Sonali Deraniyagala, Wave (Nueva York: Alfred A. Knopf, 2013). 228 páginas.
La ficción permite que surja la coincidencia, mas en la
vida real la coincidencia puede dar pie a preguntas a las que volvemos una y
otra vez, y de las cuales el pluscuamperfecto de subjuntivo es su incontestable
expresión sintáctica. Esas preguntas que comienzan por ‘¿Y si… ?’ adquieren su
dimensión más conmovedora en los relatos personales, pero dentro de la ficción
tales preguntas hipotéticas resultan bastante inservibles. Por poner un
ejemplo, nadie se hará nunca esta pregunta: ¿y si los protagonistas de la
brillante novela Questions of Travel, galardonada con
el Premio Miles Franklin de 2012, de Michelle de Kretser, no se hubieran
conocido?
Por otra parte, las memorias y los relatos objetivos de
experiencias personales permiten a los lectores relacionarse con dichos textos
de modos que la ficción nunca puede permitirnos. Hay una cierta crudeza en los
textos autobiográficos, una afirmación franca y escueta de sentimientos no
mediados, la cual no queda enmascarada por las palabras. Es esta poderosa
declaración lo que les otorga un valor al que ninguna obra de ficción puede
aproximarse. Su emoción, su veracidad, pueden extenderse mucho más allá de lo
literario y tocar en nosotros un nervio muy diferente.
Sin duda alguna, el lector recordará las imágenes del tsunami
que afectó a las costas orientales de Japón en 2011. Recordará también esa
lengua negruzca del agua, que a la carrera penetraba en la tierra y devoraba y lo destruía todo a su paso. No es tan difícil establecer una conexión entre esas
imágenes y las numerosas, terribles historias de dolor y desesperación personal
que causó esa catástrofe. En mi caso, habiendo visto surgir entre mis pies esa
lengua negruzca, mientras corría tratando de escapar de ella, en la isla de Samoa el 29 de
septiembre de 2009, las imágenes japonesas de marzo de 2011 fueron un
recordatorio intensamente desagradable del evento que se llevó la vida de mi
hija Clea. Como en el caso de Sonali Deraniyagala, a pesar de su horror (‘Por
más que me horrorizan, quiero ver la maldad de esa agua negra a medida que
desmorona ciudades enteras a su paso. De manera que fue esto lo que nos atrapó,
pensé’ [p. 202]), las imágenes televisivas me tuvieron paralizado.
Sonali perdió a su marido Steve, a sus dos hijos, Vikram y
Malli, y a sus padres la mañana del 26 de diciembre de 2004. Nacida y criada en
Sri Lanka, Deraniyagala estudió economía en Cambridge y en Oxford, se casó con un londinense
del East End de alto nivel
educativo y de muy amplias miras, y dio a luz a dos preciosos niños. La pareja
siempre había acordado que Sri Lanka debía ser un segundo hogar para la
familia, de modo que cada vez que podían, allí se desplazaban, y pasaban tiempo en Colombo
o, como preferían ellos, en el Parque Nacional de Yala. Esa mañana planeaban marcharse, unas horas más tarde, del
hotel en el que estaban alojados, pero el océano Índico
los atrapó, como a tantísimos otros, aquel aciago día.
Wave narra su historia, o mejor dicho, sus
dos historias, tan poderosamente interconectadas que no es posible disociarlas. Después
de que el tsunami golpeara y volcara el jeep en el que intentaron escapar, de
algún modo Sonali pudo agarrarse a una rama de árbol en medio de ese caos, repleto
de escombros y restos flotantes, en que se convirtió la laguna cercana a la playa. Fue
rescatada, y la llevaron a un hospital. Había perecido toda su familia, además
de su amiga Orlantha, que se había alojado en el mismo hotel. A medida que
pasaban los días se desvaneció toda pequeña esperanza que había de encontrar a
miembros de la familia entre los heridos y desplazados.
No hay sentimentalidad alguna en su comedido relato de
las horas posteriores a la catástrofe y los días que siguieron. La conmoción,
el terror, el infinito vacío que el tsunami había abierto en su vida, nos son
relatados con una franqueza sencilla, extraordinaria pero terrible: ‘¿Era de
verdad, lo que había sucedido, toda esa agua? En mi mente arrasada no sabía
distinguirlo. Y lo que yo quería era seguir en la irrealidad, seguir sin
saberlo’ (p. 16).
Tampoco hay autocompasión alguna en las páginas que
narran los meses y años posteriores. De cómo se encontraron finalmente los
restos de sus dos padres, de los dos niños y de Steve: ‘A Steve y Malli los
identificaron cuatro meses después de la ola’ (p. 47). O de cómo ella se retiró
del mundo y quedó bajo la vigilancia constante de parientes y amigos: ‘A veces
me obligaba a entrar en la cocina – quizás me pueda cortar las venas – pero
alguien se acercaba sigilosamente por detrás. Además, habían escondido todos
los cuchillos’ (p. 43-4). O de cómo cedió finalmente al alcohol (y a las
pastillas) después de rehusarlas en un principio:
Tenía miedo de que oscureciera la verdad de lo que
había sucedido. Tenía que estar alerta. … Entonces, de repente, cada noche terminaba emborrachándome. Media botella de vodka había caído a las seis de la tarde, me
daba igual que me quemara el estómago. Luego vino, whisky, lo que fuera, lo que
pudiera encontrar en la casa. Bebía de las botellas, sin darme tiempo a tomar un vaso. (p. 53)
Cuando finalmente se vio capaz de salir de la casa de sus
parientes en Colombo, Sonali regresó a la casa de sus padres, ese hogar lejos
del hogar, ahora vacío, en la que sus hijos habían pasado muchos momentos felices. El vacío la rodea, y también la ha ocupado a ella, de modo que busca a
su familia allí, tratando de obtener algún sentido de sí misma: ‘en esta
quietud, tan estéril en medio del olor a barniz y pintura, iba a la caza de vestigios
de nosotros’ (p. 66). Cuando su hermano decide alquilarla, comienza a acosar a
la familia holandesa que ya se había mudado a la casa. El dolor, lógicamente, se
había apoderado de su mente desesperada: ‘es la casa, lo que me aferra a mis
hijos. Me dice que eran de verdad. Tengo que acurrucarme dentro, de vez en
cuando. Pero mi hermano no podía comprender nada de eso’ (p. 77).
Regresó a la playa de Yala, a los restos del hotel, buscando
de forma obsesiva algo que en el fondo sabía que nunca iba a encontrar, y sin
embargo, sentía su atracción. ‘Polvo, escombros, vidrios rotos. Eso era el hotel.
Había quedado apisonado. Ya no quedaba ninguna pared en pie, era como si las
hubieran cercenado a ras de suelo’ (p. 70).
Deraniyagala volvió a Londres en 2006. Llevaba casi dos años
fuera del país. Pero le costó casi dos años más volver a atravesar el umbral de
la puerta de su casa, volver a entrar en su vida anterior, la que tenía sentido.
Allí ve el trozo de pirita que Vikram había comprado en el Museo de Ciencias el
fin de semana, antes de salir rumbo a Sri Lanka:
No puedo fijar la vista en ninguna de las cosas que
hay en este cuarto de juegos, pero el oro de tontos, eso sí puedo verlo. Y sus dos mochilas rojas, del colegio, colgadas como siempre del pomo de la puerta. Tomo la roca y la aprieto con fuerza en el interior de la palma de mi mano. Pero las
mochilas no puedo tocarlas, cada una de ellas es un escalpelo. (p. 95)
La vida que antes era la suya en esa casa, la vida que
solía apuntalar su ser, se ha desvanecido. Pero el pasado sigue presente:
Cuando me echo en la cama, nuestra cama, la fuerza de
su ausencia me asalta. No se han cambiado las sábanas desde que Steve y yo
dormimos aquí por última vez. No he sido capaz de obligarme a cambiarlas, y por
eso me paso la noche estornudando. […] En la almohada de Steve, esa almohada
que su cabeza no ha tocado en casi cuatro años, hay una pestaña. (p. 105)
Hay algo de bueno y de tranquilizador en saber que sus
amigos acudieron en su ayuda y le prestaron su apoyo, sin condiciones. Por conversaciones
que he tenido con otros padres cuyos hijos han muerto, parece que no es inusual
que esos padres en duelo se encuentren rodeados de un muro de silencio. El dolor
en carne viva puede resultar algo extremadamente difícil de negociar.
Sería una injusticia para Sonali considerar que este
relato asombrosamente sincero y directo sea algo con lo que busque incomodar
al lector. Sonali no busca turbar, porque nadie podría estar más desquiciada
que ella. Se necesita ser muy valiente para escribir lo que ella ha
escrito, y de la manera tan directa que lo hace. Mas no olvidemos que también
se necesita ser un lector valiente. Wave nos recuerda los horrores
personales que hay detrás de las tragedias masivas, pero debería pasar a la
historia como un valeroso tributo a su esposo, Steve, y a sus dos hijos, Vik y
Malli.
Como lector, no puedo sino agradecer la forma en que Sonali
logra darles vida a sus hijos y a su esposo a través de sus palabras. A pesar
de su dolor, de su desesperación ineludible, Wave traza su viaje, un
viaje increíblemente doloroso, desde un estado muy cercano a la locura a una especie
de normalidad; ese es un viaje con el que los padres que sufren ese dolor podrán
sin duda identificarse.
Como sociedad deberíamos saber aceptar a los que
sufren una pérdida personal. Perpetuar el malentendido (¿quizás sea un mito?) de
que ‘El dolor es un estado aterrador, y en su manifestación extrema es como el
sol: es imposible mirarlo directamente’, tal como hace Teju
Cole en su reseña de Wave, no supone un gran apoyo para los que sufren ese
dolor. Puede que la imagen que emplea Cole suene apta, y hasta puede que sea
hermosa; pero el duelo no deja de ser un sentimiento humano, y como tal es algo natural.
¿Por qué debiera aterrarle a nadie?
Esta reseña apareció inicialmente en lengua inglesa en el número 1, volumen 6 (noviembre 2013) de la revista Transnational Literature. Puedes encontrarla (en inglés, en PDF) aquí.