Mauricio Electorat, No hay que mirar a los muertos (Santiago: Tajamar, 2015). 151 páginas.
Milan Petrovic,
escritor de origen chileno de novela negra en francés, ha de regresar a
Santiago debido a que su padre sufre un proceso canceroso terminal. La relación
del escritor con su país de origen es inestable en el mejor de los casos:
“Todos pobres, mucho mejor, todos cagados…pero felices, guiados por Dios… ¿Y
cuando se acabe? Nos vamos también. Nos asilamos en Argentina, en el Perú, en
Nueva Zelandia y le regalamos esta cagada de país a los bolivianos… La Chili: le nouveau radeau de la Méduse,
la balsa de la Medusa, un país todo tirillento, flotando, pide asilo, chilean [sic] boat people… (p. 28).
Su retorno a
Chile también le lleva a reencontrarse con su hermano Vladimir, que vive con
cierta opulencia, y la hermana gemela de éste, María. Dos polos opuestos del
Chile post-Pinochet. A los 18 años, María regresó desde el exilio en Francia
junto con su novio para unirse a la lucha contra el dictador. El novio,
Fernando, fue eliminado por el régimen y María se vio reducida a la pobreza y
desde entonces vive ejerciendo la prostitución.
Pero para Milan
lo más difícil de reconciliar en su regreso a Chile son sus propios demonios.
Los recuerdos de su detención por los carabineros y los malos tratos y torturas
a que es sometido. El recuerdo imborrable de cómo un tío suyo, Waldo, hombre
del régimen pinochetista, le salva la vida, pero ¿a cambio de algo
inconfesable?
Narrada
completamente en presente y en primera persona, Electorat alterna capítulos de
mera narración con otros en los que introduce diálogos que reproducen el habla
chilena. Y en el comienzo del libro esto funciona, e incluso engancha al lector,
como cuando Milan llama por teléfono para contratar la visita de una chica de
alterne llamada Ornella a su habitación del aparta-hotel; Ornella resulta ser
su hermana María.
Sin embargo, y esto
es algo muy de lamentar, todo el conjunto se desmorona hacia el final del
libro. La técnica narrativa del presente no funciona para el Milan desquiciado
y alucinado que regresa a París, acompañado de sus fantasmas, demonios
interiores y visiones que le obsesionan. Electorat tenía muchas otras opciones
para crear un relato más verosímil y efectivo, manteniendo el mismo desenlace.
El resultado es una novela un tanto fallida, demasiado breve para lo que podía haber
sido y que no cuaja el potencial que la historia de Milan Petrovic le ofrecía.
En mi opinión, lo
mejor de No hay que mirar a los muertos
es el inteligente juego que se establece entre poesía y narración. Así,
mientras Milan acompaña a su padre moribundo con vasitos de pisco, le va
leyendo sus poemas favoritos. Figura por supuesto Neruda, pero también Gonzalo
Rojas, Nicanor Parra, Armando Rubio. No habría estado de más incluir un apéndice
o un listado de los poemas citados y sus autores. Por lo demás, la edición de
Tajamar contiene algunas erratas de bulto (“Nos sabíamos todos la fracesita de
memoria” (p. 12).
Pucha, qué pena, con lo buena que podría haber sido…