13 feb 2013

Reseña: The Cartographer, de Peter Twohig


Peter Twohig, The Cartographer (Sydney: Fourth Estate, 2012). 386 páginas.

¿Quién, de niño, no trató alguna vez de recrear por medio de un mapa el mundo por el que se movía y en el que vivía sus aventuras? Cuando éramos pequeños, ese mapa que hacíamos a mano y a nuestro antojo nos daba la posibilidad de una ficcionalización gráfica de esas experiencias vitales.

Es el año 1959 y en el ‘melburniano’ barrio obrero de Richmond (por aquel entonces, claro está, las cosas han cambiado mucho en Melbourne) un chico de once años está atravesando por un momento muy difícil. Hace cosa de un año presenció, impotente, la muerte accidental por asfixia de su hermano gemelo Tom, a quien le aplastan la garganta las barras de trepar en el parque cercano a su casa. En casa, abrumados por el dolor pero incapaces o poco dispuestos a articularlo, sus padres están abocados a una separación inevitable. La situación es desastrosa, y redunda negativamente en la condición traumatizada del chico, que la expresa mediante ataques epilépticos.

Cuando el padre se marcha de casa y abandona a la madre, él también decide alejarse del lugar el mayor tiempo posible, y lo hace explorando las calles del barrio. Su mejor amigo es su abuelo, un personaje muy carismático al que acompaña a numerosos lugares en los que normalmente no estaría un niño de once años. Como una especie de mecanismo de autodefensa emocional, el protagonista irá encarnándose en diversos superhéroes, y de ser el Explorador pasa a convertirse en el Cartógrafo, que da título a esta novela, la primera de Peter Twohig.

Pero para su desgracia, el chico se convierte en testigo presencial de un asesinato, y lo peor es que el asesino también lo ha visto. A partir de ese momento comienza a dibujar un mapa de los alrededores, para saber por dónde no tiene que ir y así evitar que el asesino lo localice y lo liquide. Pero como buen superhéroe que es, no es que él busque los problemas, sino que son los problemas los que le encuentran a él. La narración de The Cartographer avanza ágil, aunque a ratos lo haga alocadamente, y Twohig captura la voz del chico de once años de manera muy competente: con un lenguaje fresco y muy coloquial, el chico repite todo lo que escucha decir a los adultos, en cuyo mundo se mueve con total libertad y sin apenas supervisión. Es un escenario muy diferente del mundo actual, en el que a los niños no se les permite jugar ni salir por su cuenta y riesgo. El mundo ha cambiado mucho desde la década de los 60.

En sus aventuras, el Cartógrafo se adentra por la red subterránea en el subsuelo de Richmond, con oscuros túneles y húmedos sumideros. Desconsolado por la muerte de su hermano, el Cartógrafo se hace acompañar de su perro en sus aventuras; el anónimo narrador (Twohig nunca nos da su nombre, solamente el apellido) advierte al lector de lo que le espera: “Si eres una de esas personas que piensa que lo último que haría un niño al que ha perseguido un loco homicida por un túnel subterráneo es volver a ese lugar para rememorar y seguir explorando, entonces es que no sabes gran cosa sobre niños”.

La novela cuenta también con numerosos personajes secundarios que le dan mayor vida y credibilidad a la narración de Twohig: policías corruptos, un niño pirómano, un médico que quiere solucionar los problemas de conducta con tratamientos brutales, los vecinos y los parientes, etc. En su conjunto, The Cartographer resulta ser una estampa verídica, muy realista, de la vida en esta gran ciudad australiana tras la segunda guerra mundial, donde vemos a través de los ojos de un niño la violencia, la corrupción, la pobreza y los muchos ardides, legales o no, de la población desfavorecida para mejorar su suerte.

A pesar del tremendo dolor y la soledad que rigen la vida del protagonista, hay también mucho humor en The Cartographer. Las dotes de observación del Explorador y del Cartógrafo las utiliza Twohig con maestría para ofrecernos fragmentos de diálogos desternillantes, en los que la hipocresía del mundo adulto queda desnudada por la cruda y cándida visión del jovenzuelo.

The Cartographer podría también leerse como una historia de fantasía e imaginación, una narración que crease el niño protagonista para escapar del trauma de la muerte de su hermano. Aunque no sea así (y Twohig no añade ningún elemento metaliterario que realmente induzca a considerarlo), es una lectura sumamente entretenida. Aunque el lector no conozca (como es mi caso) la mayoría de las referencias a películas, series de TV y temas musicales de finales de la década de los 50 que salpican The Cartographer, la historia del Cartógrafo, el Forajido y el Ferroviario te atrapa hasta el final.

Te invito a leer ahora las primeras páginas de El Cartógrafo en mi traducción al castellano. Puedes encontrar también la versión original en inglés de esas primeras páginas aquí.
1 La casa de Kipling Lane
Mamá y Papá no me llevaron al funeral. Me dejaron con la Sra. Carruthers, que vivía enfrente. La Sra. Carruthers me dio pasteles de chocolate y limonada, como si fuera un día de fiesta. Más tarde volví a casa y descubrí que estaba llena de familiares, tanto los que les caían bien a Mamá y Papá como los que ellos odiaban. Nadie hizo mención alguna del nombre de Tom, así que pensé que se trataba de alguna clase de juego, y que Tom iba a aparecer de pronto, que iba a salir de un armario y me iba a agarrar, tal y como lo hacíamos siempre, el uno al otro. Pero no lo hizo. Al final, Blarney Barney, el ayudante del Abuelo, y que no era pariente nuestro, se me acercó.
«¿Cómo va la cosa, muchacho?»
«Barn, nadie quiere hablar conmigo, ni siquiera el Abuelo.»
Era la primera vez que abría la boca, ese día.
«Ay, es que nadie sabe qué decir, eso es todo. Y además, no te pasa todos los días que vayas a un velatorio y te encuentres cara a cara con la viva imagen del difunto paseando por la casa. Y eso les quita hasta las ganas de comer.»
Me pasó la mano por el pelo – era posiblemente la persona número veintisiete en hacerme eso – y se fue a buscarse algo de beber. Mamá, que había estado vigilando a Barney, que era lo que mucha gente tenía costumbre de hacer, se acercó con un paso hasta mí y me dijo muy seria: «Péinate», y luego desapareció en medio de una maraña de tías y tíos. Apareció Papá, me pasó la mano por el pelo y me llevó a la cocina, donde vació el vaso de cerveza, con un golpe lo dejó en el banco y dijo: «Vámonos a dar una vuelta, ¿qué te parece?» Estaba medio piripi, pero a él no se podía decirle que no.
De manera que cinco minutos después Papá y yo íbamos como balas por el Boulevard en su Triumph Speed Twin verde, y yo me sentía incluso peor que me había sentido en casa. Pero había que reconocérselo a Papá, era mucho mejor piloto cuando estaba borracho que cuando estaba sobrio. Escondí la cara en su chaqueta y olfateé el cuero. Le di un siete de diez, como siempre.
Y ahora se acercaba el aniversario del funeral y mi nombre estaba en boca de todos más de lo que a mí me gustaba. Ves qué pasa, pues que se me da bastante bien eso de hacer que ocurran cosas malas. Por eso no fue sorpresa alguna cuando Papá decidió de pronto que ya había tenido suficiente, en mitad de una pelea con Mamá, y se largó de casa. Podía oírlos discutir claramente desde afuera, en el cobertizo, donde yo estaba sentado en la oscuridad encima de la Triumph, simulando ser un corredor en la Isla de Man, como George Formby en No Limit, que era la película favorita de Papá.
«Eso es, vuelve a dejarnos, márchate otra vez. Venga, vete a la casa de tu amiguita – te creías que no lo sabía, lo de esa guarra, ¿verdad?»
Oí cómo la puerta exterior se cerraba con un golpe tan fuerte que no le dio ni tiempo a chirriar.
«No te preocupes, que ya me largo», eso fue todo lo que se ocurrió responder a Papá.
«¡Y no te molestes en volver! Nos harías un favor», gritó Mamá, cuya voz sonaba un poco más cercana y un poco más enojada.
Papá no dijo nada más. Era bebedor, no hablador.
Vino al cobertizo, abrió la puerta de un tirón y me miró, sentado en la moto. En su cara no había expresión alguna, pero llevaba puesta la cazadora de cuero, y eso ya me decía todo lo que yo necesitaba saber. Casi me esperaba un tortazo en la oreja por estar toqueteando la moto, pero Papá me levantó y se subió de un salto. Mientras la ponía en marcha dándole al pedal de arranque, yo me fui corriendo hasta la puerta de atrás y la abrí para que pasara. Mientras Papá salía del cobertizo, apareció Mamá y se quedó en el porche con las manos en las caderas y las mandíbulas apretadas. Papá me guiñó un ojo al pasar a mi lado, y yo se lo devolví con una rápida sonrisa, aunque los dos sabíamos que no era cosa de risa. Entonces se marchó por la callejuela, y yo me quedé sujetando la puerta.
Tenía dos opciones: volver adentro y soportar a Mamá, o largarme como Papá. Decidí largarme, pero antes seguí a Mamá dentro de casa para coger mi bolsa de explorador. Mamá entró dando pisotones en la cocina y empezó a revolver cosas en el armario de las cacerolas y sartenes, como si acabara de oír que la Reina estuviera a punto de venir de visita, aunque me parece que a la Reina no le habría gustado mucho oír lo que decía. Cada vez que Mamá intentaba cocinar mientras estaba enojada, era siempre un desastre, y creo que aún estaba enojada porque habíamos nacido Tom y yo todavía – los dos de una vez – y no solamente por haber perdido a Tom, que era lo que ella quería que pensara todo el mundo.
Mientras estaba pasando eso, fui a mi cuarto y encontré mi bolsa. Aunque había sido la bolsa de pescar del Abuelo, delante llevaba impreso el nombre 'Hardy', lo que me recordaba a los Hardy Boys, de manera que sabía que estuvo siempre destinada a ser la bolsa de un explorador. Comprobé lo que había en los bolsillos interiores: en uno había una manzana, que me había quedado de mi anterior expedición; el otro tenía un tarro de Vegemite, por si me encontraba algún bicho interesante. En los bolsillos de afuera estaban mi vieja navajita, un cordel, una lupa y un silbato, que había sido de Tom. También estaba allí mi posesión más bonita, mi yo-yo de Coca-Cola. Lo saqué y lo miré. Era una de las pocas cosas que yo tenía que nunca había visto Tom, pues acababan de salir, y yo era el primer chico de Richmond en conseguir uno, gracias a que el Abuelo conocía a alguien que podía conseguir chapas de botellas de Coca-Cola sin tener que comprarlas. Pero no me hacía sentirme tan bien como debería.
Ya tenía todo lo que me hacía falta. Me pasé el asa por encima del pecho y luego me puse el sombrero. Hora de irse. Pasé por delante de Mamá sin decir palabra, y salí por la puerta de atrás. No dije ni pío – pensé que era mejor no interrumpir sus pensamientos.
De modo que, igual que Papá se había ido montado en su Triumph, porque sí, yo me fui también a dar una larga caminata, porque sí. Oí a Mamá y a la Sra. Carruthers que hablaban de cómo iba ya para un año desde que habíamos ‘perdido’ a Tom, y Mamá decía que no sabía qué iba a hacer. Pues yo tenía una idea – llorar más, probablemente. Me quité a Tom de la cabeza, un truco que había aprendido del Abuelo, y seguí caminando.
Vagaba por todas partes, sin que me importara demasiado si giraba por aquí o tiraba por aquella callejuela. Cuando me paraba y miraba alrededor, sentía un extraño sabor de boca, como me pasó en la última noche de la Fiesta del Fuego, cuando me explotó aquel petardo en la mano. Me había apartado del camino transitado, y ahora tenía la exquisita esperanza de haberme perdido. De hecho, le rogué a Dios que me dejara perderme. No quería irme a casa, a un lugar lleno de mujeres que chillaban. Bueno, vale, solamente estaba Mamá, pero es que ella llenaba la casa de mujeres chillonas.
En realidad, las mujeres de mi familia eran duras de pelar, la clase de mujeres que mataban a los indios, que cruzaban el Atlántico en avión y escribían novelas. Fíjate en Tía Betty. Era la peor mujer del mundo. Mamá me dijo una vez que Tía Betty en realidad no era tía mía, sino más bien medio-tía, como si eso lo explicara todo, aunque, por lo que a mí respecta, eso solamente daba pie a más preguntas. La cosa estaba entre ella o Mamá, en una carrera sobre cuál de las dos era la que más hablaba, y en la sala de pesaje todos estaban de acuerdo en que Tía Betty debía llevar el mayor hándicap, aunque el Abuelo pensaba que obligarla a llevar peso extra habría sido innecesario.
Luego estaba Tía Jem, que vivía en el barrio de Hawthorn – que por cierto tienen un equipo de fútbol que da pena – y que cree que todos los que beben son probablemente malos. Todos piensan que es muy raro, pues a su marido, Tío Ivor, lo que más le gusta es ir al fútbol con Papá y empinar el codo; Tío Ivor es el hermano pequeño de Papá.
Luego estaba Tía Dell, que vive en Fairfield, y que es más flaca que un palillo y que casi se murió de tuberculosis, que es lo que finalmente mató a la abuela Taggerty. No dice gran cosa, no porque no tenga nada que decir sino porque es tan enclenque que apenas puede hablar, aunque a veces tira de mí y me susurra secretos al oído, y por esos secretos puedo darme cuenta de que también ella es una señora dura de pelar.
Mi otra abuelita, la Abuelita Blayney, está todavía vivita y coleando, y vive cerca de nosotros con sus dos maridos al mismo tiempo, lo cual a mí me va muy bien cuando se trata de recibir regalos. Uno de ellos, el Tío Mick, es apostador profesional, así que él y el Abuelo son muy buenos amigos. El otro, el Tío Seb, es pianista, y se gana la vida en una banda de jazz que se llama The Hot Potatoes. Por último está la Tía Queenie – bueno, en realidad ella no es mi tía, sino una amiga íntima del Abuelo.
Anda, pues tanto pensar en tías me distrae de lo que estoy haciendo, y cuando echo un vistazo alrededor va y resulta que estoy requeteperdido de verdad. Jodío, eso es lo que estaba, y me sentía seguro e inseguro en una calle que no me era conocida, ese tipo de calles que no tiene aceras. Cuando me acercaba a cada una de los intersecciones, estrechas y oscuras, buscaba con la mirada algún rótulo o un cartel indicador, pero no veía ninguno. Estaba en una especie de cuadricula gris, bajo un cielo gris y rodeado por vallas grises de madera, y detrás de ellas había cobertizos grises, invernaderos sucios y las paredes traseras de casas que tenían las fachadas en otras calles, más alejadas. Pero finalmente llegué a un cartel indicador, y me hechizó igual que lo habría hecho una de las páginas de la enciclopedia que teníamos en casa. El rótulo decía: KIPLING LANE.
Ese nombre yo lo había visto antes, en una placa de latón que había en casa, en la sala de estar.
Si eres capaz de conservar la cabeza cuando todoslos demás la están perdiendo, y te censuran;
- Rudyard Kipling.
Siempre me pareció que era un nombre tonto, y aquí estaba otra vez. Resultaba curioso que siempre hubiera pensado que Rudyard Kipling era una persona del pasado. Pero ahora me daba cuenta, de golpe y porrazo, que tenía una vida más allá de la sala de estar de mis padres. De alguna manera, se había impuesto, un poco del modo en que él lo había expresado en la placa.
El título del poema ése en la placa era Si. Volví a mirar el rótulo de la calle, con la intención de encontrar alguna pista más, pero no las había. Era un rótulo viejo y gris, como todo lo demás. El Abuelo, que tenía también algo de poeta, le llamaba Kipling, pero para mí siempre era Rudyard Kipling. Alguien que tenga un nombre así se merece que lo llamen con nombre y apellido. Y decidí en ese mismo momento que la razón por la cual le habían dedicado una callejuela era porque había escrito Si.
Bien hecho, pensé. Y sin embargo, no era más que un callejón. Eso es todo lo que te ganabas por un poema.
Así que allí estaba yo, mirando al cielo y sintiendo la fría brisa, observando las vallas traseras de las casas, las casonas altas con sus paredes grises, algunas de las cuales tenían hiedras viejas que se habían pegado a ellas, e incluso algunas de ellas tenían torreones en la parte superior.
Había llegado al cruce de Kipling Lane y el callejón sin nombre que había estado siguiendo, aunque sabía que si seguía por el callejón en el que estaba, al final descubriría cómo se llamaba. Eso es lo que pasa cuando estás caminando, y normalmente eso es todo lo que pasa, a menos que, te ataque un perro, claro está. No había visto ni oído ninguno, de manera que parecía que estaba a salvo. Pero en mi interior sabía yo que todo era cuestión de tiempo.
Estaba haciendo lo que pensaba que habría hecho Papá, estaba saliendo a explorar. Solo que yo sospechaba que él no tenía intención alguna de volver nunca más. Y por otra parte, yo todavía no tenía decidido cuánto tiempo iba a estar fuera de casa.

9 feb 2013

Postcards from Vietnam: 4


Nature is kind of fanciful. It is ultimately the whim that we cannot explain. It creates sublime, beautiful, attractive shapes that become unforgettable. And as time goes by – imperceptibly for us, who will at best enjoy seventy-odd years on the planet – inexpressible beauty emerges from the chaos. Halong Bay was formed that way.



I cannot really say in what sort of weather it is best to discover Halong Bay. It probably matters not. There is an overwhelming magic to this part of the world, but it is revealed to the visitor both through shades and though brightness. Absence of sunshine or glaring sunlight may render one location as something completely different one day to the next.



Halong Bay was listed as a World Heritage Site in 1994. This marvellous place faces many threats and challenges: among them, the pollution of the waters seems to be a matter that needs urgent attention. On Halong Bay waters are floating tonnes of plastic and polystyrene. It is fast becoming a floating rubbish dump.



La naturaleza es, por así decirlo, caprichosa. Es a fin de cuentas un capricho que nos resulta inexplicable. La naturaleza crea formas sublimes, hermosas y atractivas, y resultan ser inolvidables. Conforme pasa el tiempo – de manera imperceptible para nosotros, que en el mejor de los casos disfrutaremos de unos setenta y pico años en el planeta – del caos emerge una belleza inexpresable. Así se formó Halong Bay.




No me atrevo a decir en qué clase de tiempo es mejor descubrir Halong Bay. Probablemente no importe. Esta parte del mundo posee una magia irresistible, pero al visitante se le revela tanto por medio de sombras como de luz. La ausencia del sol o su presencia deslumbrante pueden hacer que un lugar sea completamente diferente de un día a otro.




Halong Bay fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1994. Este maravilloso lugar se enfrenta a muchas amenazas y retos: entre ellos, la contaminación de las aguas parece ser un asunto que requiere atención urgente. En las aguas de Halong Bay flotan toneladas de plástico y de poliestireno. Se está convirtiendo rápidamente en un vertedero flotante.

Las corrientes amontonan la basura

4 feb 2013

Postcards from Vietnam: 3

Phở: the quintessential Vietnamese dish

Nothing defines Vietnam better than phở. This humble noodle soup is one of the most satisfying yet simple dishes one can encounter. In the big cities of Vietnam, it is the young, busy people’s favourite lunch or dinner. The secret to phở is of course the stock. Made in big pots and using the freshest ingredients, the flavours of the herbs and the lime juice are enhanced by the sublime taste of the stock.

phở
One of the curiosities in Ho Chi Minh (the former Saigon) is the photographs of President Clinton happily enjoying his bowl of phở and posing with the staff. The photographs now decorate the Phở 2000 restaurant, across from the Bến Thành Market in downtown Saigon, a reminder of Clinton’s historic visit.


Due to the pressures 21st-century life puts on people, it is becoming increasingly difficult for families to make phở at home. Unsurprisingly, franchises have been sprouting in the cities, with Phở 24 one of the best I tried. Yet the best phở is the one the visitor will find where tourists rarely venture, where the locals sit down to eat and the English language becomes useless.


The culinary variety of Vietnam is astounding. Despite rice being the staple food one can find anywhere, each region has its own dishes and variations. Visitors to the former imperial capital, Huế, should give Bún bò Huế a try. This is a spicy, rich soup that incorporates the flavour of lemon grass and shrimp paste.

Bún bò Huế

31 ene 2013

Reseña: El quadern de les vides perdudes, de Silvestre Vilaplana


Silvestre Vilaplana, El quadern de les vides perdudes (Alzira: Bromera, 2011). 191 páginas.


El Sr. Oliver, un viejo viudo que vive solo y a quien su casero busca desalojar sea por los medios que sea, padece un severo trastorno de la personalidad: un “huésped” se apodera de su conciencia cada cierto tiempo. Aparte de los lapsos de memoria cada vez más frecuentes, Oliver no sabe qué ocurre cuando el otro toma las riendas de su cuerpo, pero las señales son más que preocupantes: en una ocasión, su ropa termina cubierta de sangre y suciedad; en otra ocasión, lo recogen los paramédicos en la calle, desnudo e inconsciente, y lo llevan a un hospital.
Oliver, antiguo conserje de una biblioteca, ama sin embargo sus libros, lo único que le queda en la vida; a ellos que se aferra para seguir viviendo, aunque tenga que ir malvendiendo algunos valiosos ejemplares cada cierto tiempo para poder comer.

En un entorno con algunos rasgos distópicos, Vilaplana ha escrito una nouvelle en la que las dos principales tramas van confluyendo poco a poco hasta ser una misma. Cuando desaparece una segunda niña del parque cercano a su casa, la policía empieza a sospechar de Oliver. Los indicios apuntan a él; además, la desaparición, sin dejar rastro alguno, de su hija Laura cuando ésta era muy pequeña carga más las tintas de la sospecha policial.

En este escenario, en un piso lóbrego y sucio que me hizo recordar a uno en el casco viejo de València, donde habité un par de años, la existencia del pensionista es sencillamente sórdida, rayana en la miseria. Oliver entabla amistad con Anna, una prostituta que trabaja en el piso de abajo. Los matones que el arrendador Martí ha contratado para asustar a Oliver no se andan con chiquitas, y Oliver escucha escondido e impotente cómo le propinan una paliza a Anna en la escalera.

El desenlace de El quadern de les vides perdudes es ciertamente poco previsible, y el progreso de la narración mantiene al lector enganchado en todo momento, con capítulos cortos y sin descripciones ni digresiones ajenas a la trama. Técnicamente, esta obra de Silvestre Vilaplana supone un salto cualitativo respecto a su novela anterior, L’estany de foc, que reseñé en su día y que fue una de las entradas más populares de este blog a lo largo del año 2012.

Vilaplana emplea dos narradores distintos: Oliver cuenta su historia en primera persona y en presente, mientras que las apariciones del “huésped”, ese alter ego cruel, sádico y desalmado son narradas en tercera persona, y en pasado. El contraste no resulta ser, en mi opinión, nada efectista. Al contrario, permite interesantes matices y detalles que probablemente se pierdan en una lectura superficial y a la carrera.

Así como en L’estany de foc la literatura forma parte de la trama en tanto que el principal protagonista es un traductor, en El quadern de les vides perdudes la literatura universal se erige en gran protagonista, pues Oliver, en su afán por rememorar lo que ha sido una vida abocada a su final, va apuntando en un cuaderno extractos de grandes obras literarias que, a su modo de ver, le dan sentido a lo que les está sucediendo. Autores como Joyce, Borges, Kafka, Bradbury, Kerouac, Vonnegut, Hugo, y obras como Alice in Wonderland, The Portrait of Dorian Gray o La plaza del diamante hacen acto de presencia y añaden una significativa dimensión metaliteraria a una trama ya cautivadora de por sí. Un estupendo ejemplo, éste de la página 186, y que traduzco al inglés para los lectores australianos del blog:

“Ningú com Proust per cloure un camí de record i de temps perdut. No dubte quin fragment tancarà el quadern, el sé, el visc, el puc recitar paraula per paraula, lletra per lletra, des de fa molts anys. Tot i això, el copie conscienciosament, comparant síl·laba a síl·laba amb l’original del llibre. «La vertadera vida, la vida finalment descoberta i dilucidada, l’única vida, per tant, realment viscuda és la literatura». Repasse la sentència i hi trobe la saviesa, la confirmació de la raó que sempre m’ha mogut i que dóna sentit a tantes hores acompanyat de pàgines. L’única manera de retrobar el temps és fer-ho amb els llibres, cercant-lo entre les giragonses de l’escriptura.”
“No one like Proust to put an end to a trail of memories and lost time. I have no doubt as to which excerpt will wrap up my notebook, I know it, I live it, I have been able to recite word for word, letter for letter, for many years. Even so, I copy it conscientiously, comparing it syllable after syllable with the original in the book: "La vraie vie, la vie enfin decouverte et eclaircie, la seule par consequent pleinement vecue, c'est la litterature" [True life, life at last discovered and illuminated, the only life therefore really lived, that life is literature.] I go over the words and realise their wisdom, confirming the rationale that has always moved me and gives sense to so many hours in the company of pages. The only way to finding the past once again is through books, seeking it in the twists of the writing.”
El quadern de les vides perdudes se hizo merecedora del Premi Alfons el Magnànim València de Narrativa de 2011.

28 ene 2013

Postales de Vietnam: 2

Los túneles de C Chi: escenario del horror


Uno de los tours más populares entre los turistas occidentales que pasan por Saigón es la visita a la zona en la que las guerrillas del Vietcong construyeron una laberíntica red de túneles desde la cual combatían a las tropas estadounidenses. El complejo está controlado por los gerifaltes locales del Partido Comunista vietnamita. El tour se inicia con la presentación de un vídeo, no exento de patrióticas soflamas, seguido del discurso de alguno de los cabecillas del complejo, que no dudan en emplear el humor y el sarcasmo al referirse a la guerra y a los eventos que tuvieron lugar en esa zona durante aquellos años. Al que yo escuché, nos explicó con orgullo que una de las mujeres que venden souvenirs en la tienda de recuerdos nació en los túneles, y “fíjense, qué guapa ha salido”.

El recorrido del complejo de C Chi te lleva a la entrada de un túnel, donde uno tiene la posibilidad de ver por sí mismo lo estrechas que eran las entradas y cuán perfectamente disimuladas las construyeron los guerrilleros.


El recorrido incluye la contemplación de diversas modalidades de trampas, que los guerrilleros colocaban en la selva o en los túneles. Las trampas son auténticos ingenios mortíferos, de una crueldad extrema. El soldado que cayera en una de ellas, o bien moría con enorme dolor y sufrimiento, o quedaba tullido o lisiado para el resto de sus días.




A lo largo del recorrido es posible ver también los cráteres que dejaron las bombas norteamericanas. El Vietcong, no obstante, era el epítome de la eficiencia militar: los restos de las bombas, explotadas o no, eran reconvertidos por los vietnamitas en granadas de mano o en obuses caseros.


Durante los varios años del conflicto bélico que los vietnamitas llaman 'la guerra americana', los guerrilleros vivieron la mayor parte del tiempo bajo tierra. Las condiciones eran naturalmente insalubres y extremadamente difíciles. Las enfermedades intestinales, una pobre nutrición y la malaria causaron estragos entre sus fuerzas – de hecho, en los túneles murieron más guerrilleros por causa de las enfermedades que por culpa de los ataques enemigos.

La red de túneles de C Chi se extiende por unos 120 kilómetros de longitud. Es posible recorrer alguno de los túneles, hoy en día ampliados para poder acoger a los turistas occidentales, mucho más altos (y mucho, mucho más anchos) que los vietnamitas. La sensación de claustrofobia y la falta de oxígeno en un recinto estrecho y oscuro hacen que ese recorrido sea una experiencia nada placentera.


A mi parecer, una de las “atracciones” del complejo de C Chi que debiera, si no eliminarse, al menos alejarse, es el campo de tiro, situado “estratégicamente” junto a la tienda de souvenirs y la cafetería. Por unos pocos dólares, los turistas pueden disparar un AK-47 o una ráfaga de ametralladora. El estruendo es aterrador. Es difícil comprender cómo esas personas soportan el terrorífico sonido de la guerra día tras día. El campo de tiro, para esos descerebrados que quieren disparar y sentirse Rambo por unos segundos, podrían alejarlo un poco del complejo. No hay ningún preaviso, y la entrada de menores (los niños también pagan, solo media entrada, no como en la mayoría de los museos de Vietnam) es muy bienvenida.

Como muchos otros recintos en otras partes del mundo, C Chi glorifica la guerra y escenifica el horror de la muerte violenta. Para mí, será la última visita. Una y no más.


The Củ Chi tunnels: a stage for horror

One of the most popular tours amongst Western tourists in Saigon is the visit to the area where the Vietcong guerrillas built a maze-like network of tunnels from where they fought the US troops. The place seems to be controlled by the local chiefs of the Vietnamese Communist Party. The tour always begins with a video presentation full of patriotic slogans, and is followed by the speech of one of the senior officers, who will not hesitate to use humour and sarcasm when talking about the war and the events that took place in the area during the war years. The one I listened to proudly explained that one of the ladies selling souvenirs in the shop was born in the tunnels, and “look how pretty she was born, and still is”.

The Củ Chi tour then takes you to one of the tunnel entrances, where you have the chance to see for yourself how narrow the entrance was and how well camouflaged they were made by the guerrillas.

The tour also features the many different types of traps guerrillas would create in the rainforest or at the entrance of tunnels. They are incredibly cruel, deadly devices. Any soldier that happened to fall in one of them either died suffering enormous pain or would have been maimed and disabled for life.


Along the way it is still possible to see the craters US bombs created. But the Vietcong was the epitome of military efficiency: the remains of bombs, exploded or not, were recovered and converted into hand grenades or other type of homemade weaponry by the Vietnamese.


Guerrillas lived most of the time underground, for the several years the conflict, known in Vietnam as 'the American war', lasted. The living conditions were of course extremely difficult and unhealthy. Intestinal diseases, undernourishment and malaria decimated their numbers – in fact, many more people died from disease in the tunnels than due to enemy attacks.


The Củ Chi tunnel network is about 120 kilometres long. It is possible to walk through some of the tunnels, which have nowadays been slightly widened to accommodate Western tourists, much taller (and much, much wider) than ordinary Vietnamese people. Claustrophobia and the lack of fresh air in such a dark, narrow place make the underground walk a rather unpleasant experience.


In my view, one of the “attractions” of the Củ Chi complex that should be, if not eliminated, at least moved away, is the shooting range, “strategically” located next to the souvenir shop and the café.  For just a few dollars, tourists may fire an AK-47 or a machine gun. The din is of course terrifying. I find it hard to understand how those people can put up with the terrorising noise of war day after day.  The shooting range, for those brainless idiots who wish to fire a gun and feel like a Rambo for a few seconds, should be moved away. There is no warning at the entrance, and children are of course very welcome (they pay for half a ticket, unlike in most museums in Vietnam).


Like so many other places in other parts of the world, Củ Chi glorifies war and has become an arena where the horrors of violent death are displayed. As far as I’m concerned, it will be the last time I visit anything like it. Once is more than enough.

26 ene 2013

Australia, 26 January 2013

National Museum of Australia, Obj. nº 1987.0011.0001
En este 26 de enero de 2013, Día de Australia, reproduzco traducido al castellano un extracto del editorial del periódico de Melbourne The Argus, del 17 de marzo de 1856, y que el magistrado y poeta Peter Gebhardt incluye en un artículo titulado 'A national day of shame' publicado el pasado jueves.

“Nunca hemos escuchado en el Consejo Legislativo debate alguno que más nos provocara sentimientos de amarga indignación, que el que tuvo lugar en torno a la suma dedicada a los aborígenes en los presupuestos. Durante mucho tiempo hemos sido de la opinión de que, en tanto que un pueblo, somos culpables de las más baja mezquindad y deshonestidad en el trato que le damos a esta desdichada raza. Y dicha impresión fue fuertemente reverdecida por la escena a la que nos referimos – por la despreciable cantidad que los ocupantes actuales de esta colonia otorgan a sus poseedores originales, por la indecente frivolidad por la que se caracterizó todo el debate en torno a dicho asunto. Estos pobres infelices tienen, evidentemente, muy pocos amigos. Es de justicia dedicar un momento a la exposición de su causa.

Pareciera que nunca se presenta el hombre blanco…de forma más rematadamente despreciable que en sus relaciones con sus hermanos menos desarrollados. Toma posesión de la tierra por costumbre. Altera el curso de los ríos, ahuyenta los animales de caza, erige cercas, elimina la vegetación y pone sus cultivos, abre las entrañas de la tierra, y se lleva una riqueza incalculable, mientras que los ocupantes originales de esas tierras, no solamente observan con impotencia todo esto, sino que se hunden, emponzoñados por vicios nuevos y arruinados por enfermedades exóticas, hacia un exterminio prematuro. Y nosotros – un pueblo cristiano – una raza devota, magnánima e inteligente – que cuenta con una historia que podemos rememorar, y un talante que apuntalar – nos quedamos inmóviles, callados, ¡y no sentimos el oprobio y el pecado de esa actitud!

Cuanto más pensamos en este asunto, es tanta la humillación y la irritación, que no puede ser tratado de manera atemperada. Si el así llamado 'salvaje' es lo suficientemente astuto como para negociar un precio por su tierra, mi magnánimo europeo condesciende en comprarla. Si el habitante autóctono es tan ingenuo y poco precavido que no estipula los términos de pago, le viene muy bien a la pureza anglosajona tomar la tierra sin pagar por ella. Si estos hombres de piel cobriza tienen tanto conocimiento de la civilización que ya saben del valor de las propiedades, e incluso más, si tienen tantos conocimientos de la guerra que los hicieren peligrosos, Rostro Pálido se lleva la mano a la cartuchera. Si los aborígenes son intelectualmente torpes y carecen de fuerza física, ¡el hombre blanco no considera que sea vergonzoso robarles! Lo que para una naturaleza verdaderamente noble sería causa adicional para prodigar un trato justo e incluso generoso – dada la indefensión y la falta de sofisticación de esos a los que desposeemos – se ha convertido para nosotros – qué vergüenza produce reconocerlo – en ocasión para el engaño y la enajenación fraudulenta.

Afirmamos que en las circunstancias actuales, este país le ha sido descaradamente robado a los negros. Si hubiesen sido como los maoríes de Nueva Zelanda o como los indios de Norte América, tendríamos que haberles comprado la tierra, y haberles dado medios de subsistencia cuando la tomamos. Mas como resultaron ser débiles, pobres e inexpertos, los hemos desalojado sin pago ni recompensa alguna. Protestamos contra esto en tanto que es un acto de tan cobarde y sórdida tiranía – de una deshonestidad tan vil y flagrante – como el mundo ha visto y verá. Nosotros, el pueblo de esta colonia, tenemos en esta instancia la posición de embusteros y timadores, y no mereceríamos que esta tierra, que ha sido adquirida tan indignamente, prosperase con nosotros.”


Desde 1856 a 2013 las cosas han cambiado, pero no tanto. Como dice Peter Gebhardt, "Washing the blood away doesn't wash away the stain", es decir, que por mucho que se haya lavado la sangre, la mancha permanece (Macbeth de esto sabía lo suyo).

Por el futuro de mis hijos, que han nacido en esta tierra, yo me niego a celebrar la injusticia en la que se fundamenta esta Australia en 2013.

23 ene 2013

Reseña: El amor verdadero, de José María Guelbenzu


José María Guelbenzu, El amor verdadero (Madrid: Ediciones Siruela, 2010). 584 páginas.

Que la narrativa española actual más conocida presenta por lo general un panorama, si no desolador, al menos muy preocupante, no debe de ser noticia para nadie. A las listas de los libros más vendidos me remito. Realmente es difícil encontrar un novelista cuya obra reciente merezca el calificativo de excelente, o simplemente muy buena.

Pudiera ocurrir que un lector habitual de novela española, harto ya de añagazas pseudometafísicas (Fin o Marcos Montes, por poner dos ejemplos que fueron en su día muy populares) o de malabarismos narrativos con un cierto deje narcisista (Ejército enemigo), lea, todavía con alguna esperanza, alguna reseña en esos suplementos culturales que todos conocemos, y que opte por dar algún crédito a lo que le dicen en ellas los “expertos”.

El amor verdadero es la primera novela que he leído de José María Guelbenzu, quien hace acto de presencia de manera muy habitual con sus reseñas en Babelia. Es también muy probable, dicho sea de paso, que sea la última, al menos en mi caso. Y no es que sea rematadamente mala. Nada de eso. Guelbenzu tiene mucho oficio, pero no me resulta notable. Para mí, tras haber leído El amor verdadero, no es un autor imperdible.

Con un planteamiento en principio harto ambicioso, Guelbenzu busca abarcar casi sesenta años de historia de España a través de una narración plagada de múltiples puntos de vista, de la vida y la relación de un matrimonio, Andrés Delcampo y Clara Zubia, quienes repetidamente admiten que el otro es el hombre/la mujer de su vida. Nacidos ambos en un pueblo castellano en los primeros años de la durísima posguerra, Andrés y Clara quedan emparejados gracias al hechizo que lleva a cabo el tío de Clara, Cadavia. Más que el azar, Guelbenzu nos quiere dar a entender que es el tesón pasional  de ambos, Andrés y Clara, lo que los empuja a encontrarse en Madrid cuando empiezan a hacer vida propia como estudiantes universitarios. Una pareja de “personas corrientes, no…vulgares”, cuya lealtad, respeto y afecto mutuo son la envidia de casi todos los que los conocen. Pero, ¿son realmente tan leales y fieles como parece?

Así como en sus inicios El amor verdadero cautiva en parte por la brillantez del lenguaje, y en parte gracias a un aciago episodio de posguerra que la niña Clara describe, y cuya importancia queda un tanto diluida, al aparecer casi trescientas páginas después, la novela se desdibuja por momentos, en tanto que Guelbenzu insiste en recargar la narración con detalles de anécdotas y chismorreos sobre prácticamente cada uno de los personajes secundarios, además de alguna que otra disquisición moralizante en torno a la política española de la transición y los primeros años de la democracia. Podría apuntarse también que el texto se hubiera beneficiado de una revisión con espíritu crítico: en concreto, en el primer capítulo de la Primera Parte, la machacona inclusión de frases introductoras (“En el despacho.” “En la galería.”) para indicarle al lector dónde tiene lugar el diálogo que sigue. Son totalmente superfluas, y por tanto son un incordio.

Por otra parte, tanto bailoteo de voces narradoras (son tres: Andrés, Clara y un narrador omnisciente, en ocasiones un pelín condescendiente) y de posicionamientos temporales terminó por incomodarme. A mi parecer, cuando el autor obliga a que cada dos o tres páginas el lector tenga que adaptarse a una voz narradora “distinta” – lo pongo entre comillas porque no son tan diferentes, exceptuando algunos pasajes muy bien trabajados (he ahí el buen oficio novelista de Guelbenzu al que aludía antes), corre el riesgo innecesario de cansar al lector.

Incluso los primeros monólogos interiores de Clara Zubia me parecieron un poco acartonados, les faltaba vida: el abuso de los coloquialismos y las frases hechas no es suficiente para dotar de vida a un personaje:

“Lo cierto es que me gusta Andrés, me encanta Andrés, estoy enamorada de él, pero tiene que sufrir. Hasta que no sufra no hay tu tía. Si a los chicos les pones las cosas fáciles, preparate a que te dejen colgada o, lo que es peor, te tengan ahí aparcada mientras ellos vienen y van. No es que a mí me guste este plan, es que las cosas son así.” (p. 107)
“Voy a trincar a Andrés, ya está bien de jugar al gato y al ratón, o sea, a la gata y al ratón. Aunque también lo puedo dejar para después del verano, sí, buena idea, que espere un poco más […] reconócelo Clara, te encantaría pasar el verano con él. Pero ¿dónde? ¿Sin dinero? Es un sueño. Qué asco ser jóvenes.Andrés es terco y no se apea fácilmente de sus errores. Pero si el tío Cadavia se decide a ayudarme, idea que se me acaba de ocurrir, podemos adelantar acontecimientos.” (p. 120-1)

Hay que reconocer no obstante que a medida que avanza la novela, el personaje de Clara va cobrando dimensiones gratamente sorprendentes, hasta convertirse en el personaje principal, muy por encima de Andrés, al cual Guelbenzu no consigue en mi opinión separar plenamente de esa condescendiente tercera voz narradora, la voz omnisciente que al final se nos revela, à la Melville en Moby Dick, como Asmodeo.

Hay otros aspectos de El amor verdadero que merecen comentario, como algunas interesantes referencias metaliterarias a la situación actual de la literatura española (me pregunto si el propio Guelbenzu habrá caído alguna vez en las malas prácticas que critica por voz de su personaje Mateo Perdiz), y las numerosas citas de obras poéticas, generalmente bien ajustadas al contenido de la novela.

Por lo demás, y como es ya habitual en demasiadas ediciones españolas, hay unas cuantas erratas y gazapos de edición, algunas gordas (“una día tan bueno” (p. 134), “se alienan botellas” (p. 315), “atravesando por un periodo” (p. 310), o “ni un sólo comentario” (p. 380)).

El amor verdadero atraerá a muchos lectores poco exigentes, no me cabe ninguna duda. Es una historia con indudable interés, pero con una estructura cansina, un tanto fatigosa. En ocasiones al texto le falta frescura, y posiblemente le sobren muchas páginas. En pocas palabras, a mí no me convence.

17 ene 2013

Postales de Vietnam: 1


Para el recién llegado a Vietnam, sea al aeropuerto de Saigón, el gran centro económico del país, o al de la capital, Hanói, los primeros minutos en un taxi son de una angustia y un pánico irremediables. Los vietnamitas parecen no tener un reglamento de circulación, se dice el viajero recién llegado. El taxista está loco. Todos los demás que ocupan las carreteras están locos. Piensas que en cualquier momento el taxista va a llevarse a una moto por delante y el motorista va a aterrizar en el parabrisas, o peor, va a atravesarlo y te va da a dar a ti.

Y uno se imagina ensangrentado por la sangre y las vísceras de un pobre motorista vietnamita, destripado e incrustado en el parabrisas del taxi que  le lleva por la carretera de acceso a Hanói, o en la espaciosa avenida que une el centro de Ho Chi Minh con su aeropuerto.

Y sin embargo, eso no sucede. Salvo alguna contadísima excepción, claro está.

Este video, cuya duración no llega al minuto, está grabado desde la terraza de una cafetería en el centro de Hanói. Las cinco calles que confluyen en esta especie de plaza no tienen semáforos. De hecho, apenas hay semáforos en Hanói (ni tampoco abundan en Saigón), y los pocos que hay la mayoría de los motoristas no los respetan. Los pasos de cebra, señalizados como están, no significan nada (a un extranjero que se paró en un paso de cebra para dejarnos pasar lo hincharon y vituperaron ¡a claxonazos!)

Observa:

Quien no conozca Vietnam es muy probable que no dé crédito a sus ojos. ¿Cómo es posible que no haya ningún accidente? El cruce en cuestión tiene una altísima intensidad de tránsito a todas horas. El minuto que puedes ver en el video es una mínima muestra de lo que sucede prácticamente las 24 horas del día. Los peatones también cruzan a su aire, por cierto. Una asombrosa concentración de líneas en un mismo plano que sin embargo, no entran en colisión.

Estuve pensando un poco sobre este fenómeno. Algo así nunca ocurriría en Europa, ni en Australia, ni en los EE.UU. Ni siquiera en la ciudad de México, famosa por el caos circulatorio de sus calles, el caos llega a tanto.

Mi conclusión fue que, pese a las pocas reglas que rigen el tráfico en Vietnam (no es necesaria licencia de conducción para ir en motocicleta), hay una que está por encima de todas las demás: No hagas daño a los que comparten la vía contigo. Puedes colarte, recortar ángulos, saltarte los semáforos o incluso ir en dirección contraria, pero no les hagas daño a los demás usuarios de la calle. Esa parece ser la regla no escrita que permite que todos (una inmensa mayoría, en todo caso) vuelvan a casa cada noche.

¿Qué otra explicación puede haber?




For the traveller who has just arrived in Vietnam, whether at the airport of Saigon, the country’s great financial engine, or that of the capital, Hanoi, the first few minutes in a taxi can be of unavoidable agony and panic. Vietnamese people do not appear to have a set of traffic rules, the traveller might tell themselves. The taxi driver is crazy. All the other people on the road are absolutely crazy. At any moment now, the taxi driver is going to run into a motorbike, and the motorcyclist is going to land on our windscreen, or even worse, the guy’s going to crash through it and hit me, the traveller thinks.

And you easily picture yourself covered in blood and with the guts of a poor Vietnamese victim of a traffic accident, gutted and inserted through the windscreen of the taxi on the road to Hanoi or the great avenue that joins downtown Ho Chi Minh with its airport.

However, the above does not happen. There is always the odd exception, of course.

The video that follows, hardly a minute long, was recorded from a café at the top floor of a building in the very heart of Hanoi. The five streets that come together in this sort of square or place do not have traffic lights. In fact, there are not many traffic lights in Hanoi (they are not abundant in Saigon, either), and the few there are most motorists do not obey. Pedestrian crossings, though clearly signed, do not mean anything to them (yet a foreigner who stopped at one to let us cross the street was taken to task and hooted down!)

You've watched the video?

If you don’t know Vietnam, you can hardly believe your eyes. How is it possible that no accident actually takes place? The intersection has very high traffic intensity at all times. This one-minute footage is but a minimal sample of what happens there almost 24 hours a day. Pedestrians too cross the road as they wish, by the way. It is an amazing encounter of lines on one same plane, yet they never collide.

I thought about this for a while. Something like this would never take place in Europe, in Australia or in the USA. Not even in Mexico City, notorious for the traffic chaos that rules over its streets, reaches this kind of bedlam.

The conclusion I came to was that, despite the few rules that seem to regulate traffic in Vietnam (a driving licence is not required for driving a motorcycle), there is one that overrides all others: Do not hurt those who share the road with you. You may get out in front, cut corners, run a red traffic light or drive against the oncoming traffic, but do not hurt others on the streets. That seems to be the unwritten rule that allows them (most of them in any case) to get home every night.

Any other explanation, anyone?

14 ene 2013

Reseña: Infinite Jest, de David Foster Wallace


David Foster Wallace, Infinite Jest (Londres: Abacus, 1996). 1079 páginas.

Hay algunas (pocas, a decir verdad) obras de literatura cuya lectura te deja un poco abrumado, apabullado, y es incluso posible que uno se sienta casi incapaz de empezar a poner por escrito las impresiones que esa obra le ha causado. Infinite Jest, de David Foster Wallace, es una de esas grandes obras literarias. Es una locura de novela en prácticamente casi todos los aspectos que uno quisiera poder hincarle un diente reflexivo: por su estructura, por sus múltiples tramas o por su exigente lenguaje, por mencionar tres.

De Wallace, que se suicidó hace unos cinco años, no había leído absolutamente nada hasta ahora. De hecho, solamente empecé a conocer de su existencia cuando ya era (por así decirlo) demasiado tarde, la curiosidad por su obra aguijoneada por los amigos de Hermano Cerdo, quienes lo tenían en un pedestal.

El título de la novela se debe a una de las mayores obras teatrales jamás escritas, Hamlet, la cual también me resultó en su momento una locura – particularmente en el contexto de la traducción, un desafío en el que participé durante un par de años con la Fundación Shakespeare de Valencia. Las palabras las pronuncia Hamlet recordando al bufón Yorick, cuya calavera han sacado los sepultureros en la primera escena del quinto acto. Yorick, nos dice Hamlet, era un hombre que no paraba nunca de bromear.

Situada en un futuro en el que los años son patrocinados por un producto (la mayoría de los sucesos que narra la novela tienen lugar en el “Year of the Depend Adult Undergarment”, el Año de la Prenda Interior Depend), Infinite Jest une las tramas de muchos personajes, pero son tres las nebulosas argumentales principales. La de Hal Incandenza, talentoso tenista y estudiante en la Escuela de Tenis de Enfield, fundada por su padre James, prodigioso tenista joven y experto en óptica, quien se dedicó también a filmar “entretenimientos”, películas vanguardistas, una de las cuales engancha de tal manera al espectador que éste no quiere nunca dejar de verla una y otra vez, ¿hasta morir de inanición?

La segunda es la de Don Gately, exconvicto, “artista” del robo y drogadicto reformado que trabaja en Ennet House, refugio para los que toman la decisión de dejar la calle, las drogas y/o el alcohol. Gately es un gigantón, capaz de matar a alguien con sus manos, aunque en el fondo odia la violencia.

Una tercera línea argumental es la que desarrolla Wallace a través de los encuentros entre uno de Les Assassins en Fauteuils Roulants, Rémy Marathe, y un agente de espionaje de la administración gubernamental, Hugh Steeply, disfrazado de Helen Steeply para intercambiar información con Marathe.

La mayor parte de la trama y subtramas que componen la novela tienen lugar en Boston. Pero el escenario geopolítico que presenta Wallace es distinto de la realidad. Se ha formado ONAN, la Organización de Naciones Norteamericanas (con sus muy divertidas palabras derivadas, ONANismo y ONANista), pero una amplia cuña del noreste de los EE.UU. ha sido convertida en vertedero tóxico y cedida a Canadá, a lo que los habitantes de Quebec han respondido con la formación de células terroristas – una de ellas, la más sanguinaria, Les Assassins en Fauteuils Roulants, es decir, Los Asesinos en Sillas de Ruedas.

Infinite Jest resulta enloquecedora por momentos, y no debe extrañar que muchos lectores abandonen en el intento. Personalmente la idea de tirar la toalla no me pasó por la cabeza en ningún momento, aunque sí confieso que la novela me hundió en la confusión en muchos momentos. Curiosamente, la aparición del caso Lance Armstrong en estos momentos puede resultar muy oportuna para la lectura de esta novela. Wallace escribió una gigantesca sátira en torno a las obsesiones más propiamente norteamericanas: el logro del triunfo a toda costa, utilizando drogas si fuera necesario, y el abuso de sustancias estupefacientes, que no es sino una de las muchas aristas de la cuestión anterior. Y como una suerte de telón de fondo que contribuye a destacar todo lo anterior, esa obsesión norteamericana por el entretenimiento interminable al que se llega por el aturdimiento intelectual del espectador.

Wallace colma de detalles la narración, y hace alarde de una erudición ilimitada (una de las muchas palabras que desconocía, pero que quise saber qué significaba, es “koan”, que resultó ser de origen japonés). El autor también hace cierta ostentación de su enorme potencial creativo as través de la sintaxis y el amplísimo abanico de registros que refleja en el habla de los personajes (la creación de Marathe es, en este sentido, sublime). En todo caso, el lector puede escoger seguirle el juego a Wallace y buscar todas las palabras que desconoce, o simplemente contentarse con su ignorancia y seguir leyendo. Infinite Jest divierte, entretiene, entristece y apasiona; es una obra extremadamente inteligente, densa hasta la saturación en contenidos, lenguaje y estructura. Un corrosivo humor negro la recorre desde principio a fin, invitando a la carcajada o a la reflexión, según sea nuestro estado de ánimo.

En alguna parte he leído que Wallace encontró más de 700.000 erratas en las primeras galeradas del libro. Unas cuantas siguen ahí, casi diecisiete años después. Una cuestión distinta es la repetición deliberada de algunos detalles: por ejemplo, el hecho de que James Incandenza se suicide metiendo la cabeza en el horno microondas de su residencia en la Academia de Tenis de Enfield aparece numerosísimas veces en la narración, aunque no siempre sea necesario hacer referencia a los detalles.

Por mi parte, estoy deseando leer otras obras de Wallace, y conocer más acerca de este prodigioso creador, que lamentablemente decidió poner fin a su vida. 

Posts més visitats/Lo más visto en los últimos 30 días/Most-visited posts in last 30 days

¿Quién escribe? Who writes? Qui escriu?

Mi foto
Ngunnawal land, Australia