31 dic 2024

Reseña: Ghost Species, de James Bradley

James Bradley, Ghost Species (Australia: Penguin Random House Mondadori, 2020). 272 páginas.

En un artículo que publicó ayer The Guardian Australia, recordando los pavorosos incendios que asolaban Australia hace ahora justamente cinco años, Bradley vaticina: «Si queremos de verdad sobrevivir en las próximas décadas, nos harán falta esa amabilidad [la de los voluntarios que ayudaron en mitad de ese desastre] y la capacidad de reconocer el interés que compartimos en poder construir un futuro mejor» (mi traducción). Los cielos ennegrecidos y el acre olor a humo de aquellos días de finales de 1999 (en la parte de Canberra donde vivo la Nochevieja de 1999 una enorme nube de humo procedente de Levante nos dio la ‘bienvenida’ al año nuevo) aparecen también en esta novela del escritor de Adelaida.

La tesis central de Ghost Species es ciertamente fascinante: ¿Sería posible (y deseable) reintroducir especies extinguidas (mamuts o mastodontes, por ejemplo) en determinados ecosistemas de la tundra rusa y canadiense con el fin de que jueguen un papel preponderante en la captura del carbono cuya acumulación acelera el proceso de calentamiento global? Y ya puestos: ¿Se podría hacer reaparecer a la especie humana Neandertal, que convivió con Homo sapiens hasta su extinción hace unos 40 000 años? ¿Serviría para detener la destrucción del planeta en la que —ya casi nadie medianamente inteligente lo duda— estamos inmersos?

¿Un posible salvador? Modelo de un individuo adulto de Homo neanderthalensis en el Museo de Historia Natural de Viena. Fotografía de Jakub Hałun.
Davis Hucken, presidente de una fundación que busca revertir los efectos devastadores del cambio climático, recluta a una pareja de científicos, Kate y Jay, para que lleven a cabo un proyecto secreto. El proyecto es recrear la especie Neandertal en un lugar recóndito de Tasmania. Tras superar todas las trabas técnicas que entraña una misión tan difícil, nace una niña neandertal a la que bautizan (qué otro nombre podía tener) como Eve.

Pero Kate ha tenido sus reservas respecto al proyecto desde el mismo en que firmó el contrato. Angustiada por el hecho inevitable de que la niña será siempre objeto de una curiosidad insana y cobaya de laboratorio, Kate se la lleva de las instalaciones de la Fundación y la cría como si fuera su propia hija. Es esta relación tan humana y natural (madre e hija) la que explora Bradley y la que sostiene la novela.

Pese a que la Fundación descubre pronto donde se ocultan Eve y Kate, pasan los años y la niña se convierte en una joven mujer que crece en un mundo en proceso de destrucción y en mitad del colapso social que conlleva. Eve se enfrenta a la desconfianza y la sospecha de los humanos, cuando no el odio visceral, con entereza y dignidad.

Cuando Kate muere, Eve se traslada a una comuna donde sobrevive en compañía de otros jóvenes hasta que una banda de malhechores armados irrumpen con violencia. Tras esa desgracia, Eve descubre cierta información que le abre un horizonte harto inverosímil: ¿Hay otros miembros de su especie en el mundo?

Ghost Species es una novela que nos enfrenta a múltiples dilemas morales. Cabe preguntarse qué posibles soluciones hay a nuestro alcance, pero también qué otras vías pueden ser inevitables. Y ante todo, Bradley pone el acento en la bondad como elemento humano que puede ayudarnos a construir un futuro mejor. Puede que Bradley peque de optimista.

28 dic 2024

Reseña: Juice, de Tim Winton

Tim Winton, Juice (Australia: Hamish Hamilton, 2024). 513 páginas.

En lo que representa una aparente desviación en ya larga su trayectoria literaria, el australiano Tim Winton nos ha regalado en 2024 una inquietante novela que se puede describir como distópica, situada en un lejano futuro en el que los humanos que sobrevivieron a diferentes épocas (entre ellas, una conocida como el Terror) han de sobrevivir a veranos infernales viviendo bajo tierra. La vida, tal como la conocemos ahora, ha cambiado irremediablemente: la producción de alimentos ha de realizarse en sótanos. Existen todavía pequeñas comunidades dentro de Asociaciones en las que el trueque ha renacido, pero la idea del estado como sistema político ha dejado de existir.

Juice comienza in medias res: el narrador y una niña pequeña que lo acompaña parecen estar huyendo de algo o alguien en un vehículo que se alimenta de energía solar. Tienen que cruzar una gran extensión de tierra calcinada por incendios. El paisaje es absolutamente desolador y aterrador. Han de protegerse del sol y de la ceniza que flota en el aire. En su huida hacia adelante llegan a un viejo campamento minero donde un hombre solo armado con una ballesta los captura y los obliga a bajar a un pozo en el que ha construido una celda.

Presionado por la sospecha de que el cazador lo mate en cualquier momento y se quede con la niña, el narrador sin nombre empieza a contar la historia de su vida. Huérfano de padre, el chico aprendió de su madre a sobrevivir cultivando verduras, obteniendo miel y huevos, aprovechando la tecnología para lograr agua dulce en un lugar remoto de la costa de Australia Occidental. Hasta que un buen día descubre que el mundo en el que vive no fue siempre un lugar desértico, infernal e infértil, sino que hubo un tiempo, antes del Terror, las numerosas guerras y la muerte masiva de personas a causa de las condiciones que acarrea la catástrofe climática global.

Vista del cañón Charles Knife en el Paque Nacional Cape Range, cerca de Exmouth, Australia Occidental. Fotografía de Joshua Tagicakibau.

Cuando averigua que durante muchas generaciones se supo lo que estaba ocurriendo y que hubo quienes se beneficiaron económicamente del desastre, no es de extrañar una reacción normal en la juventud: rebelión. Entran en contacto con él personas que pertenecen a una organización secreta que se hace llamar el Servicio. La misión del Servicio es ajusticiar (curiosamente, utilizan la palabra acquit, i.e., absolver o exonerar) a los descendientes de los directores y propietarios de las corporaciones que causaron el desastre. Los nombres de esas grandes empresas contaminantes forman parte de una especie de himno que los miembros de los escuadrones de la venganza cantan para darse ánimos antes de completar una misión.

De manera que el narrador ha llevado una doble vida durante años. En la comunidad donde vive finalmente conoce a Sun, veterinaria llegada de la ciudad en esa región. Se casan y tienen una hija, pero él continúa plegado a las exigencias del Servicio, viajando en numerosas ocasiones a diversas partes del mundo a cumplir sus misiones de venganza. Finalmente la situación se hace insostenible para Sun, que desaparece de su vida para siempre, con la hija de ambos.

En su narración, el fugitivo abarca todo el tiempo que la especie humana ha estado en el planeta: habla de 60 000 años de señales de comunicación humana en el interior de cuevas, de restos de hogares y conchas, de vestigios de la presencia humana en el paisaje.

Un destino. Vista satelital de la Península del Cabo Noroeste, con el Parque Nacional de Cape Range y el extenso arrecife Ningaloo, visible en azul junto a la costa. Por la descripción que hace Winton en Juice, este es el lugar donde crece el protagonista.

La palabra juice es parte del código léxico de la novela, y es de hecho una palabra favorita de Winton. Ya la empleaba en Dirt Music para referirse al combustible, pero en esta novela es clave. Representa la energía que precisa cualquier instrumento o vehículo para funcionar; también es la fuerza moral que empuja al protagonista a seguir adelante en un mundo tan hostil como el que le ha tocado vivir.

Juice me ha hecho recordar otra novela reciente, Ministry for the Future, de Kim Stanley Robinson, en la que propone una agencia supranacional con las herramientas necesarias para hacer cumplir ciertos objetivos. En Winton, sin embargo, la motivación es un castigo vengativo en contra de los herederos de quienes causaron una catástrofe que no es accidental.

Otro elemento cardinal en el contexto distópico que describe Juice es la aparición de unos seres, similares a los androides (sims, es decir, simulacra), poseedores de una brújula moral que los empuja a lograr la libertad. Para el narrador protagonista, únicamente la cooperación con esa suerte de criatura híbrida redundaría en la supervivencia de los humanos.

Una novela que captura al lector y que derrama importantes ideas en medio de muy variadas referencias intertextuales (Shakespeare aparece con frecuencia), contada por una voz narradora con ecos del Jaxie de The Shepherd’s Hut, esa voz lacónica habitual que tan bien identifica a los personajes masculinos de Winton.

Así comienza Juice:

«De modo que conduzco hasta el alba y únicamente me detengo cuando la llanura se ennegrece y entre nosotros y el horizonte no hay otra cosa que escoria y cenizas.
Paro el vehículo. Bajo la pantalla lateral. Afortunadamente, el aire del sur está quieto esta mañana, y ese es el único golpe de suerte que hemos tenido durante días. Sé lo que el viento hace con un viejo terreno calcinado. En mitad de un vendaval, las cenizas te llenan los pulmones en cuestión de minutos. He visto a camaradas que se ahogaban estando de pie. He trepado las hozadas que formaban sus cadáveres.
Me tapo bien la nariz y la boca con la bufanda. Me cuelgo las gafas al cuello. Abro la puerta de golpe y desciendo. Pruebo la superficie lo más delicadamente que puedo. Me llega hasta los tobillos. En el peor de los casos, hasta la espinilla. No se oye ningún sonido aquí, excepto el zumbido de los motores de nuestro vehículo.
Quédate ahí, le digo.
Sé que está despierta, pero la niña, desplomada en un rincón de la cabina, no se mueve. Me muevo con cautela hacia atrás para inspeccionar el remolque. Está todo asegurado todavía, como debe ser (la máquina de hacer agua, el agua, los contenedores y los cacharros), si bien los recientes días a la carrera han causado un desbarajuste en las verduras. Las hojas comestibles las ha quemado el viento, pero en general las pérdidas son asumibles. Abro el tanque y lleno la cantimplora. Entonces, con las gafas puestas, oteo los aledaños hacia el oeste. Ninguna columna de humo, ningún movimiento. No hay riesgos.
Trato de limpiar el polvo de las películas y los paneles con el dedo, pero es inútil. En apenas un par de minutos todas las superficies de generación quedarán otra vez forradas de ceniza. Solamente necesito que las turbinas dispersen un poco de jugo para que podamos llegar al otro lado.
De vuelta en la cabina, les meto un buen porrazo a las botas con los tacones contra el escalón y entro. No se ha movido, y no termino de entender por qué eso me alivia y me irrita a la vez.
Estamos bien, le digo. Vamos a lograrlo.
Ella contempla el ancho y el largo de la tierra chamuscada.
Este lugar, le digo. Hubo un tiempo que todo eran árboles. Una vez lo pasé volando. Cuando era joven.
La niña parpadea, inescrutable.
Era interminable. Árboles por debajo nuestro durante horas. Y cómo olía… De verdad, te apetecía comerte el aire.
Ella mantiene su silencio.
¿Has volado alguna vez?
Nada.
Se que has estado en alta mar. Pero me preguntaba si habías estado alguna vez en una aeronave.
Ella se mueve un poco e inclina la cabeza contra la pantalla lateral.
Es algo alucinante, de verdad.
No ofrece señal alguna de estar interesada. Se recuesta y deja una mancha de pasta solar en el cristal.
Pero una vez solamente, le digo, me hubiera gustado volar por el placer de hacerlo, y no porque estuviera de camino a algún lugar horrible.
Aparece el sol. Derretido. Despatarrado en los bordes. Licuándose ante nosotros como un dirigible en llamas. Hasta que se levanta. Se libera de todas las comparaciones para luego convertirse en su esencia inconfundible. Algo tranquilizador. Y terrible.
Hablo demasiado, proclamo. ¿Y tú? Nunca dices ni pío. Hubo un tiempo que yo nunca decía lo suficiente. Eso me decían.
La niña no me regala nada.
Sé que me oyes. Que me sigues el idioma.
Ella restriega el cristal y lo que consigue es untarlo con más grasa en lugar de quitarla. 
Escúchame, le digo. Esos hombres de antes, los perdimos de vista. No viene nadie a por nosotros. Tenemos que cruzar esta ceniza esta misma mañana. No va a ser grato. Pero al otro lado de esto, habrá tierra lozana. Nos moveremos y seguiremos acampando de la misma manera que lo hacíamos antes. ¿Vale? Hasta que nos agenciemos un emplazamiento. Habrá algún sitio. Nos irá bien. 
La niña aleja la cabeza más todavía. Y cuando agarro la bufanda y le descuajo una larga tira, ella se vuelve al oír el sonido. El resto de la tela me la pongo por encima de la nariz y la boca y la amarro alrededor del ala del sombrero. Y aunque ella se encoja asustada, no se me resiste cuando hago lo mismo para ella. Le queda todavía un poco de sangre reseca en la frente, en el lugar donde se golpeó contra el salpicadero. Por encima de la máscara, sus pálidos ojos azules parecen más luminosos.
Ya está, le digo. Al menos corta el hedor un poquito. Una día limpiaremos a fondo esta cabina. Y créeme que tú no te limitarás a mirar. Bueno. ¿Estás lista? Aquí tienes, agua. Comeremos cuando lleguemos al otro lado.
Levanto la pantalla lateral y pongo el camión en marcha. Nos movemos lo bastante rápido como para ir avanzando, pero lo bastante despacio para evitar levantar una ventisca de cenizas.
Seguimos adelante, hora tras hora, cruzando una tierra tan negra como el cielo nocturno, atravesando un firmamento caído salpicado de erupciones de cenizas blancas y manchurrones de un tizne lechoso.
El vehículo se tambalea y bambolea pero sigue adelante hasta que entra en marcha la batería de reserva. Y entonces, a medida que el sol del mediodía perfora las tinieblas, empiezo a ver colores nuevos: marrones, plateados, verduzcos y grises. El subidón de alivio que me da es casi enloquecedor.
Tan pronto llegamos a terreno solido dejo que la niña se baje para ir al privado. Parece que la libertad le dé energías. Aunque cuando termina, se resiste a que le meta prisas por volver al vehículo tan pronto. En ningún caso la maltrato, pero si la acorralo. Y le hablo con firmeza. Porque estoy cansado y sigo sin valer para este tipo de cosas. Y porque es verdad que tengo poner cierta distancia entre nosotros y la tierra incinerada. De manera que cuando finalmente nos ponemos en marcha, el estado de ánimo en la cabina está por los suelos, y me da mucha pena, pero enseguida tengo razones para alegrarme porque cuando las baterías se agotan llega de pronto una fuerte ráfaga de viento llega del sur y el vehículo se estremece sobre sus ejes.
Salgo de la cabina de un salto. La niña se baja. Le señalo, detrás nuestro, las columnas de suciedad en la distancia que se alzan en el cielo.
Fíjate, le digo. Nos podría haber tocado estar en medio de todo eso. Pero ya hemos salido y estamos de este lado contra el viento, ¿lo ves? Y eso no es que nos hayamos librado por los pelos. Es porque somos listos.
Extiendo la sombrilla con la manivela y coloco el juego de paneles.
La niña observa cómo las nubes de cenizas serpentean rumbo al norte. Conforme el viento gana en fuerza, las nubes se encrespan unas contra otras. Después me sigue hasta el remolque. Mira cómo reparto el puré. Me acepta el pote y la cuchara. En cuclillas y dándole la espalda al viento, se aparta las faldillas de tela del sombrero y come. Con avidez.
No podemos limitarnos a tener suerte, le digo. Tú y yo, tenemos que ser muy vivos.
Ya ha empezado a limpiar la sartencita con la lengua. Agarro la suya y le paso la mía, y mientras sigue comiendo, desanudo mi petate y lo extiendo al lado del vehículo. Luego bajo la colchoneta que he improvisado para ella. Lo desenrollo y lo pongo al lado del mío. No demasiado cerca, para que no se preocupe, pero lo bastante para poder vigilarla.
No hemos quedado sin fuerzas, le digo. Tanto la máquina como nosotras las criaturas. Venga, a dormir.
Se zampa el resto del puré, limpia mi sartencita con la lengua, también la cuchara. Se levanta, deja las dos cosas en la parte trasera del remolque y regresa; se sienta en su petate cruzando las piernas. Mira hacia el este, y el viento agita la coletilla de pelo que tiene.
Como quieras, le digo.
Y entonces me quedo dormido. Como un tronco.»

16 dic 2024

Rarotonga

Los dos archipiélagos que forman este país. La principal isla es Rarotonga, donde se encuentran el principal aeropuerto y el puerto y capital del estado, Avarua. La única isla que no entró en la foto es Mangaia, que queda al sureste de Rarotonga.
La mañana de los sábados el mercado de Punanga Nui es un hervidero de gente hasta el mediodía. A partir de las 12, prácticamente toda la actividad cesa en la isla, exceptuando los negocios dedicados al sector del turismo. Como en casi todas las islas del Pacífico, los domingos los locales acuden religiosamente a misa.  
La principal carretera en la entrada a Avarua a la altura del puerto. La vía da la vuelta a Rarotonga y se llama Ara Tapu. La velocidad máxima es 50 km/h. Se puede fácilmente completar el paseo completo de la isla en bicicleta en un solo día, pues el trayecto es completamente plano y siempre vas a tener la playa a mano izquierda si la recorres en el sentido de las agujas del reloj. Tambien alquilan bicicletas eléctricas.
El colorido de los pareu en Punanga Nui. La palabra es de origen tahitiano y se incorporó al español como pareo.
Escultura conmemorativa de la apertura del mercado.
El puerto de Avarua es pequeño. Los cruceros que se acercan a la isla no entran en él. Los pasajeros son transportados a tierra mediante lanchas y botes. Las Islas Cook importa la mayoría de sus productos de Nueva Zelanda.
Hay algunas diferencias entre la costa oeste (en esta imagen) y la costa este. Las dos están rodeadas de arrecifes de coral, pero en el levante hay lagunas de poca profundidad, un verdadero santuario natural. El fondo del mar en la costa oeste es más rocoso y por ello es mejor nadar con calzado.    
No es inusual avistar embarcaciones tradicionales junto a la playa o cerca del arrecife. 
Una vista vespertina de la costa este, con el islote Taakoka. Nadar, bucear o desplazarse en kayak de islote a islote, o practicar el paddle. O simplemente estarse totalmente quieto en el agua, observando la dinámica de grupo de los pececillos de coral.
El picudo o pez aguja (marlin) forma parte del patrimonio cultural y gastronómico de las islas. En la pesca deportiva de alta mar, este pez es un trofeo muy codiciado. 
Danza tradicional del fuego en el mercado Punanga Nui.

Vista del islote Oneora en la laguna de la playa de Muri, distrito de Ngatangiia.
Para alguien como yo que creció viendo el normalmente manso Mediterráneo, contemplar las olas que rompen espectacularmente sobre el arrecife es un regalo. Aunque lo acompañe siempre el recuerdo del terror del tsunami de este mismo océano que me quitó a mi hija en Samoa. 
Un diminuto y curioso lagarto en un café de Punanga Nui. No hay serpientes en Rarotonga, ni siquiera serpientes de mar.
Uno de los bares al lado de la carretera, el Roadhouse, que frecuentan sobre todo los jóvenes locales.
Taakoka
Koromiri
Si la bicicleta no es tu modo de transporte preferido, Rarotonga cuenta con un servicio de autobuses. Hay dos rutas: Clockwise y Anticlockwise. Ambas hacen el mismo recorrido pero en sentido contrario. El viaje cuesta cinco dólares neozelandeses (es la moneda oficial del país) y puedes adquirir un bonobús de diez viajes por 35. Son vehículos viejos y los asientos son pequeños (fueron donados por China), pero es la mejor manera de ver la isla.
La cervecería de Rarotonga atrae a los visitantes extranjeros. Aunque es más cara que las cervezas importadas, vale la pena probarla. Ayudas a la economía local. 
Un filete de wahoo con ensalada y batata frita.
La versión isleña del gin-tonic. Ginebra, jarabe de maracuyá, mucho hielo y hierba buena. Delicioso.
Delonix regia, árbol originario de Madagascar que recibe varios nombres en español, entre ellos flamboyán en las Islas Canarias. Este ejemplar sirve de cobijo a gallos y gallinas que trepan de rama en rama hasta alcanzar la copa.
Good night, roosters and hens! 

Un enorme mango cerca de Avarua.

Otro extraño árbol en las afueras de Avarua. 

11 dic 2024

Rarotonga Cross-Island Trail

Siempre me ha gustado cruzar islas a pie. Esta no es de las más fáciles. 

En una isla cuya área total apenas supera los 67 km2, este sendero es un reto recomendable para quienes no se conformen con las fantásticas playas que constituyen la mayoría de su litoral. El sendero cruza la isla de norte a sur. Tiene una longitud de unos 6 km y el punto intermedio es una masa rocosa que en la lengua local es conocida como Te Rua Manga. En inglés la bautizaron (absurdamente, agrego) como the Needle (la aguja).

Vista del interior de la isla desde la carretera litoral.

6 km no parecen muchos, esa es la verdad, y Te Rua Manga tiene una altitud de 413 metros sobre el nivel del mar. Básicamente, la mayor dificultad la plantean las fuertes pendientes que tiene el sendero y el hecho de que el terreno, muy húmedo, es extraordinariamente resbaladizo.

Uruau Road

Gallos y gallinas han colonizado toda isla, incluso el sendero. Cerca de Te Rua Manga viven varias gallinas y un par de gallos. 

Si comienzas en Avarua, el autobús que da la vuelta a la isla una vez cada hora te deja en la entrada al mercado de Punanga Nui. Hay que cruzar la calle y seguir por la bocacalle que se tiene a la derecha, Avatiu Road, que tras cruzar el arroyo del mismo nombre se convierte en Uruau Road. Al final de esta carretera, y tras dejar a la derecha la única central eléctrica de la isla, se halla el aparcamiento del sendero para quien quiera utilizar coche.

Selva impenetrable, excepto por el sendero.

La superficie del sendero: raíces, piedra y barro. 

El principio del sendero propiamente dicho desde el aparcamiento es una pista que, tan pronto se adentra en la densa selva tropical, se estrecha y se convierte en senda. El camino, en general, queda claramente identificado y hay además muchas marcas de color naranja, algunas pintadas y otras metálicas.

Monumento que conmemora a Pa Teuruaa, guía local. 

Para subir las fuertes pendientes que llevan a Te Rua Manga lo mejor es ayudarse de las muchísimas raíces de los árboles y de las ramas a ambos lados. Una vez alcanzado la entrada a Te Rua Manga, se puede subir a la cima mediante unas cadenas adheridas a las rocas. O se puede suponer que probablemente el lugar era sagrado para los habitantes originarios y limitarse a admirarlo.

Te Rua Manga

Detalle de la formación rocosa.

A partir de ahí comienza el descenso en dirección sur. Si el ascenso ya suponía un reto, la bajada hasta el mar no lo es menos. Si el sendero es de por sí resbaladizo porque en la parte central y montañosa de Rarotonga suele llover bastante, si está lloviendo (como fue nuestro caso el día en cuestión) la situación es mucho más problemática.

Vista hacia el oeste desde Te Rua Manga. Entre las nubes y la lluvia se puede divisar el océano. 

Por fortuna, hay toda una serie de cuerdas que ayudan mucho a bajar sin romperse la crisma. Hay que hacerlo de cara a la falda de la montaña. Una vez completado el descenso el sendero cruza una y otra vez el arroyo Papua. Conforme el sendero se acerca al mar, puedes admirar el grosor de algunos de los árboles que crecen cerca. El final te lleva hasta una pequeña catarata, donde es posible darse un chapuzón si apetece o almorzar si los mosquitos no te devoran primero a ti.

La selva cerca de Wigmore's Waterfall.

La catarata.

De la catarata Wigmore a la carretera hay apenas unos 500 metros, en una pista que deja a la derecha la perrera de la CISPCA (Cook Islands Society for the Prevention of Cruelty to Animals). El sendero se puede completar en unas 4 horas o incluso menos. No es recomendable para quien no tenga experiencia alguna de senderismo. Una vez en la carretera, esperas al autobús que te dejará donde quieras.

27 nov 2024

Resena: Smart Ovens for Lonely People, de Elizabeth Tan

Elizabeth Tan, Smart Ovens for Lonely People (Sydney: Brio Books, 2020). 249 páginas.

Hace ahora seis años que reseñé la novela Rubik de esta autora australiana residente en Perth. En su momento dije que Rubik era una especie de pasatiempo compuesto de muchas piezas que había que encajar igual que el cubo. De manera que tenía ganas de hincarle el diente a este conjunto de veinte relatos cortos. La decepción no puede ser mayor.

Los temas que trata Tan son muy similares a los de la novela: indaga en las inquietudes socioculturales de nuestra época, las imposiciones del tecno-capitalismo neoliberal y las absurdas tesituras que se plantean en torno a conspiraciones que los personajes se esfuerzan en principio por comprender y posteriormente por apartar de sus vidas.

Pero, personalmente, en su casi totalidad estos relatos me han dejado indiferente, y en algunos casos, completamente irritado, dado lo inanes que me resultan. De todos ellos, el único que salvaría de la hoguera es el que da título al libro: ‘Hornos inteligentes para gente solitaria’. Tras superar una crisis existencial no especificada, Shu recibe un horno de la marca ‘Neko’ (un horno hablante e ‘inteligente’) que, además de ayudarle a preparar comidas muy sanas y apetitosas, le hace compañía y le sirve de analista.

En cualquier caso, yo recomiendo emplear el tiempo necesario para su lectura en otros menesteres. Hay tanto que leer y el tiempo es finito.

26 nov 2024

Reseña: Beneath the Darkening Sky, de Majok Tulba

Majok Tulba, Beneath the Darkening Sky (Camberwell, Victoria: Penguin, 2014). 240 páginas.

El reclutamiento forzoso de menores para engrosar las tropas de grupos rebeldes o incluso ejércitos semirregulares es el tema central de este libro del australiano de origen sudanés Majok Tulba. El autor sufrió en carne propia la entrada de rebeldes en su pueblo, pero se salvó de convertirse en niño soldado por no tener la estatura suficiente. No era tan alto como un AK-47. A los nueve años huyó a Uganda.

En el caso de Obinna, el protagonista narrador de esta terrorífica historia, tanto a él como a su hermano se los lleva un grupo rebelde que asalta la población donde vivían con sus padres. El padre es brutalmente asesinado y las casas y almacenes completamente destruidos.

La narración del periplo de los niños y niñas robadas hasta el campamento de los rebeldes es un relato sobrecogedor por su crudeza. Para atravesar terrenos repletos de minas antipersona, el cabecilla del escuadrón de la muerte hace caminar a los más pequeños por delante del grupo. Obinna ve desaparecer a uno de ellos tras una explosión a pocos metros de él. Las humillaciones y vejaciones a que son sometidos son constantes.

Al estar narrada en primera persona y al mantener el punto de vista del niño inocente que, con el paso de los días, las semanas y los meses, se convierte en un sanguinario mercenario simplemente para poder seguir con vida, la narración funciona perfectamente. Su gradual transición desde la muda resistencia psicológica a la imposición de la violencia (su transformación en soldado) a la aceptación de su situación es incluso natural.

El carácter de su interacción con otros soldados, comandantes y las mujeres que son forzadas a servirles (en todos los sentidos) es una parte importante de la historia. A través de esos contactos e intercambios Tulba escribe el paso de la ingenuidad de la niñez de Obinna a la barbarie y la violencia de su vida como soldado rebelde.

A lo largo de toda la novela se destila el hecho de que existe un desprecio total e irracional por la vida de otros seres humanos, fundado en el absurdo de una hueca retórica política y un orden social militarizado, férreamente establecido mediante el terror, la tortura y el caciquismo. Nada nuevo bajo el sol, a decir verdad. No porque no lo veamos ni vivamos es menos cierto que siga ocurriendo.

El Kalashnikov o AK-47, desmontado. Foto de MoserB.

«Mi AK-47. Llevo el AK-47 en la sangre. Lo cuido del mismo modo que una madre cuida a su niño.

Saca el cargador. Ponlo a tu derecha. Tira hacia atrás, quita el cartucho cargado de la recámara. Coloca el cartucho que has quitado junto al cargador. Presiona el seguro de la tapa superior del receptáculo. Levanta y quita la tapa superior del receptáculo. Colócala a tu izquierda, por detrás. Empuja el resorte de retroceso hacia adelante. Levanta y quita el resorte de retroceso. Colócalo a tu izquierda, por delante. Sujeta el anclaje del pasador, tira de él hacia atrás y retira el anclaje del pasador. Colócalo a tu izquierda. Levanta la palanca del tubo de gas. Saca el tubo de gas. Colócalo a tu derecha, un poco más alejado.

Aplica lubricante al pasador del eje. Coloca el rifle delante de ti. Toma el paño de limpieza con la mano derecha. Coge el anclaje del pasador, límpialo con el paño. Vuelve a dejarlo a tu izquierda. Coge la tapa superior del receptáculo, límpialo con el paño. Vuelve a dejarlo a tu izquierda. Coge el resorte de retroceso, sujétalo con el paño. Limpia el resorte girándolo contra el paño. Vuelve a dejarlo a tu izquierda. Unta el paño con unas gotas de aceite. Coge el anclaje del pasador, pásale por encima el paño untado de aceite. Vuelve a dejarlo a tu izquierda. Coge el resorte de retroceso. Pásale el paño untado de aceite. Vuelve a dejarlo a tu izquierda.

Deja el paño. Coge el rifle. Coge el tubo de gas. Colócalo en su sitio y presiona. Baja la palanca del tubo de gas, asegúralo. Coge el anclaje del pasador. Deslízala hacia delante hasta que esté en su lugar. Coge el resorte de retroceso. Colócalo en su lugar, presiónalo hacia adelante, aprieta y asegúralo en su sitio. Coge la tapa superior del receptáculo. Coloca el extremo delantero en su sitio. Apriétala y asegúrala en su sitio. Carga todos los cartuchos en el cargador. Desliza el cargador en su compartimento. Tira del seguro hacia atrás.» (p. 165-166, mi traducción)

11 nov 2024

Reseña: The Last White Man, de Mohsin Hamid

Mohsin Hamid, The Last White Man (Londres: Hamish Hamilton, 2023). 180 páginas.

Abundan en esta época las grandes teorías “conspiranoicas” que individuos como el felón que ha sido elegido esta semana Presidente de los Estados Unidos alimentan con gran empeño pero sin evidencia alguna. Una de mis “favoritas” es la llamada Le grand remplacement, según la cual, y parafraseo Wikipedia, la población blanca cristiana occidental está siendo sistemáticamente sustituida por personas de otras razas no europeas​ a través de un proceso que comprende, entre otros factores, la inmigración y el desplome de la tasa de natalidad de las poblaciones de los países ricos de Occidente. Como si las grandes migraciones de la población blanca occidental de los siglos XVIII, XIX y XX nunca hubiera ocurrido. En fin.

Esta nouvelle de Hamid plantea esa situación en la forma de una (¿impertinente? ¿inquietante? ¿absurda? Elige el adjetivo que prefieras, o incluso los tres) alegoría, comenzando por el día en que uno de los dos protagonistas, Anders, descubre al despertar que ya no es blanco, que su piel ha oscurecido y que, por lo tanto, ya no pertenece al grupo étnico que hasta ese momento se identificaba como dominante.

Su primera reacción es violenta: le gustaría matar la imagen de sí mismo que contempla, atónito, en el espejo. Incluso el gerente del gimnasio donde trabaja le comenta que, si fuera su caso, hubiera puesto fin a su vida. Luego está la reacción de su amiga, Oona, que acepta el cambio del color de piel de Anders con bastante entereza. El padre de Anders padece una especie de shock y la madre de Oona se declara completamente horrorizada.

Con una estrategia deliberada que hace ambiguos tanto el lugar como la época en la que transcurre la novela, Hamid pone en primer plano las cuestiones de la pérdida de identidad, la confusión y el duelo que ese proceso causa en la población blanca, que paulatinamente desaparece. La violencia se apodera de las calles y las noches; nadie puede comprender por qué su ciudad y su país se han transformado en un lugar tan diferente, donde la gente de piel oscura empieza a ser el grupo étnico dominante a medida que, conforme pasan los días, son cada vez más las personas que, al despertar,  descubren que ya no son de raza blanca.

Mientras lo leía, me dio la impresión de que The Last White Man estaba originalmente destinado a ser un cuento, una narración breve que el autor transforma en novela. Hamid recurre mucho a la repetición de palabras, escribe párrafos en los que las oraciones se superponen unas a otras quizás para acentuar la idea inicial.

Y a modo de conclusión, cuando el último hombre blanco deja de serlo, se restablece una suerte de normalidad. Que cada cual saque sus conclusiones.

Edvard Munch, Liklukt [El olor de la muerte]: 1895.

«Ahora, el padre de Anders rara vez salía de su habitación, y en ella había un olor, un olor que
él podía ver en la cara de Anders cuando su hijo entraba y a veces él mismo podía olerlo, lo cual era extraño, como un pez que notase que estaba mojado, y el olor que podían oler era el olor de la muerte, la cual el padre de Anders sabía que estaba ya cerca, y eso lo asustaba, pero no estaba completamente asustado de sentirse asustado, no, él había vivido durante mucho tiempo con miedo y no había dejado que el miedo lo dominase, aún no, y trataría de continuar haciéndolo, continuar no dejando que el miedo lo dominase, y con frecuencia no tenía las energías para pensar, pero cuando sí las tenía, el pensamiento de lo que hacía que una muerte fuese una buena muerte, y su sensación era que una buena muerte sería aquella que no atemorizase a su chico, que el deber de un padre no era evitar morir delante de su hijo, esto era algo que un padre no podía controlar, sino más bien que si un padre había de morir delante de su hijo, debía de morir tan bien como pudiese, hacerlo de tal forma que dejase algo a su hijo, que le dejase a su hijo la fuerza para vivir, y la fuerza para saber que algún día él mismo podría morir bien, como lo había hecho su padre, y así, el padre de Anders se esforzaba por convertir su viaje final hacia la muerte en un acto de entrega, en un acto de paternidad, y no sería fácil, no era fácil, era casi imposible, pero eso fue lo que se propuso intentar hacer, mientras conservase el juicio.» (p.113-4, mi traducción)

29 oct 2024

Reseña: Old God's Time, de Sebastian Barry

 
Sebastian Barry, Old God's Time (Londres: Faber & Faber, 2023). 261 páginas.

Tom Kettle, policía retirado viudo, pasa ahora sus días mirando el mar desde un pisito anexo a un castillo en Dalkey, en el extrarradio de Dublín. Su único vicio son los cigarros y la curiosidad por la gente que observa desde su balcon. Se está acostumbrando a la soledad y añora las visitas de su hija y las cartas de su hijo médico, que se fue a trabajar y vivir a los Estados Unidos. Un día recibe la visita (un tanto intempestiva, pues ya anochece) de dos colegas de la Garda, Wilson y O’Casey. El motivo es que los detectives están investigando un caso no resuelto de la década de los 60 que implicó a dos sacerdotes católicos acusados de violar a niños y niñas bajo su cuidado. Las denuncias cayeron en el saco roto de la jerarquía católica, pero uno de los dos pederastas (a los que Kettle y su colega por entonces investigaban) murió en circunstancias nunca aclaradas; el otro ha decidido recientemente elevar gravísimas acusaciones en torno al caso. ¿Quién lo ajustició? ¿En qué circunstancias? ¿Recuerda Kettle algo del caso que pudiera haber olvidado u obviado?

Cliff Castle, en Dalkey, le sirve a Barry para darle a Kettle un lugar donde sobrevivir a la tragedia y mimar su tristeza en la nostalgia. Fotografía de William Murphy.

Revolver en el pasado siempre resulta ser algo complejo y difícil porque la memoria nos falla a todos. Barry plantea una narración íntima, adoptando siempre el punto de vista de Kettle, que recuerda cómo conoció a June, su mujer, y la confesión que ella le hizo durante la noche de bodas: había sido víctima de abusos sexuales de un sacerdote. Como tantísimos niños irlandeses en su época, también Kettle, huérfano de padre y madre, sobrevivió a los maltratos de su infancia y entiende perfectamente el ansia de justicia que tiene June.

En Old God’s Time, Barry aborda el tremendo efecto que los traumas pueden tener sobre la memoria. No es que quiera revelar nada del desenlace, pero la manera en que Barry gestiona el progreso de la narración hacia el final de esta novela es, en una palabra, magistral. Aunque Barry va dejando caer algunas pistas aquí y allí, la realidad del dolor y el sufrimiento por los que ha pasado Tom Kettle solamente se hace manifiesto después de más de ciento cincuenta páginas. Tom Kettle se ha quedado completamente solo en el mundo: no solamente ha perdido a June, también perdió a sus dos hijos en diferentes circunstancias, nada agradables.

No sorprende, pues, que Kettle viva en una especie de fantasía, rodeado de fantasmas propios y ajenos, de visiones desdibujadas y recuerdos diluidos por el paso del tiempo. Y tampoco debería sorprendernos, pues, que en el desarrollo de la novela existan contradicciones, cronologías alternativas que chocan entre sí, un pasado que, idealizado o no, aprieta las tuercas del presente en el que tiene que sobrevivir Kettle. Es, en definitiva, la historia de la relación de Irlanda con los crímenes de la Iglesia Católica, asunto que otros autores irlandeses han novelado. Por ejemplo, Emma Donoghue y su portentosa The Wonder.

Me queda claro que este es un autor al que de verdad vale la pena leer. Ya me lo había demostrado en Days without End. La tensión narrativa en el caso de Old God’s Time gira en torno a la cuestión de si fueron Tom y June los responsables de la muerte del sacerdote pederasta. Barry, por supuesto, deja ese cabo suelto. Que cada lector construya su propio desenlace.

Old God’s Time se publicó el año pasado tanto en castellano (Tiempo inmemorial, en Alianza Editorial, traducida por Laura Vidal) com en català (Temps immemorials, a l'Editorial Proa, amb traducció a càrrec d'en Marc Rubió).

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