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15 sept 2015

Reseña: The Shearers, de Evan McHugh

Evan McHugh, The Shearers (Penguin Books Australia, 2015). 292 páginas.
Hace un par de semanas, Chris el carnero perdido se convirtió en fenómeno viral global. A Chris lo encontraron en uno de los montes que rodean la vasta conurbación que se conoce como Territorio de la Capital Australiana, es decir, Canberra. Cargando sobre su cuerpo con más de 40 kilos de lana, Chris probablemente habría perecido de no haber sido encontrado y posteriormente esquilado.

Baa, baa, fat sheep, have you any wool? Fotografía de Temmy Ven Dange
Si has jugado alguna vez al billar o al tenis, quizás sepas que estás un poquito en deuda con las ovejas, si bien no necesariamente las australianas. Para la fabricación de tanto el tapete de la mesa de billar como del pelillo que cubre la goma de la pelota de tenis se utiliza lana de oveja.

Es bien sabido que hay muchísimas más ovejas que personas en Australia, aunque a veces me asalta la duda en torno a si algunas de las segundas tienen comportamientos más propios de las primeras. La importación de la raza merina procedente de Castilla fue una de las estrategias más exitosas de la colonización de las tierras de este continente. La oveja merina se adaptó perfectamente a las condiciones áridas y semidesérticas, convirtiéndose en fuente de riqueza para muchísimos granjeros desde finales del siglo XIX. Fue por eso que durante tanto tiempo se dijo que la fortuna de Australia (‘the lucky country’, la llamaban) iba montada en la espalda de las ovejas.

En The Shearers, Evan McHugh se centra especialmente en los hombres que extraen el producto (la lana) que todavía se exporta a todo el mundo. Es la historia de la Australia rural de la segunda mitad del siglo XIX y todo el XX desde la perspectiva de los esquiladores, y el libro es un sincero homenaje a los hombres que se partían (casi literalmente, como atestiguaba la encorvada espalda de mi suegro, quien durante muchos años trabajó como esquilador).

Click go the shears! Fotografía de Cstaffa
Es un dato harto interesante saber que en un principio, la esquila era manual y se hacía por medio de tijeras. No es de extrañar que una de las canciones más populares de la época (y que lo siguió siendo por muchas décadas) sea “Click Go the Shears”, que en el video que adjunto interpreta la inolvidable Olivia Newton-John. Hacia la última década del siglo XIX comenzaron a aparecer las primeras máquinas esquiladoras, que cambiarían para siempre la ocupación del esquilador y cómo se desenvolvían en los cobertizos o galpones de esquila.

Pocos Travoltas en el outback, methinks...

La vida de los esquiladores era muy dura: las distancias entre un lugar de trabajo y el siguiente podían ser enormes – McHugh menciona que en algunos casos, el esquilador se perdía en el outback y perecía de sed o hambre, o ambas cosas. Los conflictos laborales entre los propietarios de las estancias y los esquiladores fueron recurrentes. La lucha de estos por unas mejores condiciones de trabajo y por una remuneración acorde con el esfuerzo realizado afloró una y otra vez a lo largo de los años, resultantes en huelgas y boicots en distintos puntos del país.

Para poder trabajar de esquilador, es fundamental estar en una excelente forma física. Escribe McHugh: “La ciencia moderna del deporte ha investigado qué grado de estado físico deben tener los esquiladores y ha descubierto que se hallan en una misma liga que los atletas de elite. Por ejemplo, los esquiladores que totalizan unas 160 ovejas al día mueven cada uno de ellos el equivalente a 9 toneladas recorriendo una distancia total de 2 kilómetros. Empujan una herramienta de unos 2 kilos de peso a través del vellón al menos unas 5440 veces al día. Al hacerlo, queman unos 25.000 kilojulios diarios (un adulto medio quema unos 8.700). Resulta increíble que suden unos 9 litros de líquidos en cada uno de los turnos de esquila de dos horas de duración, o 36 litros en un día entero de esquila. Considerando que en el cuerpo de un varón adulto hay unos 40 litros de agua, el esquilador que no reponga líquidos y electrolitos corre un riesgo muy grave de morir deshidratado. Cabe añadir respecto a los esquiladores más rápidos, que esquilan unas 200 ovejas al día, que su consumo de energía corresponde al de los ciclistas que compiten en el Tour de Francia.” (p. 242-3, mi traducción)

Esquiladores en Queensland en 1898
McHugh señala en el libro la circunstancia histórica de la aportación australiana al esfuerzo militar inglés en las dos guerras mundiales. En ambas conflagraciones, Australia vendió a los ingleses la lana a un precio fijado de antemano en vez de aprovechar la fuerte demanda existente. En cambio, cuando los EE.UU. quisieron las mismas condiciones en los inicios de la guerra de Corea, el primer ministro por aquel entonces, Menzies, les respondió a los estadounidenses que tenían que pagar el precio del mercado. Los EE.UU. respondieron con el desarrollo de fibras artificiales, y el precio internacional de la lana se desplomó.

Una vez esquilada, la oveja baja por la rampa y se reúne con el rebaño. Fotografía de Jez Arnold.
The Shearers incluye un breve glosario de términos relacionados con la esquila y los esquiladores, además del listado y una breve semblanza de los esquiladores que han pasado a formar parte del Salón de la Fama de los Esquiladores, y la lista de los records históricos de la esquila de ovejas. Añado, como una intrascendente curiosidad, que en el año 2001, al menos durante un par de días, eché una mano como rouseabout, sin tener ni idea de que lo era (por rousie se entiende a un jornalero no cualificado que presta ayuda y limpia en el galpón). Puedo asegurar que el trabajo de un esquilador es más que duro. Sigo prefiriendo ver a las ovejas en forma de chuletas, asadas a la brasa y acompañadas de un buen tinto, por ejemplo, un shiraz del valle de Barossa.

28 ene 2013

Postales de Vietnam: 2

Los túneles de C Chi: escenario del horror


Uno de los tours más populares entre los turistas occidentales que pasan por Saigón es la visita a la zona en la que las guerrillas del Vietcong construyeron una laberíntica red de túneles desde la cual combatían a las tropas estadounidenses. El complejo está controlado por los gerifaltes locales del Partido Comunista vietnamita. El tour se inicia con la presentación de un vídeo, no exento de patrióticas soflamas, seguido del discurso de alguno de los cabecillas del complejo, que no dudan en emplear el humor y el sarcasmo al referirse a la guerra y a los eventos que tuvieron lugar en esa zona durante aquellos años. Al que yo escuché, nos explicó con orgullo que una de las mujeres que venden souvenirs en la tienda de recuerdos nació en los túneles, y “fíjense, qué guapa ha salido”.

El recorrido del complejo de C Chi te lleva a la entrada de un túnel, donde uno tiene la posibilidad de ver por sí mismo lo estrechas que eran las entradas y cuán perfectamente disimuladas las construyeron los guerrilleros.


El recorrido incluye la contemplación de diversas modalidades de trampas, que los guerrilleros colocaban en la selva o en los túneles. Las trampas son auténticos ingenios mortíferos, de una crueldad extrema. El soldado que cayera en una de ellas, o bien moría con enorme dolor y sufrimiento, o quedaba tullido o lisiado para el resto de sus días.




A lo largo del recorrido es posible ver también los cráteres que dejaron las bombas norteamericanas. El Vietcong, no obstante, era el epítome de la eficiencia militar: los restos de las bombas, explotadas o no, eran reconvertidos por los vietnamitas en granadas de mano o en obuses caseros.


Durante los varios años del conflicto bélico que los vietnamitas llaman 'la guerra americana', los guerrilleros vivieron la mayor parte del tiempo bajo tierra. Las condiciones eran naturalmente insalubres y extremadamente difíciles. Las enfermedades intestinales, una pobre nutrición y la malaria causaron estragos entre sus fuerzas – de hecho, en los túneles murieron más guerrilleros por causa de las enfermedades que por culpa de los ataques enemigos.

La red de túneles de C Chi se extiende por unos 120 kilómetros de longitud. Es posible recorrer alguno de los túneles, hoy en día ampliados para poder acoger a los turistas occidentales, mucho más altos (y mucho, mucho más anchos) que los vietnamitas. La sensación de claustrofobia y la falta de oxígeno en un recinto estrecho y oscuro hacen que ese recorrido sea una experiencia nada placentera.


A mi parecer, una de las “atracciones” del complejo de C Chi que debiera, si no eliminarse, al menos alejarse, es el campo de tiro, situado “estratégicamente” junto a la tienda de souvenirs y la cafetería. Por unos pocos dólares, los turistas pueden disparar un AK-47 o una ráfaga de ametralladora. El estruendo es aterrador. Es difícil comprender cómo esas personas soportan el terrorífico sonido de la guerra día tras día. El campo de tiro, para esos descerebrados que quieren disparar y sentirse Rambo por unos segundos, podrían alejarlo un poco del complejo. No hay ningún preaviso, y la entrada de menores (los niños también pagan, solo media entrada, no como en la mayoría de los museos de Vietnam) es muy bienvenida.

Como muchos otros recintos en otras partes del mundo, C Chi glorifica la guerra y escenifica el horror de la muerte violenta. Para mí, será la última visita. Una y no más.


The Củ Chi tunnels: a stage for horror

One of the most popular tours amongst Western tourists in Saigon is the visit to the area where the Vietcong guerrillas built a maze-like network of tunnels from where they fought the US troops. The place seems to be controlled by the local chiefs of the Vietnamese Communist Party. The tour always begins with a video presentation full of patriotic slogans, and is followed by the speech of one of the senior officers, who will not hesitate to use humour and sarcasm when talking about the war and the events that took place in the area during the war years. The one I listened to proudly explained that one of the ladies selling souvenirs in the shop was born in the tunnels, and “look how pretty she was born, and still is”.

The Củ Chi tour then takes you to one of the tunnel entrances, where you have the chance to see for yourself how narrow the entrance was and how well camouflaged they were made by the guerrillas.

The tour also features the many different types of traps guerrillas would create in the rainforest or at the entrance of tunnels. They are incredibly cruel, deadly devices. Any soldier that happened to fall in one of them either died suffering enormous pain or would have been maimed and disabled for life.


Along the way it is still possible to see the craters US bombs created. But the Vietcong was the epitome of military efficiency: the remains of bombs, exploded or not, were recovered and converted into hand grenades or other type of homemade weaponry by the Vietnamese.


Guerrillas lived most of the time underground, for the several years the conflict, known in Vietnam as 'the American war', lasted. The living conditions were of course extremely difficult and unhealthy. Intestinal diseases, undernourishment and malaria decimated their numbers – in fact, many more people died from disease in the tunnels than due to enemy attacks.


The Củ Chi tunnel network is about 120 kilometres long. It is possible to walk through some of the tunnels, which have nowadays been slightly widened to accommodate Western tourists, much taller (and much, much wider) than ordinary Vietnamese people. Claustrophobia and the lack of fresh air in such a dark, narrow place make the underground walk a rather unpleasant experience.


In my view, one of the “attractions” of the Củ Chi complex that should be, if not eliminated, at least moved away, is the shooting range, “strategically” located next to the souvenir shop and the café.  For just a few dollars, tourists may fire an AK-47 or a machine gun. The din is of course terrifying. I find it hard to understand how those people can put up with the terrorising noise of war day after day.  The shooting range, for those brainless idiots who wish to fire a gun and feel like a Rambo for a few seconds, should be moved away. There is no warning at the entrance, and children are of course very welcome (they pay for half a ticket, unlike in most museums in Vietnam).


Like so many other places in other parts of the world, Củ Chi glorifies war and has become an arena where the horrors of violent death are displayed. As far as I’m concerned, it will be the last time I visit anything like it. Once is more than enough.

26 ene 2013

Australia, 26 January 2013

National Museum of Australia, Obj. nº 1987.0011.0001
En este 26 de enero de 2013, Día de Australia, reproduzco traducido al castellano un extracto del editorial del periódico de Melbourne The Argus, del 17 de marzo de 1856, y que el magistrado y poeta Peter Gebhardt incluye en un artículo titulado 'A national day of shame' publicado el pasado jueves.

“Nunca hemos escuchado en el Consejo Legislativo debate alguno que más nos provocara sentimientos de amarga indignación, que el que tuvo lugar en torno a la suma dedicada a los aborígenes en los presupuestos. Durante mucho tiempo hemos sido de la opinión de que, en tanto que un pueblo, somos culpables de las más baja mezquindad y deshonestidad en el trato que le damos a esta desdichada raza. Y dicha impresión fue fuertemente reverdecida por la escena a la que nos referimos – por la despreciable cantidad que los ocupantes actuales de esta colonia otorgan a sus poseedores originales, por la indecente frivolidad por la que se caracterizó todo el debate en torno a dicho asunto. Estos pobres infelices tienen, evidentemente, muy pocos amigos. Es de justicia dedicar un momento a la exposición de su causa.

Pareciera que nunca se presenta el hombre blanco…de forma más rematadamente despreciable que en sus relaciones con sus hermanos menos desarrollados. Toma posesión de la tierra por costumbre. Altera el curso de los ríos, ahuyenta los animales de caza, erige cercas, elimina la vegetación y pone sus cultivos, abre las entrañas de la tierra, y se lleva una riqueza incalculable, mientras que los ocupantes originales de esas tierras, no solamente observan con impotencia todo esto, sino que se hunden, emponzoñados por vicios nuevos y arruinados por enfermedades exóticas, hacia un exterminio prematuro. Y nosotros – un pueblo cristiano – una raza devota, magnánima e inteligente – que cuenta con una historia que podemos rememorar, y un talante que apuntalar – nos quedamos inmóviles, callados, ¡y no sentimos el oprobio y el pecado de esa actitud!

Cuanto más pensamos en este asunto, es tanta la humillación y la irritación, que no puede ser tratado de manera atemperada. Si el así llamado 'salvaje' es lo suficientemente astuto como para negociar un precio por su tierra, mi magnánimo europeo condesciende en comprarla. Si el habitante autóctono es tan ingenuo y poco precavido que no estipula los términos de pago, le viene muy bien a la pureza anglosajona tomar la tierra sin pagar por ella. Si estos hombres de piel cobriza tienen tanto conocimiento de la civilización que ya saben del valor de las propiedades, e incluso más, si tienen tantos conocimientos de la guerra que los hicieren peligrosos, Rostro Pálido se lleva la mano a la cartuchera. Si los aborígenes son intelectualmente torpes y carecen de fuerza física, ¡el hombre blanco no considera que sea vergonzoso robarles! Lo que para una naturaleza verdaderamente noble sería causa adicional para prodigar un trato justo e incluso generoso – dada la indefensión y la falta de sofisticación de esos a los que desposeemos – se ha convertido para nosotros – qué vergüenza produce reconocerlo – en ocasión para el engaño y la enajenación fraudulenta.

Afirmamos que en las circunstancias actuales, este país le ha sido descaradamente robado a los negros. Si hubiesen sido como los maoríes de Nueva Zelanda o como los indios de Norte América, tendríamos que haberles comprado la tierra, y haberles dado medios de subsistencia cuando la tomamos. Mas como resultaron ser débiles, pobres e inexpertos, los hemos desalojado sin pago ni recompensa alguna. Protestamos contra esto en tanto que es un acto de tan cobarde y sórdida tiranía – de una deshonestidad tan vil y flagrante – como el mundo ha visto y verá. Nosotros, el pueblo de esta colonia, tenemos en esta instancia la posición de embusteros y timadores, y no mereceríamos que esta tierra, que ha sido adquirida tan indignamente, prosperase con nosotros.”


Desde 1856 a 2013 las cosas han cambiado, pero no tanto. Como dice Peter Gebhardt, "Washing the blood away doesn't wash away the stain", es decir, que por mucho que se haya lavado la sangre, la mancha permanece (Macbeth de esto sabía lo suyo).

Por el futuro de mis hijos, que han nacido en esta tierra, yo me niego a celebrar la injusticia en la que se fundamenta esta Australia en 2013.

1 oct 2012

Octubre-Port Arthur

Las ruinas de la Penitenciaría de Port Arthur, Tasmania. En la parte trasera una compañía de teatro realiza  cada día varias funciones para los visitantes al complejo.

La historia del asentamiento penal de Port Arthur comenzó en 1830. Su importancia aumentó con el paso de los meses, y para 1840 Port Arthur era ya una de las colonias penales más importantes en la tierra de Van Diemen, el nombre que inicialmente se le dio a la isla de Tasmania.

Los penados eran en su mayoría jóvenes pobres reincidentes, que habían cometido una segunda ‘fechoría’ (habitualmente el hurto de alguna mercancía de poco valor, o de ganado,  para poder comer). Muchos eran niños y mujeres jóvenes, que nunca volverían a su tierra de origen.

En Port Arthur, además de ser sometidos a castigos físicos y torturas mentales diversas, fueron obligados a realizar trabajos forzados: cortaban los gigantescos árboles que por entonces cubrían la península de Tasman, trabajaban como herreros y en cualquier otro oficio para el que tuvieran cierta maña. Las condiciones eran horrorosas.

La idea de que el asentamiento se hiciera autosuficiente resultó, como casi todas las ideas que los ingleses intentaron aplicar a Australia, equivocada y destinada al desastre. En 1842 se inició la construcción del molino de harina y granero, el edificio cuyas ruinas muestra la fotografía. En 1845 el edificio estaba terminado, pero el suministro de agua para hacer funcionar el molino resultó ser más difícil de lo que habían supuesto. Diez años después, el molino fue reconvertido en Penitenciaría. Con el final de la política de transporte de convictos, el lugar quedó abandonado, y varios incendios terminaron de destruir los restos a fines del siglo XIX.

Hoy en día, Port Arthur es una escala obligada para cualquiera que viaje a Tasmania, y ciertamente es una visita muy recomendable e instructiva sobre las crueldades de las que somos capaces de infligir unos seres humanos a otros.

En el caso de Port Arthur, a su ya terrible pasado se añadió otro terrible suceso un día de abril de 1996: un joven que por entonces contaba con 28 años de edad, cuyas iniciales son M. B. (prefiero no hacerle publicidad a tal escoria), un degenerado en suma que jamás debió haber tenido acceso a las armas automáticas que tenía, mató a sangre fría, entre risas y burlas, a 35 personas, e hirió a otras 23, turistas y locales que se encontraban en las ruinas aquella funesta mañana. Que se pudra para siempre en la cárcel de donde nunca saldrá.

17 ene 2012

Reseña: The Roving Party, de Rohan Wilson




Rohan Wilson, The Roving Party (Crows Nest: Allen & Unwin, 2011). 282 páginas.

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Desde hace tiempo se vienen produciendo en Australia interesantes debates en torno a la historia oficial de la colonización, y en el terreno estrictamente literario, sobre la legitimidad o la propiedad del uso que hacen los novelistas contemporáneos de las fuentes históricas para escribir recreaciones y ficciones que contienen elementos y personajes históricos. Algunos historiadores y académicos han hecho público su desagrado por esta tendencia, mientras otros se han limitado a recordar al público la diferencia entre historia como disciplina y la escritura novelada de la historia como producto literario.
La historia a la que nos remite The Roving Party es la de la partida que organizó John Batman (fundador de la ciudad de Melbourne) por encargo del gobernador de lo que hoy en día es Tasmania, que por entonces todavía recibía el nombre de Van Diemen’s Land, la tierra de Van Diemen, bautizada así por el neerlandés Abel Tasman, primer explorador europeo en desembarcar en la isla en 1642. La partida, compuesta por varios convictos y un par de guerreros Dharug venidos expresamente desde Sydney para ayudar a seguirles el rastro a los aborígenes, recorrió diversas partes de la isla en 1829.
Wilson inserta en esta historia a un personaje enigmático y complejo, Black Bill. Indígena de la isla pero educado por los colonos blancos ingleses, Black Bill no pertenece por completo a ninguna de las dos culturas, pero ha tomado partido por Batman – aparentemente porque con Batman no le va a faltar la comida. No obstante, parece haber en él también un rescoldo de odio o resentimiento contra el líder de los aborígenes a los que persigue el grupo de Batman, Manalargena, a quien considera un brujo.
Desde el mismo comienzo de la novela Wilson nos recuerda que Black Bill opera en un doble nivel: es, por una parte, el mercenario implacable que sirve a Batman para sus propósitos, pero por otra queda clara su conexión mítica con la tierra, con su gente. Si en la primera escena encontramos la referencia a su nombre tribal, “nombre que ya no le servía de nada”, en la escena final es el propio Black Bill el que susurra el nombre secreto de su hijo, nacido muerto. Que el hijo de Black Bill naciera muerto añade todavía mayor simbolismo e ironía a la tarea a la que el nativo se ha encomendado: el exterminio de las tribus autóctonas.
Black Bill es por tanto, y sin lugar a dudas, el protagonista de la narración, y Wilson desarrolla espléndidamente su relación con el líder, Batman, y con el resto de los expedicionarios. La relación del vandiemeniense con Batman es otro de los aspectos interesantes de la novela. Hay entre ellos un evidente respeto mutuo (Batman consulta con Black Bill en numerosas ocasiones), pero el indígena nunca va a ser considerado como un igual por el jefe de la expedición.
Los diálogos son, como cabría esperar, comedidos, y apuntan más que denotan el sentido y la intención de las palabras. Corresponde pues al lector profundizar en la compleja psicología de los personajes mientras los acompaña por el territorio agreste y hostil en las cercanías de Ben Lomond, y en la narración escueta de la brutalidad de sus actos y sus reacciones instintivas.
También el clima se erige en obstáculo al avance de la partida de aniquilación de Batman. En las tierras altas de Tasmania, el frío, la niebla, la escarcha, la lluvia y la nieve añaden una buena dosis de tensión a la narración; mientras los convictos van prácticamente descalzos, Black Bill luce un estupendo par de botas, lo que le granjea la envidia de los penados, que nunca podrán considerar a Bill como un igual.
Puede que, en su estructura y trama, The Roving Party les recuerde a muchos a otra gran novela, la muy admirada Heart of Darkness de Joseph Conrad. El de Batman, Black Bill y los demás mercenarios es también un viaje al interior de una tierra salvaje, además de suponer un viaje interior hacia las profundidades más crueles y despiadadas de la psiquis humana.
Como curiosidad mencionaré que Rohan Wilson se pasó varios años investigando en las fuentes históricas disponibles, y como fruto de su trabajo de investigación publicó su tesis de grado de maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Melbourne, titulada The Roving Party & Extinction Discourse in the Literature of Tasmania, que contiene el embrión de la novela y que puede consultarse en internet (nota: es un archivo PDF de 133 páginas) aquí.
The Roving Party es un libro que deja huella en la memoria del lector, tanto por la calidad de su prosa como por la terrible historia que cuenta. Por esta novela de debutante, Wilson fue galardonado con el Premio Literario Australian/Vogel de 2011.
Y como suele ser habitual en Notas Literarias, te obsequio con las primeras páginas de The Roving Party, invitándote a disfrutar de su lectura.

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Al alba, llamaron con silbidos al Negro Bill, y luego por su viejo nombre de miembro del clan, nombre que ya no le servía de nada. Él se irguió en el catre y miró a su alrededor. El fuego en el hogar se había apagado, y la cabaña estaba totalmente a oscuras. Dobló la manta sobre su fémina, cubriendo el pequeño bulto de su vientre. Se puso el sombrero y las botas, todo el tiempo escuchando a las almas distantes que le silbaban y llamaban como si fuese un perro de caza que debiese estar dispuesto para la montería. Entonces él empujó la trampilla hacia fuera y se quedó en el hueco, observando cómo los enormes eucaliptos enhiestos como columnas lentamente iban distinguiéndose a medida que el sol iluminaba la tierra. El aire estaba húmedo y neblinoso entre las finas rendijas de luz, y estuvo un buen rato mirando fijamente al exterior hasta que se dio cuenta de su presencia. Primero vio a los perros, enflaquecidos por las lombrices, medio ocultos por los bancos de niebla. Después, dispuestos entre los vaporosos matorrales que rodeaban su choza, aparecieron como llegados de un sueño etéreo. El Negro Bill apretó los dientes. Era un grupo de cazadores de los hombres Plindermairhemener.
Lo estaban observando a través de las brumas, sujetando puñados de lanzas como si fueran largos y espigados alfileres. De sus cuerpos colgaban indolentemente los mantos de piel de canguro que ocultaban las piezas de ropa que llevaban debajo, pantalones viejos, desgarrados y ennegrecidos por la sangre de las presas que habían cobrado, y camisas de algodón que habían robado, ya convertidas en andrajos. Uno de ellos iba vestido con una cartuchera de un soldado de infantería, y otro llevaba puesta una chaqueta de fina lana como si se hubiera vestido para la cena. Cortaban el aire con la respiración. No era un grupo de reliquias surgido de las praderas donde sus antepasados habían caminado, sino hombres recreados en modos peculiares a este nuevo mundo. Mientras observaba a aquellas figuras desde la puerta de su hogar el vandiemeniense buscó el cuchillo que guardaba entre los omóplatos.
Destacaba entre aquella singular horda Manalargena, quien llevaba en los hombros una maza de madera de acacia, manchada con la suciedad de la guerra. Hizo girar la herramienta al tiempo que guiaba a la partida desde los matorrales, flanqueado por la jauría de perros, y la corteza de los árboles crujía bajo sus pies. Manalargena era vanidoso, siempre lo había sido, y su esposa le había pintado el cabello de ocre formando largos tirabuzones, de manera tan precisa como las cuerdas que hacían las mujeres. En realidad, todos los hombres llevaban los cabellos del mismo modo, esculpido por las mujeres, pero solamente el cacique caminaba por aquella tierra como un individuo enamorado del sonido de sus propios pasos: mina bungercarner. nina bungercarner. mina tunapri nina. nina tunapri mina. Fijó su mirada en el rostro de Bill mientras hablaba.
narapa. El Negro Bill bajó el cuchillo.
Los hombres del clan se colocaron sobre la tierra junto a la choza de Bill, y con las palmas de las manos abiertas le hicieron gestos para que también él se sentase. La pintura de guerra estaba todavía fresca, y cuando Manalargena le ofreció una concha de abulón rellenada de grasa y tintura ocre, el vandiemeniense la aceptó, se quitó el sombrero y se impregnó la cabeza con la pintura. Bill llevaba el pelo muy corto, como los hombres blancos de la región, pero los hombres del clan lo observaron con solemne consideración, y si en su opinión el pelo merecía su desprecio, no dieron muestra de ello. El cacique volvió a dirigirse a Bill, y esta vez lo hizo en parte en inglés para hacerle saber su sitio. Pues el vandiemeniense era para ellos como un blanco.
—Tummer-ti, le dijo. Venimos, te necesitamos. ¿tunapri mina kani?
El Negro Bill estudió su rostro lleno de profundas arrugas.
Tú ven, luchar, dijo el cacique.
¿Eh?
Lucha con nosotros.
—¿Dónde? ¿carnermena lettenener?
tromemanner.
Bill miró alrededor suyo, a aquellos guerreros de rostro adusto; cada uno de ellos le sostuvo la mirada, y vio entre sus rostros las audaces expectativas que tenían de él.
—Tú hombre fuerte, tú lucha, dijo el cacique. Ven con nosotros.
El Negro Bill guardó silencio. Se rascó las viejas cicatrices rituales que tenía en el pecho. Llamó a su fémina para que se levantase del lecho, y cuando no hubo respuesta, volvió a llamarla, y sus palabras quedaron extrañamente amortiguadas por la niebla entre los árboles. Pronto ella apareció en la puerta, envuelta en una manta, y Bill le pidió que sacara la carne.
tawattya, —les dijo a los guerreros, pero ellos miraron hacia otro lado y movieron la cabeza. El pelo, demasiado largo para una mujer negra, parecía molestarles.
—¿Su nombre, cuál?
Bill se encaró al cacique. —Katherine.
—Katarin, — el cacique se dirigía a ella. —Tú, buena mujer. Tú trae comida, Katarin. Trae té. Buena mujer. Nosotros hablamos.
Ella se quedó mirándolo. Entonces desapareció en el interior de la choza.
Manalargena sonrió y esperó a que ella regresase con un trozo de carne de canguro fría. Los guerreros comieron copiosamente y se fueron pasando uno tras otro el cazo del té. Por encima del rumor de los sorbidos el cacique alabó a Bill por la esposa que había tomado, por su obediencia, su silencio, y por puro capricho se puso en pie y, pavoneándose, hizo burla de su propia esposa, tan presuntuosa, y los hizo reír a todos con la interpretación de su arrogante porte. Tenía la barba enmarañada, y sus nudos lacios, rojos como barba de gallo, se sacudían mientras caminaba. Oscuras manos se agitaban a su paso, y alzó la nariz. Los guerreros se rieron, pero Bill siguió observando y no dijo nada.
Una vez más, el cacique se sentó entre los hombres del clan y echó mano al cazo. Bebió, se secó los labios y miró en dirección a Bill. En la puerta, Katherine se sujetaba la barriga redonda. El cacique movió un dedo encorvado en dirección a ella.
—¿Ella encinta, de qué?
—No lo sé, —dijo Bill.
El cacique la consideró un momento y se frotó su maltratado brazo izquierdo. Era una masa de cicatrices, donde había intentado eliminar el demonio de su espíritu de juventud con sangrías.
—Un niño, —dijo. —Un niño fuerte. Yo sé esto.

12 ene 2012

La librería de los convictos

Pienso que el carácter o la historia del lugar donde uno compra sus libros les añade algo indefinible. Con frecuencia he salido de librerías con las manos vacías (y el bolsillo intacto – o mejor dicho, la tarjeta de crédito incólume) porque la atmósfera de grandes superficies no resulta placentera ni atractiva para la compra de libros.

Por eso, el hallazgo de una librería que tiene entre sus paredes una historia como la que posee ésta en Campbell Town, en Tasmania, fue una experiencia rara, y es algo curioso que merece reseñarse.



The Foxhunters Return Bed and Breakfast, en Campbell Town. La librería está ubicada en los sótanos, en la parte trasera de la casa.


The Book Cellar (que vendría a ser algo así como el sótano o bodega de los libros) forma parte del imponente edificio que alberga un Bed and Breakfast, sito en la carretera que une la capital de Tasmania, Hobart, con la segunda ciudad más importante de la isla, Launceston, y se halla en la entrada a Campbell Town por el sur.

The Fox Hunters Return fue construido alrededor de 1833, y en un principio era parada obligatoria para postas y diligencias, que hacían el trayecto entre las dos ciudades. El pueblecito de Campbell Town recibió su nombre de la esposa del gobernador Macquarie, Elizabeth Campbell. Cerca del edificio está el puente de ladrillo rojo que construyeron los convictos.


En cada una de las secciones dormían unos 80 convictos. Espacio muy reducido, condiciones absolutamente infrahumanas.
Es por esa razón que los sótanos del edificio fueron durante varios años los aposentos donde dormían los reos. Las condiciones en que sobrevivían o malvivían eran terribles, pero las de su trabajo eran mucho peores: las temperaturas en invierno eran bajísimas, no recibían más sustento del necesario para que no murieran de hambre, y sus ropas y calzado eran de la peor calidad.


El tríptico promocional de Fox Hunters Return

La librería en sí es modesta; no contiene un catálogo descomunal ni mucho menos: a la venta hay libros nuevos y usados, y algunas rarezas y volúmenes viejos que sin duda atraerán a los coleccionistas. Entre la sección de literatura inglesa avisté, por ejemplo, una copia de The Moonstone, de Wilkie Collins, publicada en 1943 y encuadernada en cuero azulado, y que se vendía por un asequible precio de 8 dólares.


El cercano puente fue construido con los ladrillos que fabricaron los convictos. Algunos de esos ladrillos se utilizaron para construir los dormitorios de los condenados y todavía se pueden ver en la librería algunas de sus inscripciones.
Campbell Town celebra hoy en día a los convictos con un largo paseo en su calle principal (la carretera de Hobart a Launceston) y que está elaborado con ladrillos. Cada ladrillo muestra el nombre del convicto, su edad, el nombre del barco y el año en el que fue transportado, y la razón de la condena que le fue impuesta.


 Nathaniel Beard, de 17 años, fue condenado de por vida por hurtar ropa. Muchos de los convictos eran niños, algunos de hasta 12 años de edad. Y un dato significativo: muchos de ellos eran de origen irlandés.

9 dic 2011

Home from Sea: la vida y la muerte de Robert Louis Stevenson en Samoa


Richard A. Bermann, Home from sea (Honolulu: Mutual Publishing, 2006 [1939]). Trad. al inglés de Elizabeth R. Hapgood. 280 páginas.


He visitado Vailima en tres ocasiones; con cada visita he descubierto cosas nuevas acerca de Robert Louis Stevenson, pero sin duda la lectura de este libro ha logrado despertar en mí un mayor respeto si cabe por el hombre al que los samoanos bautizaron como Tusitala, el cuentacuentos.



La familia Stevenson y sus empleados samoanos posan a la entrada de Vailima. Tusitala, en el centro. Casa-Museo Vailima, Apia, Samoa.

En el prólogo, el autor alemán declara que la idea de escribir este libro acerca de los dos últimos años de la vida de Stevenson en la finca que por entonces se hallaba en las afueras de Apia, se le ocurrió en la cima de Monte Vaea, donde reposan los restos de Tusitala y su mujer Fanny (Aolele para los samoanos). Stevenson murió en 1894, y la fecha que Bermann da de su ascenso a Monte Vaea es 1925. Aun así, declara que para escribir el libro logró recabar el testimonio de muchas personas que conocieron a Stevenson.

Con el trasfondo histórico de la lucha entre las potencias occidentales de la época (un enfrentamiento que apenas dos décadas más tarde degeneraría en la Primera Guerra Mundial), Bermann describe a Stevenson como el palagi al que los samoanos aprendieron a respetar y a querer. Samoa ya estaba colonizada por entonces, pero el pulso entre alemanes, británicos y norteamericanos por el control político del archipiélago polinesio llevó al enfrentamiento entre dos bandos de samoanos: los leales al rey Laupepa, el títere de las llamadas potencias protectoras, y los seguidores de Mataafa, quien propugnaba mayor grado de libertad e independencia para los samoanos.


Una de las chimeneas que Stevenson hizo construir para darle un cierto sabor escocés a Vailima. Nunca se han utilizado, y carecen de tiro. A la derecha, un brasero, también meramente decorativo.

El libro, en una esmerada traducción aunque un poquito añeja para 2011 (la traducción de Hapgood es de la década de los sesenta), alterna las escenas de la vida familiar de los Stevenson en Vailima con los momentos en que Tusitala se dedicaba a la creación literaria o al dictado de cartas. También nos lleva a Hawái, adonde Stevenson se marchó por unas semanas tras el final del conflicto interno samoano. Está salpicado de anécdotas, que bien pudieran ser ciertas, exageradas o totalmente  inventadas. Quién lo sabe. Del gran número de anécdotas que recoge Bermann, me quedo con la que relata de su estancia en Honolulu.


Diversas ediciones de obras de RLS en diferentes idiomas. Casa-Museo Vailima, Apia, Samoa.

El armario de las medicinas. No le salvaron la vida.
Tusitala, por entonces ya un hombre enfermizo, se había hecho acompañar de su mayordomo samoano, Talolo, quien se encargaba de sus cuidados cuando se encontraba mal. Stevenson era ya un personaje famoso, y en un hotel de la ciudad un turista inglés lo reconoció e insistió en invitar a Stevenson a una copa. Stevenson le presentó a Talolo como un amigo suyo. “This is my friend Talolo; he is thirsty too”. El inglés no salía de su asombro: Stevenson le estaba pidiendo que invitara también a un hombre de color; de modo que le dijo al camarero que le sirviera a Talolo por separado. Stevenson, con la cabeza fría, le dijo que si Talolo no era lo bastante bueno para compartir una copa con ellos, tampoco él lo era para aceptar la invitación del turista inglés. Y lo dejó allí con un palmo de narices.

La tumba de Tusitala en la cima de Monte Vaea
Home from Sea es sin duda una obra esencial para los estudiosos de Stevenson, y una excelente lectura para todo el que vaya a visitar Samoa y tenga interés por conocer qué hizo y cómo vivió Tusitala en su imponente casa, Vailima, en la Apia de fines del siglo XIX.

19 nov 2011

Reseña: Burning Books, de Matthew Fishburn


Matthew Fishburn, Burning Books (Basingstoke y Nueva York: Palgrave MacMillan, 2008). 239 páginas.


Uno de los recuerdos más entrañables de mi niñez me lleva a la salita de estar de mi abuelo materno, la cual albergaba, además de un piano que yo aporreaba con mala saña, una gran parte de su modesta pero interesante biblioteca. Intento evocar en mi cada vez menos confiable memoria una ocasión en que mi abuelo me enseñó cierto volumen, del cual me decía que estaba prohibido. No recuerdo muy bien de qué libro se trataba.
Corría la década de los setenta, nos hallábamos en los estertores de la dictadura fascista de Franco, y para el niño de siete u ocho años que yo era la idea de tener un libro prohibido en casa (mis abuelos vivían en el piso debajo del nuestro, y padecían, sin duda con cierto estoicismo, las carreras que yo y mis hermanos hacíamos por el pasillo) constituía una pequeña pero excitante aventura.
Fue mi abuelo el que me dijo que había que leer el Quijote tres veces en la vida. Y precisamente en el Quijote tuve el primer contacto literario con la quema de libros: la muy famosa escena en la que el cura y el barbero acceden a la solicitud del ama y la sobrina del caballero manchego a quemar los libros de caballerías de don Alonso Quijano, los cuales le han secado el cerebro.


Que los libros concentran en sí mismos poder o peligro es una idea que se ha repetido de manera constante en la literatura europea: además del caso ya mencionado antes, en La tempestad, Calibán le pide a Stefano que queme los libros de Próspero para que pueda ser liberado de sus conjuros. En el Doctor Fausto de Marlowe, Fausto promete que quemará sus libros. Quemar para purificar, para reiniciar desde cero. Fueron muchos los autores que quemaron obras propias: Fishburn menciona a Wittgenstein, Freud, Lord Byron y Tomás Moro, entre otros. Vladimir Nabokov trató de quemar Lolita, mas su mujer lo sacó del fuego. Algo por lo que debemos estarle agradecidos por siempre.


El Emperador Constantino y el Concilio de Nicea. Quema de libros. Del Manuscrito CLXV, Biblioteca Capitolare, Vercelli, compendio de derecho canónico producido en el norte de Italia circa 825. Source: Wikicommons
En nuestros tiempos, un somero repaso en YouTube muestra un sinfín de videos de jóvenes que queman algún libro (sobre todo, los libros de texto). Yo mismo estuve tentado, al acabar la carrera de Filología, de darle su merecido a algunos libros que llegué a odiar a lo largo de cinco años de estudios. Pero no lo hice (que yo recuerde), sobre todo pensando en lo caros que resultaban, y que podían además serles de utilidad o ahorrarles dinero a otros.
Es innegable que existe una cierta ambivalencia respecto a la quema de libros: ¿quién no ha odiado algún libro (o a su autor) tanto que le ha cruzado por la cabeza la idea de prenderle fuego a sus páginas? Un insulto favorito entre literatos enemigos es prender un fuego usando las páginas del libro del escritor odiado.
La diferencia estriba, obviamente, en hacer de la quema de libros un espectáculo público, frente a la ceremonia íntima de limpieza que uno puede acometer en ciertas circunstancias – aunque el gran número de videos disponibles en Internet de gente que quema libros pareciera indicar que no es algo tan íntimo.


Berruguete. El milagro del libro. Dice la leyenda que las llamas rechazaron tres veces ciertos libros que gozaban de 'protección divina'.
Un breve recuento de obras meramente literarias, que han pasado a ser reconocidos clásicos, pero que en su momento fueron censuradas y/o quemadas incluiría al Ulises de Joyce, Las uvas de la ira de Steinbeck, El amante de Lady Chatterley de Lawrence, Sin novedad en el frente del alemán Remarque, o Fiesta de Hemingway.
James Joyce comentó con jocosidad que algún alma caritativa compró la primera tirada completa de la primera edición de Dubliners, que 22 editores habían rechazado previamente, para quemarla en Dublín.
Burning Books es un completísimo estudio sobre el curioso y antiquísimo fenómeno de la destrucción de los libros, centrado particularmente en las quemas organizadas por el régimen nazi en Alemania.


Students organized by the Nazi party parade in front of the building of the Institute for Sexual Research in Berlin prior to pillaging it on May 6, 1933. They confiscated its books, photos and periodicals for burning. The Institute had been established by Magnus Hirschfeld, a Jewish homosexual doctor, as a center for sexology. It provided counselling and other services, and sought rights for homosexuals and transsexuals. Source: Wikicommons
Una de las interesantes historias circunstanciales que narra Fishburn es la de la Biblioteca de los Libros Quemados que se estableció en París en respuesta a la quema organizada de libros por parte de los nazis. La primera quema de libros, hábilmente orquestada por Goebbels en Berlín el 10 de mayo de 1933, fue recibida por las democracias occidentales, nos dice Fishburn, con una mezcla de repulsa y de incredulidad, cuando no de burla; las reacciones que avisaban de que estas muestras de barbarismo eran solo el preludio de algo peor no recibieron la atención que merecían, como vino a demostrar luego la historia.
Pero no fueron solamente los nazis quienes emprendieron una purga de literatura que no aceptaban mediante su combustión; existe un estudio (realizado por M. Z. Zelenov) que calcula que solamente en los años 1938-39 unos 24 millones de libros fueron confiscados de bibliotecas y librerías en la Unión Soviética para ser destruidos.
Fishburn analiza con mucho lujo de detalles históricos la réplica propagandística que los aliados elaboraron en los albores de la II Guerra Mundial, durante la guerra civil española y en el transcurso de la guerra misma. Desde los editoriales de periódicos y revistas, pasando por adaptaciones al cine de relatos y novelas, la imaginería de los nazis como bárbaros que quemaban libros fue explotada y manipulada para servir los intereses de los aliados.


Chile, septiembre de 1973. Quema de libros izquierdistas durante los primeros días del régimen militar chileno. Revista Redacción, de Argentina- Fotógrafo: Charles Burnett (Gamma, 1973).
Observa Fishburn que “el lenguaje de la destrucción está tan tenuemente separado del lenguaje de la renovación, que existe algo emocionalmente rico en la posibilidad de una gran hoguera que purgue la acumulación muerta del pasado”. La retórica de los que propugnan la quema de libros nunca está demasiado lejos del pensamiento utópico, pero el hecho es, nos recuerda Fishburn, que “la quema pública de libros siempre es fundamentalmente un acto simbólico, un cruce entre legislación y publicidad”.


Este es un libro escrito con mucha elegancia y sencillez, lejos del pesado lenguaje académico que, en mi opinión, suele malograr muchos libros de historia. Muy recomendable, aunque me temo que no es probable que sea traducido al castellano (o al catalán) ni publicado en España.

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