20 ene 2012

Reseña: Marcos Montes, de David Monteagudo


David Monteagudo, Marcos Montes (Barcelona: Acantilado, 2010). 118 páginas.

Un minero llamado Marcos Montes (a mí me resulta algo bastante extravagante que el autor se empecine en recordárnoslo al menos siete veces en las cinco primeras páginas de este burdo sucedáneo de novela) se levanta temprano y entra en la mina, de donde se dispone a extraer oro. Mientras realiza las tareas que hace de forma cotidiana el narrador quiere hacernos creer que el personaje se enfrasca en disquisiciones inútiles: “Su mente vagaba, ocupada en ideas fugaces, caprichosas, que nada tenían que ver con los objetos que le rodeaban”.

Mal empezamos, ¿no?

Para más inri, se nos relata que el minero se deja atrapar por el ruido rítmico de la perforación del taladro en la roca y se sumerge en sus ensueños (en contra de las más elementales recomendaciones de seguridad, cabría recordar). No es de extrañar, pues, que el minero perezca cuando se produce un derrumbamiento en el interior de la mina.

Un momento: resulta que no, que a pesar de que la ha caído encima “una brutal y avasalladora ola de piedras” – hay que agradecerle al autor no haber caído en la tentación cada vez más extendida de referirse a un tsunami – que “lo empujó, lo desplazó unos metros, lo tiró al suelo para [sic] cubrirlo con lo que parecían toneladas, una montaña entera de cascotes que le inmovilizó por completo”, a pesar de lo anterior, Marcos Montes no ha muerto, parece.

¿Por qué?, podría preguntarse el lector. Quizá la pregunta pertinente en este caso sería, no por qué, sino para qué.

Posiblemente, aventuro yo, para que el autor pueda alargar lo que en principio habría sido un cuento fantástico más o menos interesante, hasta dotarlo de la longitud de una novelita breve. Sin embargo, la transformación de una idea buena para un cuento a la larga resulta en su mayor parte anodina e intrascendente, con un final tan previsible como insulso.

Al igual que en la primera novela que publicó Monteagudo, Fin, ya reseñada anteriormente aquí, Marcos Montes me pareció por momentos una narración sin brújula.

Lo cotidiano de la vida del protagonista viene descrito en un registro muy literario, que no creo que case con la realidad del trabajo de un minero. La trama avanza por derroteros que nos llevan de lo que debiera ser la claustrofobia propia de los que esperan el rescate (apenas queda transmitida) a una trama secundaria y metafísica, la cual sirve de argumento para elaborar un poco sobre el pasado del protagonista y propiciar un exiguo esbozo de lo que puede ser el arrepentimiento y el perdón de las faltas que puede uno cometer en vida.


No me convenció Fin en su día, y me ha decepcionado (muchísimo) Marcos Montes ahora. Aun así, no quisiera recomendar a nadie que evite su lectura. Todo lo que sea leer con mirada crítica es bueno para el lector. Por eso, pienso que es bastante más efectivo invitarte a leerlo y a que saques tus propias conclusiones: puede que coincidas con las mías, o puede que disientas y que Marcos Montes te entusiasme. La risa, como suele decirse, va por barrios.

17 ene 2012

Reseña: The Roving Party, de Rohan Wilson




Rohan Wilson, The Roving Party (Crows Nest: Allen & Unwin, 2011). 282 páginas.

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Desde hace tiempo se vienen produciendo en Australia interesantes debates en torno a la historia oficial de la colonización, y en el terreno estrictamente literario, sobre la legitimidad o la propiedad del uso que hacen los novelistas contemporáneos de las fuentes históricas para escribir recreaciones y ficciones que contienen elementos y personajes históricos. Algunos historiadores y académicos han hecho público su desagrado por esta tendencia, mientras otros se han limitado a recordar al público la diferencia entre historia como disciplina y la escritura novelada de la historia como producto literario.
La historia a la que nos remite The Roving Party es la de la partida que organizó John Batman (fundador de la ciudad de Melbourne) por encargo del gobernador de lo que hoy en día es Tasmania, que por entonces todavía recibía el nombre de Van Diemen’s Land, la tierra de Van Diemen, bautizada así por el neerlandés Abel Tasman, primer explorador europeo en desembarcar en la isla en 1642. La partida, compuesta por varios convictos y un par de guerreros Dharug venidos expresamente desde Sydney para ayudar a seguirles el rastro a los aborígenes, recorrió diversas partes de la isla en 1829.
Wilson inserta en esta historia a un personaje enigmático y complejo, Black Bill. Indígena de la isla pero educado por los colonos blancos ingleses, Black Bill no pertenece por completo a ninguna de las dos culturas, pero ha tomado partido por Batman – aparentemente porque con Batman no le va a faltar la comida. No obstante, parece haber en él también un rescoldo de odio o resentimiento contra el líder de los aborígenes a los que persigue el grupo de Batman, Manalargena, a quien considera un brujo.
Desde el mismo comienzo de la novela Wilson nos recuerda que Black Bill opera en un doble nivel: es, por una parte, el mercenario implacable que sirve a Batman para sus propósitos, pero por otra queda clara su conexión mítica con la tierra, con su gente. Si en la primera escena encontramos la referencia a su nombre tribal, “nombre que ya no le servía de nada”, en la escena final es el propio Black Bill el que susurra el nombre secreto de su hijo, nacido muerto. Que el hijo de Black Bill naciera muerto añade todavía mayor simbolismo e ironía a la tarea a la que el nativo se ha encomendado: el exterminio de las tribus autóctonas.
Black Bill es por tanto, y sin lugar a dudas, el protagonista de la narración, y Wilson desarrolla espléndidamente su relación con el líder, Batman, y con el resto de los expedicionarios. La relación del vandiemeniense con Batman es otro de los aspectos interesantes de la novela. Hay entre ellos un evidente respeto mutuo (Batman consulta con Black Bill en numerosas ocasiones), pero el indígena nunca va a ser considerado como un igual por el jefe de la expedición.
Los diálogos son, como cabría esperar, comedidos, y apuntan más que denotan el sentido y la intención de las palabras. Corresponde pues al lector profundizar en la compleja psicología de los personajes mientras los acompaña por el territorio agreste y hostil en las cercanías de Ben Lomond, y en la narración escueta de la brutalidad de sus actos y sus reacciones instintivas.
También el clima se erige en obstáculo al avance de la partida de aniquilación de Batman. En las tierras altas de Tasmania, el frío, la niebla, la escarcha, la lluvia y la nieve añaden una buena dosis de tensión a la narración; mientras los convictos van prácticamente descalzos, Black Bill luce un estupendo par de botas, lo que le granjea la envidia de los penados, que nunca podrán considerar a Bill como un igual.
Puede que, en su estructura y trama, The Roving Party les recuerde a muchos a otra gran novela, la muy admirada Heart of Darkness de Joseph Conrad. El de Batman, Black Bill y los demás mercenarios es también un viaje al interior de una tierra salvaje, además de suponer un viaje interior hacia las profundidades más crueles y despiadadas de la psiquis humana.
Como curiosidad mencionaré que Rohan Wilson se pasó varios años investigando en las fuentes históricas disponibles, y como fruto de su trabajo de investigación publicó su tesis de grado de maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Melbourne, titulada The Roving Party & Extinction Discourse in the Literature of Tasmania, que contiene el embrión de la novela y que puede consultarse en internet (nota: es un archivo PDF de 133 páginas) aquí.
The Roving Party es un libro que deja huella en la memoria del lector, tanto por la calidad de su prosa como por la terrible historia que cuenta. Por esta novela de debutante, Wilson fue galardonado con el Premio Literario Australian/Vogel de 2011.
Y como suele ser habitual en Notas Literarias, te obsequio con las primeras páginas de The Roving Party, invitándote a disfrutar de su lectura.

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Al alba, llamaron con silbidos al Negro Bill, y luego por su viejo nombre de miembro del clan, nombre que ya no le servía de nada. Él se irguió en el catre y miró a su alrededor. El fuego en el hogar se había apagado, y la cabaña estaba totalmente a oscuras. Dobló la manta sobre su fémina, cubriendo el pequeño bulto de su vientre. Se puso el sombrero y las botas, todo el tiempo escuchando a las almas distantes que le silbaban y llamaban como si fuese un perro de caza que debiese estar dispuesto para la montería. Entonces él empujó la trampilla hacia fuera y se quedó en el hueco, observando cómo los enormes eucaliptos enhiestos como columnas lentamente iban distinguiéndose a medida que el sol iluminaba la tierra. El aire estaba húmedo y neblinoso entre las finas rendijas de luz, y estuvo un buen rato mirando fijamente al exterior hasta que se dio cuenta de su presencia. Primero vio a los perros, enflaquecidos por las lombrices, medio ocultos por los bancos de niebla. Después, dispuestos entre los vaporosos matorrales que rodeaban su choza, aparecieron como llegados de un sueño etéreo. El Negro Bill apretó los dientes. Era un grupo de cazadores de los hombres Plindermairhemener.
Lo estaban observando a través de las brumas, sujetando puñados de lanzas como si fueran largos y espigados alfileres. De sus cuerpos colgaban indolentemente los mantos de piel de canguro que ocultaban las piezas de ropa que llevaban debajo, pantalones viejos, desgarrados y ennegrecidos por la sangre de las presas que habían cobrado, y camisas de algodón que habían robado, ya convertidas en andrajos. Uno de ellos iba vestido con una cartuchera de un soldado de infantería, y otro llevaba puesta una chaqueta de fina lana como si se hubiera vestido para la cena. Cortaban el aire con la respiración. No era un grupo de reliquias surgido de las praderas donde sus antepasados habían caminado, sino hombres recreados en modos peculiares a este nuevo mundo. Mientras observaba a aquellas figuras desde la puerta de su hogar el vandiemeniense buscó el cuchillo que guardaba entre los omóplatos.
Destacaba entre aquella singular horda Manalargena, quien llevaba en los hombros una maza de madera de acacia, manchada con la suciedad de la guerra. Hizo girar la herramienta al tiempo que guiaba a la partida desde los matorrales, flanqueado por la jauría de perros, y la corteza de los árboles crujía bajo sus pies. Manalargena era vanidoso, siempre lo había sido, y su esposa le había pintado el cabello de ocre formando largos tirabuzones, de manera tan precisa como las cuerdas que hacían las mujeres. En realidad, todos los hombres llevaban los cabellos del mismo modo, esculpido por las mujeres, pero solamente el cacique caminaba por aquella tierra como un individuo enamorado del sonido de sus propios pasos: mina bungercarner. nina bungercarner. mina tunapri nina. nina tunapri mina. Fijó su mirada en el rostro de Bill mientras hablaba.
narapa. El Negro Bill bajó el cuchillo.
Los hombres del clan se colocaron sobre la tierra junto a la choza de Bill, y con las palmas de las manos abiertas le hicieron gestos para que también él se sentase. La pintura de guerra estaba todavía fresca, y cuando Manalargena le ofreció una concha de abulón rellenada de grasa y tintura ocre, el vandiemeniense la aceptó, se quitó el sombrero y se impregnó la cabeza con la pintura. Bill llevaba el pelo muy corto, como los hombres blancos de la región, pero los hombres del clan lo observaron con solemne consideración, y si en su opinión el pelo merecía su desprecio, no dieron muestra de ello. El cacique volvió a dirigirse a Bill, y esta vez lo hizo en parte en inglés para hacerle saber su sitio. Pues el vandiemeniense era para ellos como un blanco.
—Tummer-ti, le dijo. Venimos, te necesitamos. ¿tunapri mina kani?
El Negro Bill estudió su rostro lleno de profundas arrugas.
Tú ven, luchar, dijo el cacique.
¿Eh?
Lucha con nosotros.
—¿Dónde? ¿carnermena lettenener?
tromemanner.
Bill miró alrededor suyo, a aquellos guerreros de rostro adusto; cada uno de ellos le sostuvo la mirada, y vio entre sus rostros las audaces expectativas que tenían de él.
—Tú hombre fuerte, tú lucha, dijo el cacique. Ven con nosotros.
El Negro Bill guardó silencio. Se rascó las viejas cicatrices rituales que tenía en el pecho. Llamó a su fémina para que se levantase del lecho, y cuando no hubo respuesta, volvió a llamarla, y sus palabras quedaron extrañamente amortiguadas por la niebla entre los árboles. Pronto ella apareció en la puerta, envuelta en una manta, y Bill le pidió que sacara la carne.
tawattya, —les dijo a los guerreros, pero ellos miraron hacia otro lado y movieron la cabeza. El pelo, demasiado largo para una mujer negra, parecía molestarles.
—¿Su nombre, cuál?
Bill se encaró al cacique. —Katherine.
—Katarin, — el cacique se dirigía a ella. —Tú, buena mujer. Tú trae comida, Katarin. Trae té. Buena mujer. Nosotros hablamos.
Ella se quedó mirándolo. Entonces desapareció en el interior de la choza.
Manalargena sonrió y esperó a que ella regresase con un trozo de carne de canguro fría. Los guerreros comieron copiosamente y se fueron pasando uno tras otro el cazo del té. Por encima del rumor de los sorbidos el cacique alabó a Bill por la esposa que había tomado, por su obediencia, su silencio, y por puro capricho se puso en pie y, pavoneándose, hizo burla de su propia esposa, tan presuntuosa, y los hizo reír a todos con la interpretación de su arrogante porte. Tenía la barba enmarañada, y sus nudos lacios, rojos como barba de gallo, se sacudían mientras caminaba. Oscuras manos se agitaban a su paso, y alzó la nariz. Los guerreros se rieron, pero Bill siguió observando y no dijo nada.
Una vez más, el cacique se sentó entre los hombres del clan y echó mano al cazo. Bebió, se secó los labios y miró en dirección a Bill. En la puerta, Katherine se sujetaba la barriga redonda. El cacique movió un dedo encorvado en dirección a ella.
—¿Ella encinta, de qué?
—No lo sé, —dijo Bill.
El cacique la consideró un momento y se frotó su maltratado brazo izquierdo. Era una masa de cicatrices, donde había intentado eliminar el demonio de su espíritu de juventud con sangrías.
—Un niño, —dijo. —Un niño fuerte. Yo sé esto.

12 ene 2012

La librería de los convictos

Pienso que el carácter o la historia del lugar donde uno compra sus libros les añade algo indefinible. Con frecuencia he salido de librerías con las manos vacías (y el bolsillo intacto – o mejor dicho, la tarjeta de crédito incólume) porque la atmósfera de grandes superficies no resulta placentera ni atractiva para la compra de libros.

Por eso, el hallazgo de una librería que tiene entre sus paredes una historia como la que posee ésta en Campbell Town, en Tasmania, fue una experiencia rara, y es algo curioso que merece reseñarse.



The Foxhunters Return Bed and Breakfast, en Campbell Town. La librería está ubicada en los sótanos, en la parte trasera de la casa.


The Book Cellar (que vendría a ser algo así como el sótano o bodega de los libros) forma parte del imponente edificio que alberga un Bed and Breakfast, sito en la carretera que une la capital de Tasmania, Hobart, con la segunda ciudad más importante de la isla, Launceston, y se halla en la entrada a Campbell Town por el sur.

The Fox Hunters Return fue construido alrededor de 1833, y en un principio era parada obligatoria para postas y diligencias, que hacían el trayecto entre las dos ciudades. El pueblecito de Campbell Town recibió su nombre de la esposa del gobernador Macquarie, Elizabeth Campbell. Cerca del edificio está el puente de ladrillo rojo que construyeron los convictos.


En cada una de las secciones dormían unos 80 convictos. Espacio muy reducido, condiciones absolutamente infrahumanas.
Es por esa razón que los sótanos del edificio fueron durante varios años los aposentos donde dormían los reos. Las condiciones en que sobrevivían o malvivían eran terribles, pero las de su trabajo eran mucho peores: las temperaturas en invierno eran bajísimas, no recibían más sustento del necesario para que no murieran de hambre, y sus ropas y calzado eran de la peor calidad.


El tríptico promocional de Fox Hunters Return

La librería en sí es modesta; no contiene un catálogo descomunal ni mucho menos: a la venta hay libros nuevos y usados, y algunas rarezas y volúmenes viejos que sin duda atraerán a los coleccionistas. Entre la sección de literatura inglesa avisté, por ejemplo, una copia de The Moonstone, de Wilkie Collins, publicada en 1943 y encuadernada en cuero azulado, y que se vendía por un asequible precio de 8 dólares.


El cercano puente fue construido con los ladrillos que fabricaron los convictos. Algunos de esos ladrillos se utilizaron para construir los dormitorios de los condenados y todavía se pueden ver en la librería algunas de sus inscripciones.
Campbell Town celebra hoy en día a los convictos con un largo paseo en su calle principal (la carretera de Hobart a Launceston) y que está elaborado con ladrillos. Cada ladrillo muestra el nombre del convicto, su edad, el nombre del barco y el año en el que fue transportado, y la razón de la condena que le fue impuesta.


 Nathaniel Beard, de 17 años, fue condenado de por vida por hurtar ropa. Muchos de los convictos eran niños, algunos de hasta 12 años de edad. Y un dato significativo: muchos de ellos eran de origen irlandés.

9 ene 2012

Reseña: Jennifer Government, de Max Barry



Max Barry, Jennifer Government (Londres: Abacus, 2004). 335 páginas.

Tras la rocambolesca sátira Syrup (reseñada hace unos meses aquí) sobre el marketing en el mundo corporativo, el australiano Max Barry publicó en 2003 Jennifer Government, en la que nos sitúa en un mundo futuro no muy lejano, en el cual las corporaciones capitalistas globales han logrado tales cotas de poder que los empleados tienen por apellido el nombre de la compañía. (¿Cotas de poder no tan lejanas de la actual coyuntura?)

Australia se ha convertido en un territorio más de los Estados Unidos de América; el gobierno ha quedado reducido a la mínima expresión porque nadie paga impuestos, las escuelas reciben fondos de multinacionales como McDonald’s y Pepsi, pero en ellas se enseña a defender la doctrina del ‘capitalizm’. Todos los valores humanos son evaluados en términos de beneficio o pérdida económica: así, cuando el corredor de bolsa Buy Mitsui pide una ambulancia, la operadora le pide los datos de su tarjeta de crédito antes de averiguar su ubicación.

Es en este contexto que dos grandes grupos corporativos, Team Advantage y US Alliance, se enfrascan en una batalla sin cuartel por el control del mercado. El inicio de la novela resulta muy sugestivo: un empleado de poca monta de Nike firma un contrato que le ofrecen los ejecutivos de marketing, por el cual tiene que matar a diez clientes que compren el nuevo modelo de zapatillas: forma parte de una campaña que incorpora un novedoso concepto de marketing: la negativa a vender el producto, que “vuelve loco al mercado”.

Son muchos los personajes que pueblan Jennifer Government, pero Barry no desarrolla ninguno de ellos en profundidad. No es eso lo que le interesa al autor. Lo que quiere ofrecernos es una narración de ritmo vertiginoso en ocasiones, un argumento que le sirve a Barry para poner el acento en la sátira, para hacer hincapié en el humor y la ironía.

Y por supuesto, una heroína: Jennifer Government. Jennifer, exdirectiva de marketing, es ahora una agente que persigue incansablemente a John Nike, quien en cierto modo encarna una suerte de mezcla del prototipo de político neocon y de ejecutivo multinacional sin escrúpulos.

Añadámosle a esto la irrupción de la National Rifle Association (sí, la NRA que presidió durante algunos años el siniestro Charlton Heston) como corporación militarizada prestadora de ciertos “servicios” (le dejo al lector el gustazo de imaginarse qué tipo de servicios) y tenemos un estupendo cóctel repleto de acción, gags y guiños al lector, todo ello aderezado por la sensación de que estamos ante un escenario distópico que en ocasiones recuerda tangencialmente a 1984 y que se cierne, amenazador, sobre los personajes.

El lector podría en algún momento llegar a pensar que la aparente estructura caótica no va a dar resultados: pero el lector se equivoca. Barry integra con desenvoltura los diferentes hilos argumentales y los numerosos personajes para darle un final, si no apoteósico, al menos admirable.

Con todo, lo mejor es el humor, la sátira corrosiva que el autor insufla en la novela. Una muestra: cuando el malvado John Nike convence a los mandos de la empresa para que aviones militares de la NRA derriben el aparato del Presidente del Gobierno, lo hace abogando por la eliminación del gobierno por todos los medios que sean necesarios. “Just do it”, les dice John Nike. ¿Algo más que un eslogan?

A continuación, te invito a leer el primer capítulo de Jennifer Government. Puedes también leer el primer capítulo en inglés en el web de Max Barry.


1. Nike

La primera vez que Hack oyó hablar de Jennifer Government fue junto al dispensador de agua en el trabajo. Se encontraba en ese sitio solamente porque el de su piso se había estropeado; seguro que el Departamento Legal iba a caerle encima a la empresa distribuidora, Manantiales Naturales, como una auténtica tonelada de mierda, sin duda alguna. Hack trabajaba de Oficial de Distribución de Productos. Lo cual quería decir que cuando Nike confeccionaba un montón de posters, gorras o toallas playeras, lo que Hack tenía que hacer era enviarlas al sitio correcto. Igualmente, si alguien llamaba para quejarse de que no le habían llegado los posters, o las gorras, o las toallas playeras, era Hack quien tomaba la llamada. El trabajo ya no era tan emocionante como antes.

—Es una calamidad— estaba diciendo un hombre que estaba junto cerca del dispensador de agua. —Quedan cuatro días para comenzar el lanzamiento, y tengo a Jennifer Government husmeándome el culo.

—Jo-Der, —le respondió su compañero. —Menudo coñazo.
—Quiere decir que tenemos que movernos, y rápido. — Miró a Hack, que estaba llenando el vaso. — Holaquetal.
Hack levantó la vista. Le estaban sonriendo como si se tratara de uno de sus iguales – pero, por supuesto, Hack estaba en la planta equivocada. No sabían que no era nada más que un Oficial de Producto. —Hola.
—No te había visto nunca por aquí— dijo el tipo de la calamidad. — ¿Eres nuevo?
—No, trabajo en Producto.
—Oh— Y arrugó la nariz.
—Se nos ha estropeado el dispensador de agua— le dijo Hack, y dio rápidamente media vuelta.
—Eh, espera, espera— dijo el tipo del traje. — ¿Tú has trabajado alguna vez en marketing?
—Ah… —dijo Hack, quien sospechaba que era una broma. —No.
Los tipos de los trajes se miraron el uno al otro. El tipo de la calamidad se encogió de hombros. Entonces le ofrecieron la mano. —Soy John Nike, Miembro de la Falange de Marketing, Sección Productos Nuevos.
—Y yo soy John Nike, Vicepresidente de la Falange de Marketing, Sección Productos Nuevos— dijo el otro tipo trajeado.
—Hack Nike— dijo Hack todo tembloroso.
—Hack, estoy facultado para tomar decisiones de contratación de trabajo de gama media— le dijo el John Vicepresidente. — ¿Te interesaría un trabajo?
—Un trab... — Se le trababa la garganta. — ¿En marketing?
—Para casos especiales, está claro — añadió el otro John.
Hack se puso a llorar.
ΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩ
—Toma, toma— dijo uno de los Johns, mientras le pasaba un pañuelito. — ¿Ya te sientes mejor?
Hack asintió, avergonzado. —Lo siento.
—No te preocupes, hombre— le dijo el John Vicepresidente. —Un cambio de puesto profesional puede ser causa de mucho estrés. Lo he leído en alguna parte.
—Aquí está todo el papeleo— El otro John le pasó un bolígrafo y un montón de papeles. La primera página decía: CONTRATO DE PRESTACIÓN DE SERVICIOS, y las demás estaban en una letra tan pequeña que no apenas se podía leer.
Hack vacilaba. — ¿Queréis que firme esto ahora?
—No hay nada de qué preocuparse. Son solamente las cláusulas habituales sobre no competencia y confidencialidad.
—Sí, pero... —Las empresas habían endurecido muchísimo los contratos de empleo últimamente; Hack había oído algunas historias. En Adidas, si uno dejaba el trabajo y el que te sustituía no era tan competente, te demandaban por pérdida de beneficios.
—Hack, nos hace falta alguien que sepa tomar decisiones impensadas. Una persona de acción.
—Alguien que consiga terminar el trabajo. Pero sin hacer el capullo.
—Si no es ese tu estilo, pues bueno... olvidémoslo. No hemos hablado. No pasa nada. Te quedas en Distribución y ya está. —El John Vicepresidente hizo ademán de cogerle el contrato.
—Puedo firmarlo ahora mismo— les dijo Hack, apretándolo con fuerza.
—Eres tú el que decide— dijo el otro John, al tiempo que tomaba la silla que estaba al lado de Hack. Cruzó las rodillas y posó las manos en la intersección, sonriente. Hack observó que ambos Johns contaban con una buena sonrisa. Supuso que en marketing todo el mundo tenía una. Tenían caras muy parecidas, también. —Justo al final de la página, ahí.
Hack firmó.
—También ahí— dijo John. —Y en la página siguiente... y una firmita aquí también. Y ahí.
—Me alegra mucho contar contigo, Hack. —El John Vicepresidente cogió el contrato, abrió un cajón y lo dejó caer dentro. —Bueno. ¿Qué sabes tú de las Mercurys de Nike?
Hack bizqueó. —Son nuestro último producto. Todavía no las he visto, pero... dicen que son fenomenales.
Los Johns sonrieron. —Hace seis meses que empezamos a vender las Mercurys. ¿Sabes cuántos pares de zapatillas hemos vendido desde entonces?
Hack negó con la cabeza. Cada par costaba miles de dólares, pero eso no impedía que la gente las comprara. Eran las zapatillas más de moda en el mundo. — ¿Un millón?
—Doscientos.
— ¿Doscientos millones?
—No, doscientos pares.
—John, aquí presente— dijo el otro John— fue el pionero en el desarrollo del concepto de marketing mediante la negativa a vender un producto. Vuelve loco al mercado.
—Y ahora ha llegado el momento de hacer caja. El viernes tenemos pensado soltar cuatrocientos mil pares de zapatillas en el mercado, a dos mil quinientos mangos cada uno.
—Lo cual, puesto que nos cuestan – ¿cuánto era?
—Ochenta y cinco.
—Puesto que nos cuesta ochenta y cinco centavos fabricarlas, nos da un margen bruto de cerca de un billón de dólares. — Miró al John Vicepresidente. —Es una campaña genial.
—Es, en realidad, cuestión de sentido común— apuntó John. —Pero he aquí el meollo de la cuestión, Hack: si la gente se da cuenta de que hay Mercurys en todos los grandes almacenes del país, perderemos toda la demanda que nos ha costado tantísimo trabajo cimentar. ¿Tengo razón?
—Claro. — Hack esperaba parecer confiado. En realidad, no entendía nada de marketing.
— ¿Y sabes qué es lo que vamos a hacer?
Hack negó con la cabeza.
—Vamos a matarlos— dijo John Vicepresidente. —Vamos a matar a los que compren un par de zapatillas.
Silencio. — ¿Qué?— dijo Hack.
El otro John añadió —Bueno, obviamente a todos no. Nos figuramos que solamente tenemos que cargarnos a... ¿cuántos eran? ¿Cinco?
—Diez— dijo John Vicepresidente. —Para estar seguros.
—Correcto. Eliminamos a diez clientes, hacemos que parezca que han sido chicos de los guetos, y conseguimos que nos salga del culo credibilidad a nivel de calle. Apuesto a vendemos el inventario  en menos de 24 horas.
—Me acuerdo de cuando uno podía confiarles a los sicarios callejeros el trabajo de despachar a unos cuantos por los últimos modelos de Nike— dijo John Vicepresidente. —Ahora atracan a la gente para quitarles unas Reebok o unas Adidas – incluso productos que no son de marca, hay que joderse.
—Ya no hay sentido de la moda en los guetos— puntualizó el otro John. —Te lo juro, son capaces de ponerse cualquier cosa.
—Es una vergüenza. En todo caso, Hack, creo que me entiendes. Esta es una campaña rompedora.
—Quién dijo puntera— indicó el otro John. —Esta es la definición de puntero.
—Em... — musitó Hack. Tragó saliva. — ¿Esto no es, cómo decirlo... ilegal?
—Quiere saber si es ilegal— dijo el otro John, divertido. —Qué tío tan ocurrente eres, Hack. Claro, sí es ilegal, matar a gente sin su consentimiento, eso es altamente ilegal.
John Vicepresidente dijo: —Pero la cuestión es: ¿Cuánto nos cuesta? Incluso si nos descubren, quemamos unos cuantos millones en costes legales, nos multan con unos cuantos millones más... pero a fin de cuentas, todavía salimos ganando, y mucho.
Hack tenía una pregunta que no tenía ganas de preguntar. —De modo que... este contrato... ¿qué dice que tengo que hacer?
El otro John, que estaba a su lado,  juntó las manos. —Muy bien, Hack, ya te hemos explicado nuestro proyecto. Lo que queremos que hagas es...
—Que lo ejecutes— concluyó John Vicepresidente.

8 ene 2012

Buscando a Tusitala: una crónica en Hermano Cerdo

El comedor en la residencia de los Stevenson. Vailima, Apia, Samoa.


La revista Hermano Cerdo acaba de publicar una crónica titulada Buscando a Tusitala, un relato basado en la visita a fines de noviembre (la tercera ocasión en que voy a Samoa) a la isla de Upolu, la más populosa. Comienza así:
La noticia de la multa por valor de cien cerdas como castigo en un caso de supuesta mala conducta durante la reciente Copa del Mundo en Nueva Zelanda, multa que le fue impuesta al manager del equipo de rugby de Samoa, fue recogida por los medios de comunicación españoles con una pizca de curiosidad, que dio paso a la hilaridad y a los comentarios jocosos de los internautas, que naturalmente hicieron gala de su ignorancia de la sociedad y cultura samoanas, cuando no de absurdos prejuicios con ciertas dosis de tufo a colonialismo rancio y trasnochado.
Puedes terminar de leerla haciendo clic aquí. Espero que te guste.

6 ene 2012

Nueva portada - 2012: Tasmania


El calendario se inició con una imagen de Dove Lake, al pie de Cradle Mountain en Tasmania.

Dove Lake ocupa la caldera de un volcán ya extinto. El paseo de poco más de hora y media que da la vuelta al lago es uno de los más populares y asequibles dentro del Parque Nacional de Cradle Mountain. Un lugar mágico, por la belleza y el equilibrio de sus formas y por la sensación de paz y tranquilidad que transmite el lago.

He aquí las doce fotos que compusieron el fotocalendario de 2012 del blog Notas Literarias.

Enero: Dove Lake (Cradle Mountain)

Febrero: Franklin River


Marzo: Maria Island

Abril: Pirates Bay
Mayo: Russells Falls

Junio: recordatorio de John (Red) Kelly, Campbell Town
Julio: The Huon River

Agosto: The Blowhole
Septiembre: Wineglass Bay
Octubre: Port Arthur
Noviembre: El diablo de Tasmania
Diciembre: Canguro holgazán

27 dic 2011

Reseña: Els jugadors de whist, de Vicenç Pagès Jordà


Vicenç Pagès Jordà, Els jugadors de whist (Barcelona: Empúries, 2009). 535 páginas.

Las primeras páginas de Els jugadors de whist nos introducen en la vida de Jordi Recasens, de cuarenta y pico años, propietario de una empresa especializada en los servicios fotográficos para bodas. Jordi (mal)vive en el garaje de su casa, donde tiene un futón, un robot limpiador, una nevera, una máquina cafetera, el ordenador y otros muchos cachivaches. Su vida parece francamente ir a la deriva: no aguanta a su mujer, Nora; ese día (21 de abril de 2007) se va a casar su hija Marta con un tipo de dudosa respetabilidad y de procedencia skinhead, al que ha apodado Bad Boy. Jordi se pasa muchas noches en vela viendo películas – tiene unas mil de su temática preferida, el adulterio – y los blogs fotográficos de las amigas de su hija Marta, entre las cuales parece tener una favorita: Halley.

Las siguientes páginas comprenden el fragmento del diario de un chico, Biel, de 1977. Hace dos meses que Biel llegó con su familia a Figueres procedente de Mallorca. Su padre es capitán del Ejército, su madre es extranjera. Tiene una hermana, Nora.

A lo largo de quinientas páginas Vicenç Pagès Jordà va estableciendo las claves que unen el día (tan) señalado de 2007 con el diario del escolar Biel en 1977, y lo hace de una forma desde luego muy ambiciosa y efectista, aunque no siempre tan eficaz desde el punto de vista narrativo (y literario) como habría sido de desear. Pagès logra ciertamente conectar los hilos de la historia, conduciendo al lector por un camino a veces abrupto. Y ahí estriba el problema de Els jugadors de whist: me ha parecido que hay demasiados obstáculos al progreso de la historia, y es el mismo autor el que los coloca, alargando algunos episodios mucho más de lo que la novela, en mi opinión, precisaba, e incluyendo toda una serie de listados (de grupos musicales, películas, actores y actrices, libros, pintores, etc.) cuya función dentro de la trama es prácticamente nula y cuyo cometido dentro de su estructura múltiple y algo anárquica me ha parecido superfluo, si no simplemente caprichoso.

Solamente al final queda desvelado el origen de la voz narradora dominante en la parte correspondiente al día de la boda, voz que en ocasiones peca de cierta presunción, como cuando avisa al lector que “És convenient insistir en la manera com en Jordi es prenia el seu cas” (p. 431) en plena narración de la degradante crisis por la que atraviesa Jordi tras enamorarse de Halley. Francamente, quizás no fuera tan conveniente: si Pagès buscaba ridiculizar al personaje de Recasens como arquetipo de cierta clase de hombre en crisis, lo podría haber conseguido sin explayarse tanto. Pero pienso que no era ése su objetivo.

Donde realmente me parece que cojea Els jugadors de whist es en el tratamiento narrativo de la historia del juego del whist, un titánico entretenimiento de verano que inventan Biel y sus amigos, y cuyas trágicas consecuencias terminarán por marcar la vida de Recasens. Son demasiadas las páginas que transcurren entre el inicio de la historia y su explicación a posteriori, y en consecuencia parece a ratos que le falte ritmo a la narración.

Con todo, Els jugadors de whist es sin duda un notable esfuerzo creativo. Pagès posee un fino sentido del humor, y las escenas y situaciones bien detalladas en la narración del banquete de boda provocan la hilaridad por lo auténtico y verídico de sus diálogos (es fácil hacerse la imagen mental de esa pariente que insiste una y otra vez en que cierren la puerta, porque se pierde el frescor del aire acondicionado). Los dardos del humor de Pagès son sin duda uno de los elementos más conseguidos de la novela. Ha sido, en definitiva, una buena elección para estos días anteriores a las fiestas navideñas y del inicio del verano austral.

24 dic 2011

Ho, ho, ho...





Inexorable, time brings another Christmas. 2011. Another year.

Most people appear to feel the need, perhaps a socially-imposed obligation, to make a show that they are sharing something they are likely to consider either mirth, or happiness, or a general state of wellbeing. Yet some of us do not feel that way. Some of us cannot feel that way even if we wanted to. And believe me, we do try.

I don’t like being told to have a ‘Happy Christmas’, because it is not going to be happy for me. It cannot be. Like all children in the Western world, my 6-year old Clea loved Christmas, she thoroughly enjoyed the excitement leading up to the morning of the 25th when she would find the presents she wanted. She had believed the Christmas lie line hook and sinker. How else could it be?

It’s not possible for me to feel excited or make a show of excitement for my other two children. I could of course pretend, but would that be the sort of honesty your children deserve from you?

What’s worse, of course, is that there’s always the insufferable twaddle like the following from a Mr Juan Arias in El País: ‘En Europa esta Navidad no será particularmente alegre. Será forzosamente triste para aquellos a los que la crisis económica ha dejado en la cuneta de la pobreza y de la desesperación del empleo. Triste para los que aun no habiendo sufrido el zarpazo de la bestia, no deberían dejar de sufrir por las víctimas del sistema que crearon los financieros sin escrúpulos.’

Sob. Pass me the Kleenex, please. There, there, that’s better. ¿El zarpazo de la bestia? Tough, hard, it may and will be. No doubt. But sad? Spare us this mindless drivel.

Mr Arias begins his article with the above and then goes on to preach (the tone of the article sounds very much like that of a preacher) about peace, hope, generosity, the evil powers of neo-capitalism and rampant consumerism. It’s all very well, but it reads like the typically hollow Eurocentrism (if not utterly hypocritical claptrap) to make the connection between sadness and a situation of unemployment and poverty. Millions of people have been living (and will continue to live) in abject poverty for many years but have managed to remain cheerful, almost happy (whatever that may mean).

It’s Christmas, yes, but I don’t celebrate. My Christmas is sad for reasons which are nothing to do with the economy. And I’d rather not hear about positivity, about these being times for joyous sharing, about the cheerful spirit of Christmas and gift giving. I’ve stopped believing in all of that.

So there are other things I’d rather hear. I’d rather see a more widespread awareness that we are overusing our finite resources and indulging in overconsumption as if there were no tomorrow. For some of us, there’s some truth to that, though. It feels like it’s a no-tomorrow, or perhaps the sense that that no-tomorrow is just fucking too long a time.

I’d much prefer to have read a mention of my daughter’s name in those pesky wasteful Christmas cards, and an insinuation that there's awareness of how sad it must be for us, as Clea’s no longer with us to celebrate Christmas, because, like all children, Clea loved Christmas.

I’d much prefer to hear words such as ‘don’t drink too much’, because the fact is that I’m very likely to drink and cry myself to exhaustion, and it’s very well known what alcohol does to sad people. Those are the sort of things I’d prefer.

Tomorrow, on Christmas Day, after my two boys have received their presents, I will go out into the garden and pick a bunch of colourful flowers – it’s lucky Christmas happens during summer down under. We will take them to the cemetery and leave them on Clea’s grave. Happy Christmas, babita, my loved one.

That’ll be my sad Christmas Day.

Enjoy yourself since you must.

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