cuantos meses, y que finalmente, tras barajar varias opciones imposibles, he titulado ‘Después de Lalomanu’. En él quise hacer una reflexión pública sobre ese silencio al que se enfrentan las personas, a la falta de respuestas, tanto propias como externas, no solamente ante la pérdida de un ser querido sino también tras una experiencia traumática, como fue mi caso.





Quiero expresar mi agradecimiento a René López Villamar, uno de los editores de la revista, por sus valiosas sugerencias y consejos, que me permitieron elaborar la versión definitiva del ensayo. Gracias asimismo a Anthea Wykes por las fotos de la playa de Lalomanu, que tomó en octubre de 2009. Y gracias también, por último, a Joan Margarit, poeta catalán con quien he tenido el privilegio de mantener correspondencia, por la inspiración que me proporcionaron estos dos versos de su poema ‘L’origen de la tragèdia’, perteneciente al libro No era lluny ni difícil, que reseñé en su día:

Viure, al cap i a la fi, és buscar consol.
Buscar-ho en el dolor de les paraules.

Life is ultimately a quest for consolation.
We search for comfort in the hurt of words.

Mientras siga vivo, cosa que muchos días hago por pura inercia, a mí me faltará el consuelo; en algún rincón recóndito, profundo, de nuestro ser tienen que estar esas palabras; aunque nos duela, debemos hacer el esfuerzo de encontrarlas. No hacer ese esfuerzo nos rebaja como humanos.

22 jul 2011

Planes de contingencia frente a los zombis, de Kelly Link

Hermano Cerdo publicó ayer una nueva colaboración mía en forma de traducción. En esta ocasión se trata de un cuento de la norteamericana Kelly Link, titulado ‘Planes de contingencia frente a los zombis’. Se trata de una narración muy peculiar: Link le imprime un ritmo firme pero no acelerado, y sin duda es el protagonista, El Jabones, el que tira del hilo narrativo.

El título resulta un tanto engañoso, pues realmente la historia no va de zombis. Y tampoco la primera oración ayuda mucho al lector a situarse en la verdadera trama del cuento: ‘Este es un cuento que trata de cuando uno se pierde en el bosque.’

Kelly Link ha recibido varios premios por sus cuentos, entre ellos el World Fantasy Award. Vive en Northampton (Massachusetts) con su familia, y junto a su marido, Gavin J. Grant, dirige la editorial Small Beer Press, además de jugar al ping-pong.

Link sitúa su historia en una casa de una familia acomodada, donde están dando una de esas fiestas de verano en las que la gente se mete en la piscina, o se tumba en el césped a disfrutar del frescor que trae la noche. Alguien que no ha sido invitado se cuela en la fiesta y hace amistad con la hija de los propietarios. Y no te cuento más: solamente te invito a leerla en la revista de los campeones, Hermano Cerdo. Por supuesto, puedes también leer o descargarte el texto del cuento original en inglés.

9/12/2019. Mientras la Piara arregla el tema de la revista, que está offline por ahora, si quieres leer la traducción del cuento de Kelly Link, mándame un correo (enlace de Contacto a la derecha) y con gusto te envío un PDF, totalmente gratuito, por supuesto.

5 jul 2011

‘Huellas’ de Jane Goodall, el Premio Calibre de ensayo de 2009, en Hermano Cerdo

Acaba de aparecer mi última colaboración con la revista Hermano Cerdo. Se trata de la traducción de un ensayo, titulado ‘Huellas’, cuya autora es Jane Goodall, de la Universidad de Western Sydney. Goodall explora el tema de la creciente presión del ser humano sobre el planeta, y plantea preguntas que cada uno de nosotros debe hacerse, en tanto que todos somos socios de esa inmensa corporación socio-financiera y altamente consumista llamada humanidad. Las respuestas no son fáciles, y en muchos casos puede que resulten algo penosas. O quizás no: allá cada cual con su sistema de principios éticos (si es que contamos con uno).

Un breve extracto de ‘Huellas’:

“La pregunta crudamente sencilla que subyace en el candente asunto de la sostenibilidad es: ¿podemos parar? No es: ¿podemos hacer que dure esto o aquello en nuestros sistemas de abastecimiento de energía y materias primas? sino ¿podemos parar, nosotros la raza humana, con todas nuestras necesidades y deseos y ansiedades y problemas?”

El dilema está servido: ¿tenemos el deber moral de detener el progreso, tal y como lo conocemos?

En mi opinión, y tras haberlo traducido, ‘Huellas’ es un escrito tremendamente revelador, sin provocaciones gratuitas ni estridentes. Está magistralmente estructurado. Es una de esas piezas que lees y te hace pensar, y además te entran deseos de haberla escrito. ‘Huellas’ es una exposición de ideas muy lúcidas, que alcanza unas conclusiones tan valientes como preocupantes. La versión original del ensayo, en inglés, puedes descargártela en formato PDF desde la web de la revista Australian Book Review.

Aprovecho asimismo este post para celebrar que la nueva web de Hermano Cerdo ya está en marcha: la nueva y ambiciosa etapa de la revista promete mucha buena literatura, muchos análisis y comentarios de interés para el lector. No dejes de visitarla: el enlace está también en la sección de sugerencias, a la derecha de la página.

1 abr 2011

El ensayo como hackeo, de Ander Monson

Entra porque se halla frente a una puerta, y resulta que está cerrada.

Ayer apareció en Hermano Cerdo (haz clic aquí) mi segunda colaboración con la revista. Se trata de la traducción de un ensayo del norteamericano Ander Monson, titulado ‘El ensayo como hackeo’, que fue publicado originalmente en 2009.
La historia personal de Monson tiene algunos aspectos muy singulares; resulta bastante interesante. En el ensayo explica él mismo un poco sus circunstancias. ‘El ensayo como hackeo’ es una lectura muy sugestiva: Monson te invita a pensar, cosa un tanto aventurada en estos tiempos que corren.
Reproduzco un extracto que, pienso yo, tiene un gancho especial:
‘Estamos rodeados de hackeos. El mundo está hecho de ellos, de ingeniosidades. De respuestas técnicas a problemas específicos, lo que equivale a decir que el mundo está compuesto de diseños. El ensayo es uno de ellos, una tecnología readaptada en cualquier situación dada para solucionar una clase de problema, uno que no sabe que está destinada a resolver hasta el momento que lo resuelve. Es una exploración; cumple la función de arte, caminando en aguas más lóbregas.’
Espero que te resulte estimulante y te apetezca leer el resto. Si prefieres leerlo en el original inglés, puedes encontrarlo aquí.

Actualizado el 2 de mayo de 2020: Como Hermano Cerdo ha pasado al purgatorio de las revistas digitales, si has llegado aquí porque te interesa el texto completo del ensayo traducido al castellano, mándame un correo a la dirección de contacto que encontrarás a la derecha.

9 mar 2011

Primera colaboración con la revista Hermano Cerdo


Hermano Cerdo

Primera colaboración con Hermano Cerdo

Cuanta más cerrazón mental e intransigencia política y moral parece uno encontrarse entre los miasmas que surgen de la TV y la prensa convencional, más empeño parece tener uno por soltar unas metafóricas amarras. Los horizontes se abren, las miradas se amplían, y como consecuencia de todo ello, nacen lazos de colaboración y deseos de contribuir a hacer de este mundo un lugar un poco más agradable.

¿Que a qué viene todo esto? Pues porque acaba de aparecer mi primera colaboración con la revista de literatura Hermano Cerdo. Hermano Cerdo dice ser “una revista en español de literatura y artes marciales de regularidad variable, editada en línea y de circulación gratuita. Cuenta con colaboradores en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Perú y República Dominicana. Su primer número salió a la luz en marzo de 2006.” Imagino que algún día añadirán Australia, pero por mí, no hay ninguna prisa.

Esta primera colaboración es la traducción al castellano de una narración breve (o cuento) de la australiana Maria Takolander, ‘The Roānkin Philosophy of Poetry’, que fue galardonado recientemente con el 1er Premio de la revista Australian Book Review.

Si quieres leer el original en inglés de Maria Takolander antes de emprender la lectura de la traducción al castellano (lo cual te recomiendo), puedes encontrarlo aquí: http://www.australianbookreview.com.au/competitions/short-story-competition/175. Maria Takolander es profesora de Estudios Literarios en Deakin University, Geelong.

La versión en lengua castellana puedes encontrarla aquí: http://hermanocerdo.anarchyweb.org/index.php/2011/03/la-filosofia-poetica-de-roankin/. La verdad (y no exagero un ápice) es que me divertí bastante traduciéndola. Por cierto, mi más sincero agradecimiento a Maria.

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